«A la espera del milagro» La esperanza del Venerable José Rivera
Magdalena anuncia la Resurrección a los apóstoles - Vasily Polenov - 1890

«A la espera del milagro» La esperanza del Venerable José Rivera

Vivía las tres virtudes teologales de una manera intensísima. Su esperanza era el motor que impulsaba toda su vida y actividad. Y la contagiaba. Su esperanza levantaba a todo el que le escuchaba. Cuando te acercabas a él descubrías con gozo que él esperaba de Dios tu santidad. Y lo mismo se diga de la esperanza en la renovación de la Iglesia, en la evangelización de los no creyentes, en la conversión de los pecadores… Era una esperanza ardiente.

Pienso que todos los que han conocido y tratado al venerable José Rivera estarán de acuerdo conmigo en que uno de los rasgos que más destacaba en su vida es su esperanza, su inmensa esperanza. Vivía las tres virtudes teologales de una manera intensísima. Su esperanza era el motor que impulsaba toda su vida y actividad. Y la contagiaba. Su esperanza levantaba a todo el que le escuchaba. Cuando te acercabas a él descubrías con gozo que él esperaba de Dios tu santidad. Y lo mismo se diga de la esperanza en la renovación de la Iglesia, en la evangelización de los no creyentes, en la conversión de los pecadores… Era una esperanza ardiente.

En esta comunicación vamos a destacar algunos rasgos de esta esperanza basándonos en sus escritos. Prácticamente voy a ir hilvanando textos suyos, dejándole hablar a él, para que siga dándonos testimonio de la fuerza impresionante de esa «esperanza que no defrauda», de ese «esperar contra toda esperanza». Los epígrafes son también frases textuales suyas.

1.- «Todo consiste en estar a la espera del milagro»

Frente a las deficiencias propias y a las dificultades apostólicas, encontramos en él el testimonio de una esperanza heroica, de una confianza total en la acción de Dios y de su gracia.

Sin embargo, confiesa que la confianza no es algo natural en él:

«La esperanza no es algo natural en mí, que por temperamento y por sensación infantil, soy absolutamente desconfiado, proclive a la desesperación pura» (Diario, 30-III-1972).

Por eso la reconoce como un gran don de Dios y procura corresponder a él confiando más y más y no dejándose llevar por el ambiente naturalista de falta de esperanza:

«Confiar intensamente; rechazar, más que cualquier otra cosa, las tentaciones de desmayo, o incluso del desinterés que engendra la desconfianza, respecto de mí y de los demás, de todos, de cualquiera. Podemos llegar a cumbres jamás conjeturadas por hombre alguno; estamos llamados eficazmente a elevaciones incomparablemente más sublimes de cuanto pensamos... Insistir, predicando, con oportunidad y sin ella; no dejarme -¡yo al menos!- corromper por el ambiente naturalista » (Diario, 18-X-1972).

No hay ninguna debilidad, deficiencia o infidelidad que le impida seguir esperando todo del amor y del poder de Cristo. Después de reconocer que ha vivido una temporada mediocre, escribe:

«Comencemos de nuevo... esperando. La única virtud en que no creo me aventajen muchos es en la esperanza. Esta capacidad de volver a esperar, a empezar, o ni siquiera volver, sino proseguir esperando, pese a las objeciones más aparentemente definitivas contra la esperanza. Sin más motivo que la pura fe... Que a mis 58 años, con la historia que tengo detrás, continúe esperando, me resulta literalmente un milagro. Porque espero, espero. La santidad heroica es hoy mi objetivo, como lo era a los 14 años... ¿No debo, no le debo a Cristo, tras la historia de su fidelidad frente a mis infidelidades permanentes, esta esperanza: este deseo vivo, aunque tantas veces ineficaz, esta confianza inquebrantable? Pienso que la desconfianza sería el único pecado imperdonable...» (Diario, 22-XII-1983).

