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4.01.20

La comunicación "superlativa"

El misterio de la Encarnación nos habla de la cercanía, de la proximidad y de la inmediatez de Dios: “Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono real de los cielos” (Sb 18,14-15). 

La gran distancia que separa al hombre de Dios ha sido salvada por el mismo Dios. La Palabra que, desde la eternidad, expresa, por así decirlo, el diálogo intra-trinitario, quiso resonar en el mundo para ser oída por los hombres, elevados de este modo a la condición de interlocutores de Dios. 

La venida de Cristo muestra la misericordia de Dios, su condescendencia: La Palabra que se hizo carne y puso su morada entre nosotros es la misma Palabra que estaba con Dios y que era Dios (cf Jn 1,1). Solo la omnipotencia divina – la omnipotencia de su amor - puede llegar a lo impensable: el anonadamiento de Dios, que se hace concreto en Belén, en Nazaret y en el Calvario. 

Dios, sin dejar de ser Dios, quiso entrar en la historia para salvarnos. El Padre envía a su Hijo al mundo. El Hijo, que subsistía eternamente, comenzó a existir en el tiempo también como hombre, asumiendo en su Persona divina la naturaleza humana que el Espíritu Santo suscitó en el seno virginal de María. En Cristo, la Trinidad se acerca a nosotros, ya que el Señor incluyó su humanidad en su relación filial con el Padre y la hizo, asimismo, portadora del Espíritu Santo. 

La finalidad de la Encarnación es nuestra salvación: El Hijo de Dios asumió una naturaleza humana “para llevar a cabo por ella nuestra salvación” (Catecismo, 461). Se manifiesta así la suma bondad de Dios, que quiso “comunicarse a la criatura de modo superlativo”, explica Santo Tomás de Aquino. 

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