(J.J. Esparza/La Gaceta) La intimidad de los gobiernos franceses, en general, con el ambiente masónico es bien conocida; la del actual gobierno socialista es, más que conocida, promiscua, hasta el punto de que una de las ideas clave de las últimas elecciones internas en el Gran Oriente –La Gaceta lo contó– fue precisamente la de borrar esa imagen de identificación plena con el actual gobierno francés. Los sectores cristianos han pedido, con ironía, que al igual que se ha impuesto la separación entre la Iglesia y el Estado, se imponga de una vez la separación entre la Masonería y el Estado.
Catecismo laicista
El objeto de la polémica, la «carta de laicidad en la escuela», es un documento doctrinal que ha de difundirse en todos los centros de enseñanza. No se trata tanto de una ley como de una directiva. En Francia existe ya una ley a ese respecto que fue aprobada en tiempos de Sarkozy para marcar distancias con el multiculturalismo y atajar el exceso de presencia religiosa musulmana en las instituciones públicas. Esa norma regula precisamente la laicidad en los servicios públicos –entendiendo por tales los centros de carácter oficial– y, a la vez que reconoce la libertad de culto y acepta la práctica religiosa, limita su exhibición en determinados servicios sensibles. Como se recordará, esta «carta de laicidad» vino a consecuencia de las polémicas por el uso de velos islámicos en la vía a través del descubrimiento de la laicidad, mi objetivo es reconstruir lo público entre todos los alumnos de Francia. Este será mi trabajo, mi obsesión como ministro de la Educación nacional pública. Sarkozy amparó en su momento un concepto de «laicidad positiva» que expuso ante Benedicto XVI en un sonadísimo discurso y que fue unánimemente elogiado en círculos católicos. La nuez de su filosofía era esta: la República es laica, pero la práctica religiosa enriquece la vida social.
Adios a la laicidad positiva
Lo que ha hecho el gobierno socialista es dar la vuelta a esa filosofía: sin desterrar la vida religiosa, se trata de reducirla cada vez más al ámbito privado poniendo el acento en la laicidad de la República. El objetivo de la nueva «carta de laicidad», defendida ante la Asamblea en diciembre pasado, es inculcar en los alumnos ese concepto. Así lo expresaba el ministro de Educación, Vincent Peillon: «Deseo que se redacte una carta de laicidad a la atención de los alumnos. Hay una fuerte demanda en las escuelas. Esta nueva carta deberá dedicarse, con definiciones simples y cortas, a explicitar las nociones de laicidad y ciudadanía en un lenguaje comprensible para los alumnos. Se colgará como cartel en cada centro y podrá adjuntarse al reglamento interior. A través del descubrimiento de la laicidad, mi objetivo es reconstruir lo público entre todos los alumnos de Francia. Este será mi trabajo, mi obsesión como ministro de la Educación nacional». Cabe añadir que Peillon es autor de dos libros de título transparente: La Revolución francesa no ha terminado (Le Seuil, 2008) y Una religión para la República: la fe laica de Ferdinand Buisson (Le Seuil, 2010).
La Masonería dicta la política educativa y social del gobierno Hollande
En este discurso de diciembre de 2012 citaba de pasada el ministro Peillon la inspiración de un tal Jean-Michel Quillardet y el ejemplo de la carta de laicidad en los servicios públicos. Y bien, ¿quién es ese señor Quillardet? Un relevante miembro de la masonería francesa, ex gran maestre del Gran Oriente, que tres meses antes del discurso gubernamental publicaba en su blog Republique, justice, franc maçonnerie la siguiente propuesta: «Concebir una carta de la laicidad en el seno de la escuela de la República, a imagen de la carta de los servicios públicos, que podría adjuntarse al reglamento interior de cada centro, colgada en carteles en los establecimientos escolares y, al principio de cada curso, leída y comentada por el profesor en las escuelas». En definitiva: la Masonería dicta la política educativa y social del gobierno Hollande.
Este asunto de la laicidad va dando sus pasos, y de hecho el ministro del Interior, Manuel Valls, acaba de presidir esta semana una fastuosa ceremonia con motivo de la entrega de los primeros «diplomas de laicidad», otorgados por el gobierno a los funcionarios públicos y a los representantes religiosos de cualquier confesión que cubran los cursos de adoctrinamiento ofrecidos por el Estado en esta materia. Esta primera promoción de «líderes laicos oficiales» consta de veintiocho personas entre los que hay agentes del estado, clérigos cristianos e imanes musulmanes. Para cubrir los cursos –doscientas horas lectivas– el Gobierno ha financiado a docentes de la universidad de Lyon III, de la universidad católica de esa ciudad y del Instituto Francés de Civilización Musulmana, dependiente de la gran mezquita lionesa. El objetivo gubernamental, según el ministro Valls, es que todos los líderes religiosos pasen necesariamente por estos cursos.
Mientras el gobierno socialista sigue adelante con su política laicista radical, los sectores sociales católicos reaccionan cerrando filas. Ocurre que esta ofensiva socialista coincide con diferentes medidas para suprimir fiestas cristianas y, aún peor, con una oscura cadena de profanaciones en cementerios.
Así la asociación Civitas ha convocado para el próximo domingo en París, en la Avenida Victor Hugo, una marcha contra el anticristianismo y contra la política antifamiliar. El pasado martes la policía de Manuel Valls volvía a intervenir con contundencia inusitada contra una concentración pacífica de ciudadanos que protestaba a favor del matrimonio natural. Quizá sea verdad lo que dice el libro del ministro Peillon: la revolución francesa no ha terminado.