(InfoCatólica) El cardenal propone en su carta una relectura geopolítica y moral de la región, rechazando el marco «Oriente Medio» por su carga colonial y abogando por «Asia occidental» como denominación más fiel a una realidad multipolar.
A partir de ahí, denuncia las hegemonías sustentadas en la superioridad militar y el intervencionismo ideológico, y plantea como alternativa una paz construida desde la dignidad humana, la cooperación, la soberanía igualitaria y una «diplomacia de la espiritualidad».
El texto se apoya en dos pilares:
- un diagnóstico político que critica las lógicas de dominación y el cambio de régimen promovido desde «un mundo intervencionista “supuestamente” libre»;
- la doctrina social de la Iglesia (dignidad, bien común, solidaridad, subsidiariedad y opción por los pobres). Hace una alusión a Gramsci, que sin duda es significativa: introduce la idea de hegemonía cultural para explicar cómo el pensamiento del dominador se presenta como racional y el alternativo como «irracional o extremo».
El cardenal es consistente con el magisterio de la Iglesia: prioridad de la dignidad humana, paz por vías diplomáticas, rechazo de la violencia y de la imposición, centralidad del bien común y la soberanía de los pueblos. Encaja con los principios marcados en la encíclica «Pacem in terris» de San Juan XXIII, la «Gaudium et spes» del CVII y el Compendio de la Doctrina Social.
Cuando afirma que «si existe una dominación justa, solo puede provenir de Dios», reafirma un principio clásico de la Iglesia: la autoridad legítima tiene su fundamento último en Dios en cuanto orden moral, pero su ejercicio terrenal debe estar ordenado al bien común, limitado por el derecho y reconocido por los gobernados. En la práctica, sustituir «dominación» por «autoridad/orden justo» evitaría equívocos.
Culmina el texto con un principio cristiano: «en el centro de nuestra vida cristiana está el amor y no el dominio».
Carta del cardenal Mattheieu a Asia News:
El propio nombre de «Oriente Medio» delata una hegemonía colonial persistente, enmascarando la realidad de una «Asia occidental» intrínsecamente multipolar. Esta terminología no es neutra; es el eco de una superpotencia occidental y sus aliados regionales, cuyo objetivo sigue siendo la dominación. Para romper el ciclo de tensiones y conflictos, es imperativo rechazar esta visión unilateral y adoptar un enfoque basado en la dignidad humana y la cooperación.
Una hegemonía de este tipo se limita muy a menudo a una política de superioridad militar agresiva y expansionista, cada vez más impuesta por gobernantes sin el consentimiento de los gobernados. Esta política implica la supresión total de los rivales o la imposición de la propia autoridad. Esta dinámica refuerza la resistencia regional y aleja así al dominador de su objetivo, que debería incluir tanto la legitimidad política como la aceptación regional. Como señala el filósofo italiano Antonio Gramsci, cualquier perspectiva alternativa a la del dominador puede parecer entonces irracional o extrema.
Una paz duradera, capaz de romper el ciclo infinito de tensiones y conflictos, se consigue mediante la diplomacia y el diálogo, con respeto mutuo y soberanía igualitaria. La paz en Asia occidental no puede construirse sobre la ideología de un mundo intervencionista «supuestamente» libre —que se sitúa en el «lado bueno de la historia»— que demoniza a las potencias emergentes mientras promueve un cambio de régimen por el bien de los ciudadanos y deshumaniza a partes de la población que no están alineadas con ellos.
Aferrarse al pasado en lugar de abrirse a un nuevo orden mundial no ofrece ninguna garantía de seguridad internacional y regional, ni de estructuras económicas e instituciones internacionalmente sostenibles. Por el contrario, nos acerca más al abismo del Armagedón.
Si existe una dominación justa, solo puede provenir de Dios, quien considera fundamentales la dignidad y la libertad de cada ser humano. Todo ataque a la dignidad, restricción de la libertad y explotación de individuos o grupos es contrario a la ética social católica.
Cualquier sistema o estructura que conduzca a la dominación injusta de un grupo sobre otro, ya sea a nivel económico, político o cultural, es inaceptable. La Iglesia se opone a toda forma de hegemonía que margina y oprime. Por eso favorece la solidaridad, la subsidiariedad y la opción preferencial por los pobres. Jesús denuncia la hipocresía de una religiosidad «exterior» carente de espiritualidad interior, que es la auténtica expresión de una relación profunda y sincera con Dios.
Reconocer y valorar la dimensión espiritual de la humanidad como fuerza motriz para la paz, la justicia y la reconciliación en el mundo —basándose en los principios universales de la dignidad humana, el bien común y la solidaridad, y promoviendo activamente el diálogo interreligioso— se acerca a una «diplomacia de la espiritualidad».
Estos valores cristianos no se imponen, sino que impregnan a las personas y a las sociedades al dar testimonio y debatir las verdades universales, respetando la diversidad cultural, incluidos los valores, las creencias y las normas sociales. Como subraya el papa León XIV: «La paz comienza para cada uno de nosotros: por la forma en que miramos a los demás, escuchamos a los demás, hablamos de los demás».
En el centro de nuestra vida cristiana está «el amor y no el dominio»: solo él es capaz de conducir a la perfección personal y social, permite a la sociedad progresar hacia el bien, reflejando el amor de Dios y el sacrificio de Cristo, manifestándose a través de la compasión, el servicio y el respeto universal de cada persona.