Y llega a formular esta «ley inmutable»:

«Es ley inmutable: al menos en la medida que espera recibe; no digo lo que espera en concreto -a lo mejor le conviene otras gracias previas, de esas que no se advierten con facilidad, precisamente porque son más fundamentales- pero sí que a la medida de la esperanza es la donación. Eso sí, puede superarla; pero jamás será inferior». (Carta del 30-V-1975)

2.- «Lo peculiar de Dios es hacer maravillas»

Como se ve, esta esperanza inquebrantable brota en el Venerable Rivera de su fe y de su conocimiento incluso experimental de la grandeza del amor de Dios y de su poder:

«Todo esto es maravilloso; pero lo peculiar de Dios es hacer maravillas y la tarea del hombre --glorificarle-- consiste esencialmente en esperarlas de Él. Dejar a otros el trabajo de realizar con sus esfuerzos -no faltaba más, con la ayuda de Dios- mediocres tareas; para mí queda esperar de El obras perfectas. «El que cree en mí hará las obras que yo hago y las hará mayores, porque voy al Padre». Esta es la glorificación de Jesucristo resucitado« (Diario, 1-V-1972).

«Si casi nadie se fía de Dios, si casi todos dicen que hay que poner de nuestra parte, y entienden por eso hacérmelo yo todo, es porque casi nadie ha tenido ni un día de confianza sin más, y por tanto no le ha dado ocasión para mostrar esa ternura inmensa de que El mismo alardea en la Biblia» (Carta, 25-II-1975).

Por eso procura ante todo mirar a Dios y hacer repetidos actos de confianza:

«Confianza tranquila en el amor omnipoderoso del Padre. Esperar sin más: cada visión admirable se convierte, antes o después, en ejecución maravillosa, si la recibimos con esperanza (...). Es asombrosa la resistencia de la gente a dedicar un rato a volver breve, pero muy frecuentemente, a esta reiteración de los actos de confianza que El mismo nos ha enseñado, a ejercitar la poca que se tenga. Y sin embargo, con eso vendría después todo lo demás. Él lo daría, pues la confianza nos abre a sus dones, incluso milagrosos.

Uno de los obstáculos en nuestro progreso es que nos vemos más a nosotros que a Dios con su amor» (Diario, 30-VI- 1972).

No se trata de confiar a pesar de las dificultades, sino que estas son muchas veces ocasión para que Dios realice obras más maravillosas aún:

«Las dificultades son la ocasión para el 'milagro'. No exigir el aspecto milagroso en las conversiones, pero no excluirlo, porque como amor, Dios tiene de sobra para realizarlo. Y porque no es dudoso que se complace en llevarlo a término». (Diario, 26-VI-1972).

Y junto con la confianza, el deseo, que es el otro aspecto de la esperanza:

«Si realmente, como pienso, Dios me encarga de la misión arriba expresada, si realmente los deseos espirituales no pueden fallar, puesto que es el mismo Espíritu quien los crea para que se realicen fructuosos, este deseo de conversión de la Iglesia particular, en que Dios me encarga laborar, por la cual el Espíritu me mueve a pedir -en la liturgia misma- no puede quedar infecundo» (Diario, 30-VIII-1989).

«Imposible, he escrito muchas veces, según el pensamiento de Sta. Teresa de Lisieux, que Dios ponga deseos que no va a cumplir, muy por encima de lo que nosotros creemos esperar. La esperanza es virtud abierta, que se mide por la inconmensurable misericordia divina. La señal de la tal medida es la Encarnación misma del Verbo: infinita en su entidad divina«. (Diario, 29-XII-1989).

Y explica a una dirigida suya:

«El deseo de santidad, la pena de ser tan deficiente, es ya una acción suya en Ud. Y El no quiere dejar las cosas a medias. De modo que si le comunica a usted deseo de ser santa es que ya la está santificando. En las tareas naturales desear y confiar es un paso previo y muchas veces ineficaz, pero en los menesteres sobrenaturales el deseo y la confianza son ya realización» (Carta del 4-VI-1984)

3.- «Imposible que no sea santo»

Si «lo peculiar de Dios es hacer maravillas», ciertamente la mayor maravilla que Dios puede y quiere realizar en los hombres es la santidad. Por eso es respecto de la santidad -propia y ajena- donde con más intensidad y vigor vemos vibrar la esperanza del Venerable. Escribe en su Diario:

«Idea de que es imposible que no sea santo. ¿Cómo podría mantenerme este deseo, tan continua e intensamente, a pesar de tantos fallos, si no viniera de Dios y pensara El en cumplírmelo?» (Diario 1964).

