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19.06.18

De gestas y gestos heroicos

Fue olvidado el valor de los símbolos. No se recuerda ya que las gestas heroicas a veces no son más que gestos heroicos, gestos que quizás cuestan la vida, gestos que marcan a fuego la vida y la muerte de un campeador de lides imposibles, gestos que terminan grabando a fuego de sangre las páginas más sagradas de la historia de una Nación o de un Imperio.

Nos consume y agita el racionalismo cuantitativista y los cálculos humanos de eficiencia. Por eso, -olvidando que, en virtud de la causalidad ejemplar, a veces lo más inútil es, paradójicamente, lo más fecundo- rechazamos como inútiles todo gesto o gesta que no prometa un amplio número de adhesiones o que implique pronósticos de ostracismo y caras largas.

Es preciso recuperar el valor del símbolo, la conciencia de la belleza impostergable e imperimible de la hazaña quijotesca, de la vehemencia heroica y del gesto noble e inclaudicable.

En estos tiempos de plebeyismo, donde todo salvo el lucro se nivela para abajo, donde todo es bienvenido salvo la vehemencia apasionada en la afirmación de la Verdad, donde muchos de los católicos buenos viven con un estúpido complejo de inferioridad o de culpabilidad por no haber sido suficientemente mundanos o por no haberse adaptado debidamente a los tiempos actuales, urge restaurar la estima del símbolo heroico, del gesto caballeresco, de la palabra quijotesca, del testimonio martirial.

No importa que el gesto caballeresco prometa ser ociosa o magníficamente inútil así como no le importa a la estrella brillar cuando el mecanismo del cosmos no requiere de su brillo para conservar su eficiencia.

En el fondo, lo que más se necesita son testigos que anuncien la Verdad perenne y que lo hagan con la belleza que caracteriza a las obras de la aristocracia del espíritu, que supera con abismales creces toda la ordinariez y la mezquindad de la “eficiente” y adaptada producción los tibios y los fríos calculadores.

Al fin, no hay nada más eficaz que la gesta heroica porque sólo las gestas heroicas levantan a los pueblos en son y trance de poesía y combate, de lid maravillosa y épica exultante.

Nadie se entusiasmará con los discursos de la observancia de nimiedades cotidianas y ordinarieces profesionales. Sólo los gestos heroicos y rotundos despertaran las águilas que duermen el sueño del terrenalismo y el acomodo, del naturalismo y el negocio. Sólo las gestas impares, por más “inútiles” que sean, lograran que muchos muertos –que yertos yacen por la rutina y la depresión existencial- resuciten de sus tumbas y marchen tras, o cual, nuevos Cides y Quijotes a renovar la faz de la tierra bajo el único signo omnipotente, el signo de la Cruz.

La Cruz, omnipotente para toda hazaña y catapulta de todo heroísmo, nos hace un último llamamiento con su épico fulgor irresistible: navegar mar adentro a encender el mundo entero en el fuego del Espíritu Santo hasta que toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y el infierno ante Jesucristo y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor y el único Rey de Reyes.

Si Pelayo pudo reconquistar España comenzando desde la áspera estrechez de una diminuta cueva asturiana, ¿por qué seguimos encerrados en nuestros negocios y sacristías por miedo a las huestes enemigas, que nos acometen en poseso malón y orgiástica horda? ¿Acaso dudamos que Dios podrá enviarnos, como a Pelayo, a la Virgen Sacrosanta a pelear en nuestras nuevas batallas de Covadonga o que podrá auxiliarnos como otrora hizo mandando a Santiago a enarbolar la cruz espada y cerrar España?

Ya fallaron los cálculos, los programas, las campañas masivas de adhesión, los pactos con el mundo, los entrismos subterráneos, los plebiscitos, las juntas de firmas, los cambios de lenguaje y las concesiones de toda laya.

Quizás, como a la División Azul de Palacios, no nos queden más que bolas de nieve o piedras para resistir ante los tanques enemigos del Goliat de turno. En tal caso, tiraremos sin piedad esas bolas de nieve y esas piedras, y así gritaremos al mundo todo que no nos rendimos y que nada podrá arrancar nuestra bandera, la bandera de Cristo Rey y María Reina, la bandera de la Cristiandad, que supo y quiere ser Imperio que proteja en su seno a todos los pueblos de la tierra que yacen presos bajo el poder aplastante de las finanzas mundiales, en las tinieblas de la apostasía, el paganismo y el vil materialismo.

Que Cristo impere doquiera y que nosotros seamos sus pregorenos, sus apóstoles martiriales, sus avanzadas imperiales, sus lanceros inclaudicables, sus últimos soldados, aquellos que no calculan ni miden sus lides pues su hambre y su sed de justicia los extasían en sueños de heroísmo y generosidad.

 

Padre Federico Highton, S.E.

Misionero en el Himalaya

18-VI-18, Madrid