(Zenit/InfoCatólica) «Plaza San Pedro es un himno a la familia y un abrazo concreto a esta institución» dijo el cardenal Angel Bagnasco, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, ente que organizó la vigilia.
El evento en el que se alternaron oraciones y reflexiones tuvo su momento principal cuando el santo padre Francisco dirigió las siguientes palabras a los presentes.
«Queridas familias, buenas tardes. Está anocheciendo en nuestra asamblea. Es la hora en la que cada uno vuelve con gusto a su casa para encontrarse entorno a la mesa, con todos los afectos, del bien cumplido y recibido, en los encuentros que calientan el corazón y lo hacen crecer, con el buen vino que anticipa en los días del hombre, la fiesta sin ocaso.
Es la hora más pesada para quien se encuentra cara a cara con la propia soledad, en el crepúsculo amargo de los sueños y de los proyectos no realizados: cuantas personas arrastran los días en el callejón sin salida de la resignación, del abandono, o peor del rencor. En cuantas casas falta el vino de la alegría y por lo tanto el sabor -la sabiduría misma- de la vida...
De los unos y de los otros esta noche nos hablamos con nuestra oración.
Es significativo como–también en la cultura individualista que desnaturaliza y vuelve efímeras las relaciones–en cada nacido de mujer esté vivo una necesidad esencial de estabilidad, de una puerta abierta, de alguien con quien relacionarse y compartir la narración de la vida, de una historia a la cual pertenecer.
La comunión de vida asumida por los esposos, su apertura al don de la vida, el cuidarse recíprocamente, el encuentro y la memoria de las generaciones, el acompañamiento educativo, la transmisión de la fe cristiana a los hijos...; con todo esto la familia sigue siendo una escuela sin par de la humanidad, contribución indispensable a una sociedad justa y solidaria.
Y cuando más profundas serán sus raíces, más en la vida será posible salir e ir lejos, sin perderse ni sentirse extranjeros en ninguna tierra. Este horizonte nos ayuda a entender la importancia de la Asamblea sinodal que se abre mañana.
Ya el ‘convenire in unum’ entorno al Obispo de Roma, es un evento de gracia, en el cual la colegialidad episcopal se manifiesta en un camino de discernimiento espiritual y pastoral. Para buscar lo que hoy el Señor pide a su Iglesia tenemos que escuchar los latidos de este tiempo y percibir el ‘olor’ de los hombres de hoy, hasta quedarnos impregnados de sus alegrías y esperanzas, de sus tristezas y angustias. A este punto sabremos proponer con credibilidad la buena noticia sobre la familia.
Conocemos de hecho que en el Evangelio hay una fuerza y una ternura capaz de vencer lo que crea infelicidad y violencia. Sí, en el Evangelio está la salvación que colma las necesidades más profundas del hombre. De esta salvación–obra de la misericordia de Dios y su gracia–como Iglesia somos signo e instrumento, sacramento vivo y eficaz.
Si así no fuese, nuestro edificio sería solamente un castillo de cartas y los pastores se reducirían a ser clérigos de estado, sobre cuyos labios el pueblo buscaría en vano la fescura y el ‘perfume del Evangelio’. Emergen así también los contenidos de nuestra oración.
Del Espíritu Santo pedimos para los padres sinodales, sobre todo el don de escuchar: escuchar a Dios, hasta llegar a sentir con Él el grito del pueblo; escuchar al pueblo; hasta respirar la voluntad a la cual Dios nos llama.
Además de escuchar, invocamos la disponibilidad de confrontarse con sinceridad, de manera abierta y fraterna, que nos lleve a hacernos cargo de la responsabilidad pastoral, de los interrogativos que este cambio de época lleva consigo. Dejemos que se vuelque en nuestro corazón, sin nunca perder la paz, pero con la confianza serena de que en el tiempo debido el Señor no dejará de reconducir a la unidad.
¿La historia de la Iglesia no nos cuenta de tantas situaciones análogas, en las que nuestros padres han sabido superar con obstinada paciencia y creatividad?
El secreto está en una mirada: y es el tercer don que imploramos con nuestra oración. Porque si realmente queremos verificar nuestro paso en el terreno de los desafíos contemporáneos, la condición decisiva es mantener la mirada fija en Jesucristo, Lumen gentium, detenerse en la contemplación y adoración de su rostro. Si asumiremos su modo de pensar, de vivir y de relacionarse, no tendremos dificultad en traducir el trabajo sinodal en indicaciones y recorridos para la pastoral de la persona y de la familia. De hecho cada vez que volvemos a la fuente de la experiencia cristiana, se abren caminos nuevos y posibilidades impensables. Es lo que deja intuir la indicación evangélica: «Cualquier cosa de les diga, háganla».
Son palabras que contienen el testamento espiritual de María «amiga siempre atenta para que no vaya a faltar el vino en nuestra vida». ¡Hagámosla nuestra!
A aquel punto, nuestra escucha y nuestro confrontarnos en familia, amada con la mirada de Cristo, se volverán una ocasión providencial con la cual renovar–siguiendo el ejemplo de San Francisco–a la Iglesia y la sociedad. Con la alegría del Evangelio encontraremos el pasar de una Iglesia reconciliada y misericordiosa, pobre y amiga de los pobres; una Iglesia capaz de «vencer con paciencia y amor las aflicciones y las dificultades que le vienen, sea de adentro que de afuera».
Pueda soplar el viento de Pentecostés en los trabajos sinodales, en la Iglesia, en la humanidad entera. Desate los nudos que impiden a las personas encontrase, sane las heridas que sangran, encienda nuevamente la esperanza. Hay tanta gente que no la tiene. Nos conceda aquella caridad creativa que permite amar como Jesús ha amado.
Y nuestro anuncio encontrará nuevamente la vivacidad y el dinamismo de los primeros misioneros del Evangelio».