Y años más tarde, mirando hacia atrás la historia de su vida, exclama:

«...¡qué fracaso patente! Un éxito no más, aunque ese sí, esencial: incomparablemente más valioso que todos mis ensueños de adolescencia: esta obstinación en la fe, esta tenacidad para no dimitir, ni en las circunstancias más desalentadoras, del único designio fundamental: la santidad. Bien sé que no es victoria mía, sino de ellos: del Padre, de Cristo, de su Espíritu... Y en su gran parte cabalmente contra mí mismo. Y esa es mi sola --pero inimaginable-- alegría». (Diario, 19-III-1972).

Tres años antes de su muerte sigue esperando de la misericordia de Dios la conversión total y la santidad plena:

«Yo he dicho --hace muchos años, muchos ya, pero lo he repetido no pocas veces--: un santo es un hombre que está siempre a la espera del milagro. Del milagro de la perfecta conversión. Y por lo menos en esta actitud persevero. Solamente que se va agrandando el formato de la esperanza, el volumen de lo esperado» (Diario, 29-I-1988).

«La misericordia de Dios es más grande, infinitamente mayor, que la miseria mía. Y cabalmente orientada a salvarme de ella (...) Lo que no ha sucedido, de bueno, puede suceder mañana: y debo esperarlo. Imposible que no llegue lo que espero, pues sólo se trata de la operación de esa misericordia sobre nosotros... Dios nos encierra a todos en el pecado para compadecerse de todos. Donde abunda el pecado sobreabunda la gracia... Y esto es de fe» (Diario, 9-II-1988).

El Venerable José Rivera, que considera la santidad como «la única tarea cierta» (Diario, 7-X-1983), se aplica a buscarla con anhelo incontenible y poniendo todos los medios a su alcance (oración, exámen de conciencia, lectura espiritual abundante, confesión frecuente...).

Tiene una idea altísima de la santidad y del valor y la eficacia de los santos en la Iglesia y en el mundo:

«La acción de un santo es capaz de suscitar torrentes de vida, puesto que deja libre la actuación de la vida misma«. (Diario, 2-XI-1972).

«Un santo es fuente de crecimiento incalculable; pero en un santo de esta época de la Iglesia debe ser una especie de ciclón, o mejor, una permisión necesaria en su plan, para que el Espíritu sople en huracán sobre la tierra...» (Diario, 29-XII-1989).

De aquí brota su deseo continuo de purificación interior para ser puro instrumento, absolutamente dócil a la acción del Espíritu. Por eso, para hacerse dócil, insiste en su propia abnegación y en la docilidad y correspondencia a cada una de las insinuaciones del Espíritu, para dejar paso libre a la acción de Cristo en él y a través de él en muchos otros:

«Cada acto de docilidad a lo que estimo inspiración del Espíritu Santo, me abre a nuevas inspiraciones. El avance urge, ¡Dios mío! En cualquier hora que yo acepte y ofrezca un sacrificio, hay miles de personas indigentes de gracias eficaces, para las cuales Cristo me ha hecho sacerdote suyo. Y no es el valor de mis acciones; sino el de las suyas -infinito- que realiza conmigo y en mí». (Diario, 5-IX-1984)

«Jamás se trata de cumplir menesteres, sino de dejarme llevar por el Espíritu. Por eso no debo estar alerta para disponer faenas, sino para no interrumpir su acción, para dejarme llevar, zarandear por el soplo divino». (Diario, 14-III-1990).

4.- «Suscitar movimientos espirituales salvadores de muchedumbres»

Ciertamente la esperanza del Venerable -tal como aparece reflejada en sus escritos- no se agota en su propia santificación. Por el contrario, entiende esta siempre en función de la santificación de muchos y del crecimiento de la Iglesia en número y santidad.

«¿No puedo yo, acaso, suscitar movimientos espirituales salvadores de muchedumbres? Así es, y no puedo dudar de que tal sea mi vocación. Solamente se requiere la condición de mi fidelidad...» (Diario, 21-X-1972).

