6.06.09

La gloria de la eterna Trinidad

Jesús encomienda a los suyos el mandato de bautizar: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28, 19). En este texto, el Señor enseña la trinidad de las personas divinas – El Padre y el Hijo y el Espíritu Santo – y a la vez su unidad: no pide bautizar en “los nombres”, sino “en el nombre”, en singular, del único Dios, que es Padre e Hijo y Espíritu Santo.

La unión entre confesión de fe trinitaria y bautismo es significativa. Por el sacramento del bautismo, que nos hace cristianos, el bautizado queda referido al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. En su único nombre se entra en la comunidad de los creyentes, en la Iglesia Santa de Dios.
Si atendemos a otros elementos esenciales de la fe cristiana, caeremos en la cuenta de esta centralidad de la doctrina trinitaria: El Credo, la profesión de fe, tiene una estructura trinitaria.

La Trinidad ocupa el centro de la Liturgia de la Iglesia, que es alabanza al Padre dirigida por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo. Igualmente, la vida cristiana consiste en la participación, por la gracia, en la misma vida de Dios, como hijos adoptivos del Padre, por la acción del Espíritu Santo, que nos une a Cristo el Señor. Sin la doctrina de la Trinidad no podríamos entender nada de la realidad de nuestra salvación, porque Dios es, en sí mismo, nuestra salvación.

La Solemnidad de la Santísima Trinidad nos permite honrar a Dios, profesando la fe verdadera, conociendo la gloria de la eterna Trinidad y adorando su Unidad todopoderosa (Oración colecta).

En una época marcada por el relativismo y la desconfianza hacia la verdad, puede parecer de poca importancia “profesar la fe verdadera”. Sin embargo, sólo la verdad hace libres; sólo la verdad salva. La perseverancia en la fe verdadera – garantizada por Dios mismo que es la Verdad – equivale a la perseverancia en la salvación. Como a Timoteo, también a cada uno de nosotros nos dice San Pablo: “Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe” (1 Timoteo 1, 18-19).

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5.06.09

Oficia Zerolo

Leo en las noticias que un niño, ya crecidito por otra parte, pues tiene tres años y cuatro meses, ha recibido, en Madrid, una “bienvenida laica” oficiada por el concejal Pedro Zerolo. El oficiante ha leído los “Derechos del Niño” y lo ha declarado, a la criatura, “ciudadano de Madrid”, que no es como ser ciudadano del cielo, pero, para el imaginario laico, debe ser de lo más parecido. Ha echado en falta Zerolo un “libro de la vida”, donde dejar constancia del evento; en el que no faltaron los cantos, los poemas y los padrinos.

Si Zerolo lee a Comte, empresa que no sé si ha llevado a cabo el famoso concejal, puede encontrar muchas sugerencias útiles en el “Sistema de política positiva”. Como Comte, también los políticos laicos – o laicistas – quieren regenerar la sociedad. Y para este fin reformador nada resulta más apto que idear una nueva religión, en la que el amor a Dios se sustituya por el amor a la humanidad, o a la democracia, o a la ciudadanía – por dioses y santos que no quede - .

Para Comte, la nueva religión debería ser una copia exacta del Catolicismo, aunque eso sí, sin los fundamentos católicos. Amor a la humanidad, sí; dogma católico, no. Pero la dogmática no desaparece sino que se transmuta en una nueva dogmática, cuyo catecismo puede ser, perfectamente, un manual progresista de Educación para la Ciudadanía.

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4.06.09

Progresismo

“Progresismo” es una palabra mágica, una especie de vocablo-talismán. Todo el mundo se quiere apuntar al carro del progreso, de lo que supone un avance. Pero para que algo sea verdaderamente progresivo, y no lo contrario, hay que dilucidar si aumenta también en perfección.

Si estuviésemos al borde de un precipicio, por ejemplo, lo prudente sería retroceder y no avanzar hacia el abismo. Pero si ese retroceso, por el poder de encantamiento del lenguaje, fuese calificado como nada progresista, entonces muchos, probablemente, estarían dispuestos a despeñarse.

Las palabras son como estrellas que se agrupan en constelaciones. A las palabras, como a las estrellas, les gusta la complicidad, la cercanía, la vida social. Las palabras se reúnen a tomar café y dibujan, sobre las cabezas y los corazones de los hablantes, trazos fantásticos, caprichosos, atrayentes o repulsivos. La palabra “progresismo” se une a otros términos de la galaxia del futuro, del bienestar para todos, del “one move for just one dream”, del buen rollito, que dicen algunos.

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2.06.09

¿Católicos sin dogma?

Yo no sé lo que algunos católicos entienden por “dogma”. Esa palabra debe despertar en algunos de ellos un desasosiego indescriptible. Recuerdo lo que, en su día, me contó un diplomático de la Santa Sede. El Papa Juan Pablo II hacía su primer viaje a México. En unas declaraciones públicas, un prócer local se adelantó a precisar: “Soy cristiano, pero sin dogmas”. Ese mismo prócer, en la dedicatoria de un libro que ofreció como regalo personal al Papa, escribía: “A Su Santidad Juan Pablo II, como hijo fiel de la Iglesia…”.

Es decir, ni entre los católicos, la opinión “pública” coincide exactamente con la opinión “publicada”. Las creencias están ahí, pero la coherencia con las propias creencias puede estar o no estar. Pensemos en Santo Tomás Moro. O en la “sensatez” – humanamente muy comprensible - de Lady Alice cuando aconsejaba a su marido no ir más lejos de lo “prudente”. De lo políticamente prudente. Y eso que Tomás Moro se jugaba algo más que el cargo y la posición; se jugaba la vida.

He tenido la fortuna de leer a Newman. Para Newman, el dogma no es un capricho, ni un signo del autoritarismo de la Iglesia, sino un desarrollo originado a partir de la revelación; un desarrollo que garantiza la objetividad de la fe.

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Sagrado Corazón de Jesús: Amor y reparación

El amor de Dios se manifiesta como amor crucificado, como reconciliación: “la prueba del amor que Dios nos tiene nos la ha dado en esto: Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores” (Romanos 5, 8). Sólo conociendo el amor es posible descubrir la gravedad del pecado. La cruz revela, a la vez, la grandeza del amor y el abismo del pecado; es absolución y condena; salvación y juicio; muerte y vida.

El Corazón de Cristo es el corazón del Buen Pastor que va tras la oveja descarriada y, al encontrarla, la carga sobre los hombros. La caridad de Jesucristo, Pastor de los hombres, refleja así la imposible indiferencia de Dios; su indeclinable compromiso.

“El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron”. La devoción al Sagrado Corazón de Jesús entraña la voluntad de reparación, de satisfacción, de penitencia.

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