La objeción de conciencia
El poder, si no se autolimita, tiende a imponer su deseo en todos los aspectos de la vida; a convertir su voluntad – la del partido dominante, la de la mayoría – en ley, dejando poco margen, o ninguno, para la discrepancia. Esta propensión, potencialmente totalitaria, constituye una amenaza para la conciencia de los ciudadanos.
A través de la conciencia, la persona conoce y juzga acerca del bien y del mal de la realidad de los actos, especialmente de los propios. En las cuestiones de mayor gravedad, este juicio ha de ser respetado, sin que se pueda coaccionar a alguien a hacer lo que ve, de modo fundado, que no debe hacer.
El artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión” y el artículo 19 reza: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
En 1534 no se había promulgado aún la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero ya se sabía muy bien lo que san Pedro y los apóstoles contestaron al Sanedrín: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). Los que tienen la autoridad en este mundo han de ser obedecidos, pero su poder no es supremo ni onmímodo, sino limitado. No pueden suplantar a Dios ni anular el eco de la voz de Dios que el hombre puede percibir a través de su conciencia.