«Posibilidad de crear en torno mío corrientes inextinguibles de fe y amor. Procreación de vida sobrenatural. Esto sí me anima a cualquier desprendimiento. O mejor dicho, ello me despega sin más, pues todo lo demás se me torna inimportante». (Diario, 23-X-1972)

«Me enciendo en ansias de ese otro mundo, y en anhelos de impulsar a los hombres hacia él. Me quema la mediocridad del seminario, y me saboreo responsable de suscitar movimientos anchos, duraderos, de elevación». (Diario, 28-XI-1972).

«Sé que me confía [el Señor] la santificación de unas cuantas personas por las cuales santificará millones, hasta la consumación de los siglos. Siembro para una cosecha eterna, que se recogerá al fin de los tiempos. ¡Qué dignidad de vida!». (Diario, 22-XII-1983)

Algunos de estos textos dan la impresión de que el Venerable Rivera tenga la conciencia de haber recibido una misión especial en la Iglesia. De hecho, se le ve a lo largo del Diario interrogarse con cierta frecuencia por dónde Dios quiere conducir su vida.

Por demás, esta posibilidad de «suscitar movimientos espirituales salvadores de muchedumbres» la ve en relación con su condición de sacerdote, de ministro de Cristo. Es muy elevada la idea que expresa del sacerdocio como tal, lo cual le conduce simultáneamente a la esperanza de fruto y a la responsabilidad de vivir sacerdotalmente, es decir, en absoluta fidelidad al don recibido.

«Ser sacerdote de Jesucristo significa serle completamente fiel. Abundar en la certeza de que todo ingrediente de mi personalidad, sea pensamiento, voluntad, sensibilidad o miembro corporal, es suyo por muy variados títulos, y no tengo derecho a usarlo fuera de su iniciativa» (Diario, 11-VI-1978).

«Postura de sacerdote -dejarme mover por Cristo-; esperar que me otorgue, como visión espontánea y enérgica , eficaz, esta conciencia de su actuación ininterrumpida en mí; con la repugnancia consiguiente a todo acto meramente mío» (Diario, 21-X-1972).

«Conciencia de la desmesura de la eficacia del sacramento del orden: somos nosotros quienes hacemos posible la presencia de Cristo en las condiciones terrenas. Sin nosotros no hay vida: somos quienes vivificamos con la palabra -el testimonio- y quienes producimos el Pan vivificante. Pero somos los que hacemos todo ello si realmente somos; es decir, si vivimos la presencia sacramental de Cristo con su Espíritu en nosotros tal como quiere vivir por el sacramento del orden: por el carácter y por la gracia sacramental: santificante, creciente, continuamente operante...» (Diario, 20-V-1988).

Por lo demás, es significativo que esta visión de la grandeza del sacerdocio le ha sido otorgada ya desde los primeros años de seminarista:

«Veo ciertas deficiencias, v.gr. el espíritu de oración, y considero rematado disparate entrar así en la gran intimidad con Cristo que supone el sacerdocio, porque trato tan familiar para el alma pura es continua ocasión de servirle y consolarle, para la impura de faltarle y entristecerle» (Carta de mayo 1974)

«Es imposible que haya algún acto de poca importancia en la vida de un seminarista; yo al menos siento que grandes intereses divinos dependen precisamente de cada una de mis acciones» (Carta de la primavera de 1950).

«Soy cada vez más consciente de la gravedad, de la inmensa locura que es una falta medianamente deliberada... Mis faltas, las faltas -deliberadas, claro- de estos seminaristas, son dolores inmensos sobre Cristo. Yo veo cada día en la vida del seminario jugarse la suerte de muchas almas que se van a salvar o van a condenarse según respondamos nosotros a las citas divinas» (Carta del 24-XI-1950).

5.- «Dios va a renovar la Iglesia»

La esperanza del Venerable José Rivera se proyecta sobre toda realidad eclesial: la santidad de los sacerdotes y de los que se preparan al ministerio, la mejora de los seminarios, la santidad de los seglares (incluidas las personas con limitaciones o enfermedades psíquicas, en cuya posibilidad de santificación cree con toda certeza)... No anhela solo su propia santificación, ni solo la de muchos a través de él. Según su propia expresión, el formato de su esperanza se agranda constantemente. Desea la renovación de la iglesia como tal.

