(Fides) En el seminario, que se encuentra a 100 metros de la catedral, han sido acogidos unos 2.000 musulmanes que escaparon de los antibalaka, que se definen a sí mismos como milicias cristianas, pero que cometen actos de violencia indescriptible, incluyendo decapitaciones y descuartizamientos. «Destrozan los corazones o los órganos de las víctimas porque dicen que de esta manera les roban el alma», explica monseñor Aguirre.
La ONU ha creado alrededor del seminario un perímetro de seguridad para proteger a las personas desplazadas que solo disponen de agua. La comida escasea debido a las barreras de los antibalaka. Las mujeres se ven obligadas a prostituirse con los Cascos Azules para obtener comida para ellas y sus familias. «Están desesperadas, mueren de hambre y a menudo insisten en venderse para comer», dice el obispo. Entre ellas hay algunas adolescentes que se han quedado embarazadas.
El Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, visitó hace unas semanas Bangassou. «Le dije que hay mujeres violadas, que algunas son menores de edad, y que esto era un crimen contra la humanidad», asegura monseñor Aguirre. «Se abrió una investigación pero nada ha cambiado. Y no es la primera vez que los soldados de la ONU se comportan de esta manera. En 2015 un grupo de soldados de paz congoleños fue expulsado por ofrecer cajas de lentejas a cambio de sexo. Y el atropello no terminó aquí. Las cajas vacías fueron compradas por un libanés por 1.000 francos, de esta manera las mujeres ganaban lo suficiente para comprar comida».
La misión de la ONU en la República Centroafricana (MINUSCA) afirma haber llevado a cabo una investigación de las denuncias presentadas por el obispo de Bangassou, y ha concluido «que no hay ninguna evidencia tangible que pueda respaldar estas acusaciones». Sin embargo, la MINUSCA permanece en contacto con las partes locales para garantizar que se informe sobre eventuales, nuevos o anteriores, posibles abusos sexuales», señala en un comunicado. Monseñor Aguirre, que ha pasado un período de descanso en su España natal, regresa ahora a su diócesis. «La Iglesia católica es la última que apaga la la luz. No podemos irnos», dice el obispo que vive bajo gran estrés. «No duermo bien, tengo mucho estrés. Cada vez que rezaba, escuchaba explosiones de bombas y ráfagas de ametralladoras. Viví momentos de fragilidad psicológica y por eso me tuve que tomar este descanso».