(GaudiumPress/InfoCatólica) En 1580, después de la llegada de Colón a América, al sur de lo que hoy es Colombia, existía un caserío llamado Buga, el cual era alimentado por un río con el mismo nombre.
«Al lado izquierdo del río había un ranchito de paja donde vivía una india anciana cuyo oficio era lavar ropa. Esta mujer era muy piadosa y estaba ahorrando y reuniendo dinero para comprarse un Santo Cristo y poder rezarle todos los días. Reunió 70 reales que era lo que necesitaba para comprarlo y traerlo desde Quito», cuenta Fray Francisco.
Cuando iba a llevar el dinero para encargar su Cristo, se acercó a ella un padre de familia agobiado por una deuda, terminaría en la cárcel si no pagaba el dinero. La mujer al ver su angustia decidió darle sus ahorros.
La mañana siguiente al llegar al río para su labor, sintió que una ola suavemente depositó en su frente un pequeño crucifijo de madera. Río arriba no vivía nadie más, por lo que ella comprendió que era un obsequio de Dios.
Regresó a su choza, improvisó un altar y todas las noches pudo orar como ella deseaba. Al terminar su oración, guardaba el crucifijo en una cajita de madera.
Una noche la despertaron unos golpes en su pequeño altar, al acercarse le pareció que la cajita había aumentado de tamaño, pensó que eran ideas suyas y regreso a dormir.
Pocos días después, la imagen ya contaba con un metro de altura.
Fue corriendo a avisar al sacerdote, quien comprobando lo sucedido no podía creer esta maravilla. Nadie en ese lugar tenía dinero para comprar un crucifijo de ese tamaño.
Pronto se hizo noticia pública y todos querían llevarse, aunque fuera un pedacito de aquella imagen, lo que fue afeando el crucifijo. Por lo tanto, un visitador venido de la ciudad de Popayán ordenó que fuese quemada. Esto entristeció mucho a los habitantes de Buga.
Y ahí otro milagro
Pusiero a quemar la imagen, y nadie podía creer lo que veía. La imagen comenzó a emanar un sudor tan copioso, que empezó a ser recogido en paños, algodones. Y cuando terminó de sudar, la imagen estaba más hermosa que nunca. El sudor duró dos días.
Según narró una testigo: «El sudor duró dos días. Todos los vecinos de los alrededores venían con algodones a recoger sudor y llevarlo como reliquias, y yo también recogí allí de aquel sudor en algodones y todavía lo guardo. Y desde aquel milagro la gente le empezó a tener gran devoción a esta santa imagen y a considerarla como de hechura milagrosa y comenzaron a obtener favores de Dios que consideraron sobrenaturales y milagrosos. Y no sólo en esta ciudad sino en muchas otras ciudades y regiones de donde se han visto llegar muchos romeros y peregrinos a visitar la sagrada imagen. A muchos de ellos les hemos oído contar que se sanaron prodigiosamente de graves enfermedades. Otros narran que se libraron de gravísimos peligros al invocar al Señor de los Milagros».
La choza de la india se volvió un lugar de peregrinación, y tantos eran los favores obtenidos por intercesión del Cristo, que se le empezó a llamar el Señor de los Milagros.
Al morir la mujer, el río cambió su cauce y ahora su casa que quedaba al lado de las aguas, ahora tenía un mayor espacio donde se construyó el templo, que primero fue una ermita, pero después fue siendo agrandado.
En 1907 se consagró el actual templo. En 1937 Pío XII le concedió el título de Basílica.