Todavía seminarista escribe:

«La fe consiste en saber que puede sucedernos todo, aunque la razón no lo vea...Todo subirá, todo se arreglará radicalmente aunque nosotros tengamos que sufrir mucho... Yo no sé lo que me tocará hacer, quizás desear, orar y morir, pero da lo mismo; lo que yo quiero es creer, creer en que Dios va a santificar el sacerdocio, va a renovar la Iglesia; 'todo es posible al que cree', todo, sin límite alguno» (Carta de febrero o marzo de 1950).

Es relevante este texto, escrito tres años antes de su ordenación sacerdotal y más de ocho antes de la convocatoria del Concilio Vaticano II, convocado precisamente para renovar la Iglesia.

Esta esperanza en la renovación de la Iglesia es una constante de toda su vida. Escribe en los años difíciles del postconcilio:

«Desde luego, lo que veo claro es que hace falta cambiar bastante actitudes interiores, con ellas no pocas formas externas de las instituciones de la Iglesia... Y espero que algo se avance en ello. Yo no creo que tenga otra misión sino hacerlo por mi parte personal y disponer a algunas personas de las que deben llevarlo a cabo» (Carta del 20-I-1975).

Al Venerable se le ve consciente de los problemas, pero convencido de que toda renovación eclesial auténtica solo puede provenir de la conversión personal y de la renovación interior, que empieza en primer lugar en uno mismo antes de exigirla a los demás. Por eso afirma:

«Todos nos quejamos de los males de la Iglesia, y nadie nos dejamos sanar esos males en nosotros. Y es el solo remedio para el crecimiento de la Iglesia misma». (Carta del 23-III-1973)

Y asevera:

«Todo apego, toda mezcla, es algo mortal, muerte sin más. Consiguientemente: algo que infecta. Por tanto, quien trabaja, incluso con buena voluntad deliberada, pero influido por sus apegos, a la vez que expande algo vital, infunde vida -colabora con Dios para que la infunda, como necesario camarada de labor- infecta el ambiente en que se mueve. He ahí la razón de los males de la Iglesia. Son muy pocos los que conocen sus heridas, sus purulentas llagas interiores, y se lanzan con ellas a los menesteres apostólicos, y multiplican las reuniones, las charlas, las publicaciones, y van dejando infectados los contornos en los que se mueven. Esos mismos terrenos que quisieran mejorar.

No habría que dedicarse a quehaceres de cierta importancia, sino cuando es ya muy puro. Creo que en las tendencias actuales se olvida totalmente esto... Y lo que se está haciendo, con buena voluntad deliberada -pero ello no impide el daño- es multiplicar los contagios... El enfermo debe vivir apartado, hasta que pase la época contagiosa de la enfermedad...» (Diario, 24-III-1973).

Con ocasión del desconcierto que predominaba en muchos ambientes en los años del postconcilio, escribe a su hermana Carmelina:

«Estoy cada día más convencido de que en los tiempos especialmente difíciles hay que volver casi exclusivamente a lo esencial, y lo esencial interiormente es la fe, la esperanza y la caridad, y en cuanto a realizaciones concretas la oración y la cruz. Y todo lo demás viene a ser nada o poco más de nada, o puro daño -como creo que están siendo una buena parte de las cosas que se hacen hoy en el »apostolado« por una parte y por otra» (Carta del 8-III-1972).

Sin embargo, es en los últimos años de su vida cuando más resalta esta faceta del Venerable. Hay en él un fuego interior que le hace arder con un anhelo incontenible por la renovación de la Iglesia.

En este tiempo -al menos dos años largos, hasta su muerte- se dedica a estudiar, orar y reflexionar sobre los males de la Iglesia, sus causas y sus remedios[1]. Se siente llamado, desde su profunda vida espiritual, sus prolongados estudios y su amplia experiencia pastoral, a analizar esos males para apuntar soluciones. En estas reflexiones se revela la talla de reformador del Venerable José Rivera. El estilo y el contenido recuerdan a los de los grandes reformadores de la historia de la Iglesia, por ejemplo, a un San Juan de Ávila con sus famosos memoriales al Concilio de Trento.

