InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: 2016

19.11.16

Hay que invertir en seguridad

No cabe duda. Es una exigencia que se impone en todos los ámbitos. También en el de la vida parroquial. Es una pena que sea así, pero la realidad es como es, no como nos gustaría que fuese.

El domingo pasado, en la Santa Misa celebrada a las 11.00 h. en mi parroquia, he pasado un mal momento. Ya desde el principio noté que algo no iba bien. Había un hombre, de entre 30 y 40 años, que mantenía una actitud extraña, fuera de lo común. Ni lo suficientemente discreta para pasar desapercibida ni, tampoco, lo suficientemente osada para que el feligrés medio despierte de su letargo y llame, por primera vez en su vida, a la policía.

El “feligrés medio” no reacciona nunca. Es como si estuviese anestesiado. La sociología y la psicología social sabrán explicarlo. Es una actitud pasiva, que solo tiende a protestar si, por ejemplo, el sacerdote para, por el tiempo necesario, la celebración de la Misa. Y, en ese caso, protesta, el “feligrés medio”, en contra del sacerdote. De lo demás, el “feligrés medio”, ni se entera ni quiere enterarse.

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11.11.16

Los gastos que no se ven

Muchos gastos, en una Parroquia, simplemente no se ven. Son los costosos gastos de mantenimiento, que solo se dejan notar cuando, tras un largo período, no ha habido mantenimiento; en ese caso, todo, de golpe, se convierte en un desastre.

La generosidad de los fieles está muy condicionada por lo visible. Es “visible” la pobreza de los más necesitados. Resulta mucho menos “visible” mantener el edificio que, cada mes, hace posible el culto y, también, la colecta en favor de los más menesterosos.

Si el templo parroquial se cierra - por impago, por ruina, por los más diversos motivos - se acaban las colectas a favor de los necesitados, de las misiones, de los Santos Lugares y hasta en favor de la Santa Sede – eso que llaman el “óbolo de San Pedro” - .

Cuesta convencer a los fieles de la importancia de sostener lo ordinario. Todos, quizá, preferimos, inconscientemente,  los fuegos artificiales al alumbrado que nos asegura llegar a la casa propia sin caernos.

Pero llegar a casa sin caernos es muy importante. Como lo es que una Parroquia pueda mantener sus gastos: suministros, reparaciones, etc.

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2.11.16

Lo que nos une y lo que nos separa

Viene siendo una especie de “mantra”, de frase que se repite: “Valorar más lo que nos une que lo que nos separa”. Decir algo semejante a eso y no decir nada es casi lo mismo. ¿Qué nos une a qué, o a quién?,  ¿qué nos separa de qué, o de quién?

Lo importante no es, sin más, estar unido o separado de algo o de alguien. Lo decisivo es si merece la pena estar unido a algo o a alguien o si, por el contrario, es mejor estar separado de algo o de alguien.

Hay muchas cosas que nos “unen” a los humanos y a las acémilas. Los humanos y las acémilas respiramos. Eso nos une. Las acémilas y los humanos comemos y bebemos. Eso nos une también. Pero no hace falta ser muy soberbio ni muy orgulloso para que cada uno de nosotros se sienta diferente y no solo distinto, sino separado de las acémilas. Hay mucho que nos une, sí, pero hay también mucho que nos separa. Gracias a Dios.

Nuestra propia esencia, humana, supone una separación. No podemos ser todo. La esencia contrae el ser. Si somos algo no podemos ser, a la vez, otra cosa. Si soy humano no puedo ser, a la vez, un mejillón o una castaña. Para ser humano necesito que mi esencia se separe de la del mejillón o de la de la castaña. Hay cosas que nos unen, sin duda. Hay también cosas que nos separan.

Predicar, sin más, la unión, sería como apostar por una especie de monismo, extremadamente aburrido. Todo, al final, sería lo mismo: Una sustancia única en la que lo que nos une mutila la riqueza y la diversidad de lo real, lo que nos separa.

Tampoco estaría bien apostar por una guerra de todo contra todo. Que no seamos lo mismo, lo único, no significa que no pueda existir la diversidad. Y respetar la diversidad supone distinguir, y hasta separar, a pesar de lo que los une, a los humanos de las acémilas.

No sé hasta qué punto estas consideraciones tan elementales valen para el campo religioso. Yo creo que sí valen. Lo que une a las diferentes religiones del mundo no es menos importante de lo que las distingue y separa. Como lo que une a los hombres y a las acémilas no es menos importante de lo que distingue y separa a hombres de acémilas.

