InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Categoría: General

16.02.10

Cuaresma

El miércoles de ceniza comienza el tiempo de Cuaresma, un itinerario que tiene una meta muy clara: la conversión a Dios, la vuelta a Él, la toma de conciencia de que en Él encontramos nuestro eje y nuestro centro.

¿Cuáles son las ayudas que la Iglesia nos propone para realizar este camino? Basándose en el Evangelio, nos indica fundamentalmente tres: el ayuno, la oración y la limosna.

El ayuno no es sólo privarse de un poco de alimento, sino prescindir de ciertas cosas que, aunque buenas, no son necesarias, porque el Único Necesario es Dios.

La oración es el trato con Dios, el diálogo sostenido con Él, que puede versar sobre nuestra propia vida, sobre nuestros aciertos y nuestros errores, nuestros deseos y nuestras carencias, tratando de ver cómo Dios habla a través de todo lo que nos acontece.

Y la limosna es la caridad, la apertura a los demás.

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15.02.10

La mirada de misericordia

En un sobrecogedor Via Crucis, mientras el Papa luchaba con la muerte, el Cardenal Ratzinger comentaba, en el Coliseo, la novena estación: “Jesús cae por tercera vez”: “¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz?” Y como un dardo certero, el Cardenal apuntaba como mayor dolor del Redentor a la traición de los discípulos y a la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre. Y no evitaba una referencia explícita al sacerdocio: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él!”.

La exclamación podemos hacerla nuestra. No sólo por los escándalos que hayan podido protagonizar – ayer y hoy – algunos sacerdotes, sino por un “escándalo” más radical: que algunos hombres, nacidos pecadores como los demás hombres, hayan sido elegidos, por voluntad de Dios, para ser ministros e instrumentos de su gracia. No habría escándalos si no hubiese pecados, y no habría pecados sin pecadores ni, en el mundo visible al menos, habría habido pecadores si no hubiese hombres, hijos de Adán.

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14.02.10

Lágrimas y lágrimas

Las “lágrimas” son las pesadumbres, las adversidades, los dolores. En un libro que, más de una vez, he citado en este blog (“El Espíritu Santo en la vida cristiana”), el P. Gardeil, relacionando los dones del Espíritu Santo y las bienaventuranzas, vincula el don de ciencia con “bienaventurados los que lloran”.

Hay, nos dice, “lágrimas benditas”. No se trata de llorar por llorar. No toda lágrima es, sin más, bendita. Llorar porque el amor propio ha sido herido o llorar por desesperación no nos convierte en bienaventurados.

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13.02.10

La bendición, la confianza y la dicha

Homilía del VI Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

La confianza es la esperanza firme que se tiene en algo o en alguien. Para vivir, para actuar, para desarrollarnos como personas, necesitamos la confianza: en nosotros mismos, en los demás y, sobre todo, en Dios. La Escritura llama “bendito” - es decir, beneficiado por la generosidad divina – “a quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza” (cf Jr 17,5-8). La vida de quien confía en Dios no será una vida estéril, sino fecunda, con la fecundidad de un árbol que echa raíces junto a un río, que no se seca en el verano y que da frutos incluso en tiempo de sequía.

Preguntarnos sobre qué depositamos nuestra confianza es lo mismo que interrogarnos sobre qué buscamos para ser felices. Y todo ser humano desea ser feliz, ya que Dios ha sembrado ese anhelo en nuestro corazón. En la Sagrada Escritura se considera “dichoso” al que tiene temor de Dios: será poderoso, bendecido, tendrá numerosos hijos, le irá bien en la vida. Todos esos dones, que hacen dichosa la existencia, tienen su fuente en Dios. Pero lo que, en el fondo, hace feliz al hombre es Dios mismo, no sólo lo que Dios da. Quien tiene a Dios, lo tiene todo y puede vivir una confianza sin límites.

Dios nos ha dado todo, porque nos ha dado a su Hijo, Jesucristo, y ha infundido en nuestros corazones el Espíritu Santo. La dicha, la bienaventuranza, la felicidad para el hombre, es Jesús. Consiste en conocer, amar y seguir a Jesús. En saber que Él nunca nos abandona, ni en las circunstancias humanamente más adversas que podamos padecer. Los pobres, los hambrientos, los que lloran, los que son perseguidos son dichosos no por la pobreza, por el hambre, por el llanto o por la persecución, consideradas en sí mismas, sino en la medida que dejan que Jesús entre en sus vidas para transformar la pobreza en posesión de su Reino, el hambre en saciedad, el llanto en risa, la persecución en recompensa.

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Blasfemia

La blasfemia es uno de los pecados que menos se pueden comprender. Injuriar a Dios, faltarle al respeto, abusar de su Nombre, despreciar a la Iglesia de Cristo, a los santos y a las cosas sagradas, es absolutamente reprobable.

La blasfemia ofende a Dios. Y, porque ofende a Dios, nos ofende a nosotros, que creemos en Él; más aun, que nos sabemos hijos suyos. Ofende infinitamente más que ver insultado al propio padre o a la propia madre. Y, si todas las blasfemias son dolorosas, especialmente repugnantes resultan las injurias contra la Madre de Dios, porque ningún hijo soporta que vilipendien a su madre.

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