Baste aquí indicar que sin duda la insistencia clave de estas orientaciones sobre la reforma de la Iglesia es la afirmación de que es la Iglesia como tal --diocesana y universal-- en su conjunto la única que puede testimoniar al mundo el rostro de Cristo. Insiste rotundamente en que no es suficiente la santidad de algunos --personas o grupos-- en la Iglesia para que el mundo crea y que son necesarios planteamientos nítidamente evangélicos en el conjunto de la Iglesia: fieles, jerarquía, instituciones, orientaciones pastorales...

«Voy calando más y más este criterio para discernir lo 'imitable' de los santos. La mayoría de los modernos -¡desde la Edad Media al menos!- han buscado deliberadamente su propia santidad, o la santificación de mucha gente por individuos o por grupos... Actualmente hemos de buscar inmediatamente el crecimiento de la Iglesia en santidad. Y ello matiza muy diversamente ciertas maneras de vivir». (Diario, 2-II-1990).

«Debo pensar hasta qué punto el mal influye en los 'movimientos particulares' (...) que prácticamente intentan sustituir a la 'Iglesia diocesana' y en cierto sentido universal, en su tarea de evangelización (...).

El fermento que ha de cambiar la masa no es algo que testimonialmente se ofrezca como movimiento de 'gentes de Iglesia', sino como la comunidad que pueda presentarse como Iglesia misma (...).

La comunidad de la Iglesia no puede mantenerse sino comunicándose. Y si no comunica la Iglesia como tal -como comunidad diocesana- no puede crecer ella, aunque haya crecimientos parciales en ella». (Diario, 11-II-1990).

Y todo esto lo vive no como quien realiza reflexiones meramente especulativas y asépticas, sino como quien ama apasionadamente a la Iglesia y se siente urgido a colaborar en su reedificación, como quien ama a los hombres todos, que necesitan -para encontrar a Cristo- del testimonio de una Iglesia santa en sus miembros y en su funcionamiento:

«...conciencia de apremio. No se puede perder el tiempo. Los desmoronamientos de las personas y de la Iglesia en totalidad se producen ya, minuto por minuto... Por ello los esfuerzos de reedificación han de ejecutarse ya, sin perder minuto». (Diario, 17-II-1988).

6.- «Siembro para una cosecha eterna»

Hay en la esperanza del Venerable un equilibrio admirable entre el «ya» y el «todavía no». Por un lado, como acabamos de ver, se siente urgido a la conversión y santificación personal y a colaborar en la renovación de la Iglesia: puesto que ésta es visible, la salvación tiene que ser vivida y testimoniada «ya». Pero por otro lado, se sabe situado en un horizonte de eternidad y es consciente de que vive en el misterio, sin intentar aferrar o controlar la acción de Dios.

Además de otros textos ya transcritos, como el que da título a este apartado («siembro para una cosecha eterna, que se recogerá al fin de los tiempos»), menciono ahora el siguiente:

«No siento gusto notable por los avances parciales constatables en la tierra. Sí por los definitivos... Espero sentirlo si se produce esta transformación tan deseada de la Iglesia diocesana. Pero si no puedo llegar a verla, si he de ser espectador de su proceso de raudo derrumbamiento, tampoco me parece que sufriré cosa mayor. No voy a señalarle a Dios los pasos de lo futuro; solamente esperar, desear confiadamente, su acción sobre nosotros». (Diario, 28-II-1990).

En los hombres de Dios -como en Dios mismo- se unen admirablemente los aspectos aparentemente contrarios: en este caso, el ardor y el anhelo incontenibles por un lado, la serenidad y el abandono confiados por otro.

