En la muerte de Pablo Domínguez

Pero el montañero cuando llega a la cumbre se siente muy cerca de Dios. Pablo tenía la costumbre de celebrar la Eucaristía en la misma cumbre, como una ofrenda cósmica que tiene ante los ojos la sinfonía de la creación ofrecida al Creador, por manos del sacerdote.

“Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?” (Jn 11,25). “Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera de su Evangelio nos abruma” (GS 22). La fe no es un añadido de lujo, es un gran regalo de Dios, que como una luz potente ilumina el misterio de nuestra vida humana, también el misterio de nuestra muerte. Hoy se nos presenta la ocasión de vivir esta experiencia de fe, como un don de Dios que se verifica en nuestra propia historia humana. Con lágrimas en los ojos, como el propio Jesús ante la tumba de Lázaro, respondemos a la pregunta del mismo Jesucristo: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo” (Jn 11,27).

El Seminario de Tarazona ha sido lugar de logística y de acogida para los tristes sucesos de la muerte de Pablo. Él ha sido para este Seminario uno de sus principales bienhechores, desde su oficio de decano de “San Dámaso” para nuestro Estudio Teológico afiliado. No sólo con una relación oficial, que por su parte ha sido impecable, sino además con una relación de amistad y de cordialidad, que han experimentado todos los que conocen a nuestro querido Pablo.

Había venido a predicar Ejercicios Espirituales a las monjas trapenses de Tulebras (Navarra), a diez kilómetros de Tarazona, y le invité a comer con los formadores y seminaristas el sábado pasado, último día de sus Ejercicios. Él nos visitó y pasamos un rato muy agradable, primero viendo las nuevas instalaciones, después en la comida, en la sobremesa y en el paseo posterior por el jardín de Seminario. La vista del Moncayo, este año vestido de blanco hasta los pies, con más nieve que nunca, ejerció sobre Pablo una fascinación irresistible. “Yo no me voy a Madrid sin subir al Moncayo”, nos dijo al despedirse.

Todos los amigos conocen esta fuerte y noble afición de Pablo, que le ha costado la vida. Con un grupo de amigos, chicos y chicas, desde muy jóvenes, han coronado los picos más importantes de nuestra geografía y de otras latitudes. Es un deporte que honra a quienes lo practican. Subir a la montaña es ascender, es elevarse, es encontrarse con Dios en la creación preciosa que Él nos regala, ante un panomara indescriptible. Los que hacen montañismo saben que a la montaña no se puede subir en solitario. Y Pablo ofreció a sus amigos montañeros de Madrid la apasionante aventura de escalar el Moncayo, antes de volver a Madrid después de sus Ejercicios a las monjas de Tulebras. Sara, una joven médico de la pandilla de montañeros fue la única que podía acoger la propuesta, y acudió en tren desde Madrid hasta Tudela en la mañana del domingo para acompañar a Pablo, como lo habían hecho tantas veces un grupo más numeroso de chicos y chicas en tantas ocasiones.

A las dos de la tarde del domingo 15 de febrero, coronaban la cumbre del Moncayo y llamaban por teléfono a sus amigos y familiares para comunicarles tan grata noticia. Después de cuatro horas de ascensión, es explicable la euforia y la satisfacción del escalador. Desde arriba las cosas se ven de otra manera. Bien lo saben los montañeros. Los que miran siempre a ras de tierra y no son capaces de elevarse por encima de sus miserias no lo entenderán nunca, por mucho que se lo expliquen. Pero el montañero cuando llega a la cumbre se siente muy cerca de Dios. Pablo tenía la costumbre de celebrar la Eucaristía en la misma cumbre, como una ofrenda cósmica que tiene ante los ojos la sinfonía de la creación ofrecida al Creador, por manos del sacerdote.

El descenso es más difícil que la subida, dicen los expertos. Y algo debió fallar en la bajada, que les hizo precipitarse en el abismo, resbalando en el hielo por la garganta de San Gaudioso hasta golpearse con un gran peñasco. La muerte fue instantánea. Serían las tres de la tarde del domingo. Pablo no era un novicio en el deporte de la montaña, era un experto escalador, y en ascensiones y descensos mucho más peligrosos había superado con éxito las dificultades. En esta ocasión no fue así, y nos hemos encontrado de sopetón con su muerte.

La Guardia Civil ha demostrado una vez más su servicio impagable a nuestra sociedad, en momentos de angustia como éste. Desde la noche del domingo, alertados por la familia, inquieta por la tardanza del retorno, se pusieron a patrullar la búsqueda de los dos montañeros desaparecidos. El coche de Pablo estaba en la plataforma previa a la escalada, junto al santuario de la Virgen del Moncayo. Pero ellos no habían vuelto. En la mañana del lunes, el equipo de rescate de montaña de la Guardia Civil con sede en Huesca, dotada de los mejores medios técnicos para estos casos, puso en marcha una operación de búsqueda, que culminó al mediodía del lunes 16 con el hallazgo de los cadáveres.

A las tres de la tarde llegaban los helicópteros de la Guardia Civil con los cadáveres rescatados a los campos deportivos del Seminario de Tarazona, donde los familiares han podido reconocerlos, y después de los trámites necesarios han partido al Anatómico Forense de Zaragoza. Y de allí para Madrid.

En la biografía de Pablo, que pasó haciendo el bien a tantas personas, Tarazona aparece como el lugar de su muerte. El Seminario de la Inmaculada de Tarazona ha podido ser en esta ocasión como el seno materno de María, donde ella traspasada de dolor acogió el cadáver de su Hijo muerto en la cruz, y donde hoy ha acogido los cadáveres de estos dos montañeros antes de darles cristiana sepultura.

El ascenso de Pablo Domínguez al Moncayo en Tarazona ha concluido en el encuentro definitivo con Aquel que lo llamó a la vida, que lo hizo sacerdote, que le confió el ministerio de hacerle presente de tantas maneras en medio de los hombres. Las muchas cualidades con que Dios le dotó, nos hacían albergar grandes esperanzas y proyectos para Pablo. La Facultad de San Dámaso de Madrid, con su arzobispo a la cabeza el Cardenal Rouco, a quien me tocó transmitir esta triste noticia, y tantos amigos, lloramos hoy su muerte. Pero el proyecto de Dios para Pablo se ha cumplido definitivamente. Le damos gracias a Dios por la vida de Pablo, por el gran regalo que ha supuesto para nosotros conocerle, disfrutar de su amistad, beneficiarnos de la eficacia de sus gestiones. Él continúa ayudándonos desde el proyecto cumplido que Dios tiene para él. Pablo está vivo y lo sentiremos así muy cerca de nosotros.

El Señor de la vida nos sale al encuentro para confortarnos en la esperanza de lo que en Pablo es ya una realidad definitiva, y un día llegará a serlo en cada uno de nosotros. “¿Crees esto? -Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo” (Jn 11,27). Sólo en Jesucristo se ilumina este misterio de la muerte, porque Él ha vencido la muerte resucitando y abriéndonos a todos la puerta de una vida que no acaba. La muerte de Pablo nos traerá gracias abundantes, que hoy no podemos ni siquiera sospechar, para la Facultad de San Dámaso y para tantas personas que se han beneficiado de su ministerio. Dios juega siempre a nuestro favor. Nos acogemos, Señor, a tu providencia, que nunca se equivoca. Amén.

+ Demetrio Fernández, obispo de Tarazona

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