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25.10.16

¿Qué hacer con las cenizas de los difuntos?

Ha sido noticia - y yo mismo he recibido un par de llamadas al respecto, por parte de periodistas que me pedían un comentario sobre el asunto – la Instrucción “Para resucitar con Cristo” de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Estamos muy cerca de la solemnidad de Todos los Santos y de la conmemoración de los Fieles Difuntos. Y, todo lo que tiene que ver con la muerte y con el trato dispensado a los muertos, no solo está relacionado con la fe cristiana, sino que tiene, obviamente, un hondo sentido antropológico.

La Iglesia Católica siempre se ha inclinado, y esto no es novedad, por la sepultura de los cuerpos. Y lo ha hecho por razones doctrinales y pastorales. Ambos tipos de razones – lo que es normativo en la fe, lo doctrinal,  y lo que es más conveniente para orientar a los cristianos, lo pastoral – van siempre unidas y no es posible establecer una separación tajante entre las mismas.

La fe de la Iglesia profesa, ante todo, la Resurrección de Cristo y, también, la resurrección de los muertos. ¿Qué significa hablar de resurrección? Significa, esencialmente, que el alma y el cuerpo, que se separan en la muerte, volverán a unirse en una existencia nueva que supera la muerte. Es decir, el hombre entero, cuerpo y alma, está destinado a vivir para siempre.

La pastoral de la Iglesia, en coherencia con su doctrina, ha recomendado que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios o en otros lugares sagrados. Se trata de recordar el itinerario de Cristo: muerto, sepultado y resucitado de entre los muertos.

La sepultura en los cementerios o en otros lugares sagrados asegura, en los posible, además, el debido respeto que merecen los cuerpos de los fieles difuntos, de aquellos, los fieles, que han sido convertidos, por el Bautismo, en templos del Espíritu Santo. El Cristianismo es la religión de la Encarnación. Dios y el hombre, el espíritu y la carne, lo trascendental y lo histórico no se pelean entre sí, sino que se aúnan en la condescendencia del Hijo de Dios hecho hombre.

Estas razones se unen a una razón que es, simultáneamente, doctrinal y pastoral. Y muy humana en el fondo: que haya un “lugar” para la memoria, donde se pueda llorar, recordar y orar por los difuntos.

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15.10.16

Redimensionarse: ¿Qué pasaría si...?

No dejo de pensar en que Cristo fundó la Iglesia contando con los Doce, con todo el sentido y el simbolismo de esos “Doce”.

La Iglesia no es una obra humana, sino que entra en el plan salvífico de Dios. Y Dios ha querido contar no solo con las misiones de Cristo y del Espíritu Santo, sino también con la misión de la Iglesia que, gracias a Cristo y al Espíritu, sigue haciendo posible hoy el encuentro de los hombres con Dios.

¿Qué es lo esencial en la vida de la Iglesia? Que, gracias a la predicación del Evangelio – de la revelación en su totalidad – , los hombres pueden encontrarse con Dios y recibir de Él, por medio de los sacramentos, la vida “nueva”, plena, que se inicia aquí, en la tierra, y que tiene su culminación en el cielo.

Esta misión no depende de los números, o no solo de ellos. La Iglesia de Cristo es la misma en el siglo I, con solo Doce columnas, u hoy en  día, que sigue teniendo esas mismas columnas. La responsabilidad, en el siglo I y en el XXI, es idéntica: servir de mediación para que el encuentro revelador y salvador de Dios con los hombres tenga lugar.

Lo importante es que la Iglesia siga siendo fiel a su misión y a su razón de ser: mediación, escogida por Dios, para llevar a cabo la revelación y la salvación. Sin eso, la Iglesia estaría de sobra. La Iglesia está en el mundo para hacer posible que los hombres, de modo seguro, entren en comunión con Dios.

Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, se pregunta en algún pasaje de su obra sobre Jesús de Nazaret: ¿Qué ha traído Jesús al mundo? La respuesta es muy sencilla: a Dios. “Ha traído a Dios”.

Jesús ha traído a Dios. Y no es poco lo que ha traído al mundo, sino que es lo decisivo, ya que  “el hombre sólo se puede comprender a partir de Dios, y sólo viviendo en relación con Dios su vida será verdadera”.

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