Pero, ¿de dónde brota esta esperanza?, ¿cuál es su fuente? Algo ya hemos apuntado. Baste indicar que se alimenta sobre todo de las promesas de Dios en la Sagrada Escritura y de lo que la Iglesia -movida por el Espíritu- pide a Dios en su liturgia (una y otra las medita asiduamente); del testimonio de los Santos en sus escritos y en sus biografías (que lee también con abundancia y frecuencia); de la intercesión de los Santos, especialmente de la Virgen María y San José; de las luces -que él entiende como ofrecimientos de gracia- del Magisterio, particularmente los documentos del Concilio Vaticano II; de la oración cotidiana como contacto con el Dios que le vivifica; del perdón de Dios, que le lleva a no dar nada ni nadie por perdido; y, finalmente de la experiencia de lo que Dios ha hecho en su propia vida y en otras personas a través de él...

Concluyamos con este texto que –como varios de los anteriormente citados- es digno de figurar en una antología de los mejores autores espirituales de todas las épocas:

«...la gracia acosa por donde puede, y si le cerramos las puertas entra por la ventana... mientras no se rompe la confianza no hay nada fundamental perdido, […] todo consiste en estar a la espera del milagro, de la maravilla...» (Diario, 17-IV-1972).

 

 


[1] He desarrollado ampliamente este aspecto en “Los males de la Iglesia: causas y remedios”, en Cincuenta aniversario de la ordenación sacerdotal del Siervo de Dios José Rivera Ramírez, Toledo 2003, 54-80.

 

9 comentarios

Nahis
Yo, con todo el respeto, preferiría que no lo beatificado en, a corto plazo al menos.

Rivera supone una forma muy concreta de hacer teología y los riverianos son muy riverianos, con sus pros y contras, siento que una beatificación solo reforzaría esa sensación de lo propio como lo mejor y justificarían bastante el convertirlo en algo por los que todos tienen que pasar.

No me parece conveniente, pese a reconocerlo ortodoxo y, por qué no, santo.
9/12/20 10:11 PM
Pater
Pido a nuestro Padre del Cielo, la pronta beatificación de su Siervo José Rivera, cuánto bien haría a la Iglesia, lo que él vivió, la virtudes en grado heroico, el testimonio de su vida, su amor a la Iglesia, la prioridad de la Liturgia, la Eucaristía como centro y culmen (como enseña el Concilio Vaticano II), su centralidad en Jesucristo y un largo etc ... éste tesoro que Dios nos ha regalado, no puede permanecer escondido o guardado, tiene que darse a conocer a toda la Iglesia Universal y más en un mundo lleno de desconfianza, desamor, y un largo etc y en una Iglesia dónde se valora muy poco la Liturgia como medio ordinario de santificación del cristiano o la llamada real a la santidad de todo bautizado, por ejemplo .... Quiera Dios, que su beatificación sea pronto, para que su vida y sus enseñanzas, sea un aliciente para toda la cristiandad.
10/12/20 1:44 PM
Antonio E.
Para mí leer y escuchar grabaciones del venerable José Rivera ha sido el cauce para mi conversión. Solo puedo dar gracias a Dios por la acción de su gracia a través de este sacerdote Toledano.
10/12/20 11:27 PM
Fernando L.L.
Estimado Nahin, y también Enrique. Comprendo vuestra posición. Es la misma que tienen algunas personas a las que quiero mucho. Y también conozco bien (y quiero mucho) a algunos de esos que llamais “riverianos”.
Pero creo que ya es hora de que se trascienda aquél debate de los años del seminario de Toledo. Fui testigo de esas discusiones sobre “espiritualidades”, y de algunos desencuentros. Yo soy seglar, y por aquellos años, un grupo de seglares llevamos a cabo una experiencia de comunión extraordinaria: las peregrinaciones a Guadalupe (en la que grupos de todas esas diversas “espiritualidades” formábamos UNA SOLA FAMILIA. Todavía hoy vibramos cuando nos seguimos viendo (después de 27 años).
Yo fui uno de los pocos seglares que se dirigió con Rivera cuando solo atendía a seminaristas. No he visto en mi vida a nadie con una capacidad tan grande de amar. Su doctrina sigue alimentándome porque unifica de manera admirable teología y santidad. Su testimonio a favor de los pobres puede imaginarse con el simple detalle de que su féretro lo llevaron a hombros unos gitanos. Muchos discutían su forma de entender la caridad, pero ¡los pobres fueron evangelizados! Esa vida es algo que debería enriquecer a toda la iglesia. Y se me antoja que su canonización sería el mejor medio. Son impresionantes sus escritos y sus charlas en audio.

