Con su grito Écrasez l’Infâme! Voltaire resumió la pasión de su época: ese «Infame» al que había que aplastar no era otro que la Iglesia. Su lema fue la partida de bautismo de la izquierda y ha atravesado los siglos como cuchillo envainado en retórica, esperando el momento de volver a la sangre. Repetida como letanía por generaciones de revolucionarios, condensa tanto una cosmovisión como un programa de gobierno: no una rebelión contra los abusos del poder eclesiástico, sino contra los usos, es decir, una negación total de la religión católica como principio mismo de orden, verdad y sentido en la vida de los hombres.
Esa consigna se convirtió en el alma misma de un ideario que acabaría dando sus frutos letales en cada revolución desde 1789 hasta el presente. En España encontró en los años treinta del siglo XX un eco particularmente atroz. A partir de la proclamación de la Segunda República, pero sobre todo desde el fracasado intento de Estado liberal y la llegada del Frente Popular, lo que se había perfilado como una modernización institucional degeneró en un proceso revolucionario que tuvo como blanco primordial el catolicismo y sus fieles. No solo su influencia pública o su posición jurídica, sino su existencia misma.
Si estos hechos no son todavía universalmente conocidos es por esa peculiaridad de nuestra memoria histórica que señaló Antony Beevor: España y su guerra civil son un caso excepcional desde el punto de vista historiográfico porque, en contra de lo que siempre sucede, en nuestro país la historia la escribieron los perdedores. De ellos es el «relato» todavía vigente.
Siendo así las cosas, una vuelta honrada a la historia no podría sino ofrecer el efecto contrario al buscado por quienes desde el odio y la indigencia intelectual promovieron la ley de memoria histórica. Así sucede con la última obra de Gabriel Calvo Zarraute, 1936. Cruzada y no guerra civil. Zarraute, en efecto, recoge el guante y zambulléndose en datos expone de manera incontrovertible en una obra monumental, como suya, que el alzamiento de 1936 fue mucho menos un movimiento por el poder que una reacción ante una persecución que había alcanzado niveles nunca vistos desde los tiempos de Diocleciano.
Ni la Francia jacobina, ni la Rusia bolchevique, ni el México de Elías Calles mostraron en tan breve lapso un odio tan virulento como el que se desencadenó la España del Frente Popular.
Decir que la Iglesia fue perseguida durante la Guerra Civil es una obviedad, pero el peligro de lo obvio es que puede asumirse con cierta normalidad, sin escándalo. Hay que descender a los datos para caer en la cuenta del grado, la naturaleza y la intencionalidad de esa persecución. Según cifras prudentes, más de 6.800 religiosos fueron asesinados durante los primeros meses de la guerra, entre ellos 13 obispos, alrededor de 4.000 sacerdotes diocesanos, 2.000 frailes y más de 300 monjas. Y estas cifras no expresan aún la magnitud del horror. Comunidades religiosas enteras fueron ejecutadas en bloque, como los carmelitas de Toledo o los claretianos de Barbastro. Muchas de las religiosas fueron violadas antes de ser asesinadas. Junto a estas matanzas, más de 20.000 templos fueron destruidos, saqueados o profanados –la mitad de los existentes en toda España– mientras se perpetraba la quema sistemática de archivos, bibliotecas e imágenes sagradas o el robo de objetos litúrgicos de valor incalculable.
Mienten quienes califican esta persecución a la Iglesia de un daño colateral de violencia política, o de exceso puntual de las «masas incontroladas». Ese extraordinario terror desatado fue un proyecto no ya tolerado, sino alentado y a menudo organizado desde las instancias del poder llamado «republicano». La intención era borrar la fe católica del cuerpo social, y aniquilar a quienes la encarnaban. Atendiendo a la terminología exacta del derecho internacional, ese plan de acción ejecutado por el Frente Popular fue genocidio, y sin la menor duda: según la definición establecida en la Convención de las Naciones Unidas de 1948, se entiende por genocidio «cualquier acto perpetrado con intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo religioso, étnico o nacional». La aplicación al caso español resulta inapelable.
Calvo Zarraute devuelve el protagonismo a la dimensión religiosa del conflicto, sistemáticamente minimizada, si no obviada, en los relatos dominantes. En España se quemaron muchas más iglesias que bancos, más conventos que ayuntamientos, más imágenes sagradas que registros de propiedad. Entiéndaseme bien: en la España roja se podía morir por llevar corbata, claro está, pero llevar sotana era todavía más peligroso. La dimensión social existió, pero queda oscurecida ante ese impulso volteriano sintetizado en la frase que abre el artículo, y que a menudo sirvió de camuflaje a la agresión fundamental. El principal motor del Frente Popular fue el odio a la Iglesia, su voluntad de exterminarla.
En el momento del alzamiento, la República ya había sido suplantada por un régimen revolucionario que había abolido la legalidad y perseguía con saña todo lo que oliera a tradición, fe o jerarquía. El alzamiento no fue contra la República, sino contra su usurpación, y su respuesta tuvo como motivación principal la defensa de la fe católica. Esa evidencia empírica impone una inferencia lógica: si la agresión fue religiosa, la defensa también lo fue; si la Revolución fue una negación de la Iglesia, el Alzamiento armado ante esa agresión fue una afirmación de la Iglesia. En palabras de Donoso Cortés, toda cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión teológica.
Pero recordar ese estrechísimo y fundacional vínculo entre progresismo y anticatolicismo no ha de servirnos sólo para entender el pasado, tan tergiversado por el relato hegemónico. También arroja luz sobre nuestro presente. En nuestros días, la persecución ha cambiado de formas, no de fondo, y la división entre izquierdas y derechas, disfrazada de retórica social, responde a una división de otro orden mucho más relevante. La ideología de género, la eutanasia, la legalización del aborto, la disolución de la familia, la inversión del orden natural, la imposición de lenguajes artificiales, el relativismo moral, el nihilismo en todos los ámbitos, la criminalización de la fe católica en la vida pública… todo forma parte del mismo impulso destructor. El adversario es el mismo, aunque se disfrace con nuevos ropajes. Ya no grita «¡Muera Cristo Rey!», pero sí proclama «Mi cuerpo, mi elección», «El género es fluido» o «el hombre es el virus de Gea». Detrás de todas esas consignas late el viejo grito de Voltaire.
Quienes desde planteamientos de derecha rehúyen la defensa de la verdad revelada y callan cuando se atacan los fundamentos de la ley natural, deberían ser conscientes de que, en realidad, están luchando desde la trinchera de Voltaire. Lo vio claro Jaime Balmes cuando afirmó que «los conservadores conservan la Revolución».
Bienvenida sea la obra de Gabriel Calvo Zarraute. Recuperar el término «Cruzada» tiene todo el sentido; no es solo un acto de justicia hacia el pasado, sino una clarificación decisiva para el presente. Desde una perspectiva histórica, moral, y jurídica, debemos llamar «cruzada» a la guerra civil. Así lo entendieron los mártires, así lo entendieron sus verdugos y por tanto así lo debemos entender nosotros.