El debate que tuvieron (o tuvisteis) riverianos, cordiales y otras “espiritualidades” fueron eso, debates de discípulos sobre interpretaciones de su d
12/12/20 8:12 PM
Chus
"preferiría que no lo beatificado en, a corto plazo al menos."
"...sí que no deseo su beatificación pese a que crea que está en el cielo."
Me pregunto qué es más irrelevante, si el que creas o no que está en el cielo, o si deseas o dejas de desear su beatificación, a corto plazo al menos. Viendo el tono de tus mensajes, me lo pones dificil. Saludos
12/12/20 10:44 PM
Fernando L. L.
(continua) El debate que tuvieron (o tuvisteis) riverianos, cordiales y otras “espiritualidades” fueron eso, debates de discípulos sobre interpretaciones de su doctrina. Menos mal que ni mi criterio ni el tuyo son del Espíritu Santo. Dejemos que Él haga lo que tenga que hacer, lo que sea, y nosotros lo acogeremos con júbilo.
Pero dejad a los santos que iluminen a Dios. Ni siquiera los santos más sobresalientes garantizaron que sus seguidores fueran santos. Los sacerdotes que aprendieron de Rivera, algunos tendrán sus peculiaridades, como sus detractores. Toca que unos y otros aprendan de Rivera su confianza radical en la gracia.
Ya expliqué en una ponencia que tanto fans de Rivera como detractores pueden atascarse en sus dones humanos superdotados. Y ahí surgen la diferencia de pareceres. Pero lo grande de Rivera no eran sus peculiares cualidades naturales en las que NO CONFIABA a pesar de ser sobresalientes, sino su radical confianza en la gracia.
Te aseguro que entre los seglares no veíamos los problemas que veían los curas en sus discusiones. Yo estuve varios años con Rivera y también me he confesado frecuentemente con Mendizabal. Nunca he entendido el problema, sino como expresión de modos temperamentales con aspectos carnales. Ya sabrás que Rivera no era riveriano. Yo tampoco me considero riveriano, pero pienso que su obra de caridad, sus virtudes, y su doctrina son una riqueza para la iglesia más allá de los jaleos de discípulos de uno y otro lado.
Saludo afectu
13/12/20 11:14 AM
Arturo Ríos Martínez
Gracias Don Julio por tan clara reseña de la obra espiritual de Don José Rivera y su preocupación y aplicación en la primacía de la Gracia, comento que me he beneficiado de su espiritualidad y vida a través de la enseñanza y vida de sus discípulos ( sin distingos de Riverianos de un lado u otro) puesto que sólo conocí a Don José Rivera en pocos meses por pedir confesión con el y eso bastó para conocer la talla de santidad.
13/12/20 4:51 PM
Nahis
Chus, creo no haber faltado a la caridad a nadie. El poner mis afirmaciones como cada una más irrelevante que la otra pues no creo que proceda.
El tono de mis mensajes ha pretendido ser respetuoso. Fernando, por ejemplo, no parece haber sentido ofensa pese a ser, de entre los comentaristas, el que mayor aprecio profesa al padre Rivera.
15/12/20 8:32 PM
gustavo perez
Sería muy de desear que la Iglesia enfatizara en este siervo de Dios una viertud, hoy muy rara en todas las teologales: la esperanza. Los creyentes no esperamos. No esperamos nada nuevo, nada maravilloso, como este santo. Nos gusta, por el contrario, ponerle zancadillas a Dios, darle consejos y hacerle sugerencias porque lo maravilloso ha desaparecido del horizonte de esta Iglesia laicizada y ahora medioambienralista, hecha de ecolatrías, es decir, asentada en este mundo y poner allí todas las seguridades y ningún riesgo... Por eso han desaparecido los milagros y en las plegarias posconciliares se ha eliminado el vocabulario de la confianza, de lo extraordinario, en suma no se espera nada bueno, menos aún nada grande en una fe antropocéntrica, fatalista y catastrófica.
25/03/22 6:40 PM

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