Dios, al abrirte de par en par las puertas del Convento, mostró su mejor sonrisa, de Padre honrado. Estabas radiante, también con una sonrisa que desbordaba tu rostro. Y, en esos pasos finales hacia la clausura, tu decisión, tu semblante enamorado, tu caminar firme con la frente bien alta, hacia el Señor, arrancaron de quienes te acompañamos un silencio colmado de gratitud. Sí, porque valemos, en buena medida, por nuestra capacidad para agradecer. ¿Y cómo no vamos a darle gracias a Dios ante otra virgen que lo elige como a su castísimo esposo? ¿Cómo no estallar de felicidad ante una joven que, junto a sus Hermanas del monasterio, todo el tiempo preparará el camino para recibir un sinfín de gracias del Señor, y postergar, una y otra vez, su merecido castigo hacia nosotros? ¿Cómo no estar exultante ante una adolescente -que hace tan solo un rato dejó de ser niña-, dispuesta no a dar algo, sino a darse toda a la Santísima Trinidad, y su Iglesia?
Sí, por supuesto, corrieron también algunas lágrimas por mis curtidas mejillas. Te conozco desde hace más de una década; cuando venías a misionar, junto a tus padres, hermanos, y otros amigos del apostolado a mis humildes parroquias de entonces, Sagrado Corazón de Jesús, y Santos Mártires Inocentes, de Cambaceres, Ensenada. Eras una pequeña, pero ya impactaban tu serenidad, tus modales suaves, tu sobrio y espontáneo testimonio de Jesús. No buscabas destacarte, y eso, también, te hacía diferente. Eras consciente de que Cristo siempre debe estar en el centro; y, por lo tanto, te asumías como servidora anhelante de entrar algún día en el reposo de su Señor (cf. Mt 25, 21).
Y fuiste creciendo, y compartimos junto a los tuyos numerosas misas, procesiones, espacios de formación y otros ámbitos misioneros. Y dueña de una pudorosa reserva sobre cómo ibas meditando sobre la elección de estado de vida, no dejaste sin embargo de alentar en nosotros múltiples esperanzas. Te veíamos con clara sed de heroísmo y santidad. Y has dado, entonces, un paso enorme en ese sentido. Viene ahora el largo camino de la maduración y la perseverancia. Y, por eso, me permito dejarte estas recomendaciones:
- Vivir sin vivir en ti. Que aquel célebre verso de Santa Teresa de Jesús guíe todos y cada uno de tus pasos. Estás llamada a vivir, del mejor modo, en el Amado. Y ello, lejos de quitarte libertad, te dará una plenitud que solo Él puede brindar. Entrégate por completo a Él. Y en tu corazón abierto, sin ningún ocultamiento y sin dejar heridas sin sanar, verás que Él te hace nueva cada día (cf. Ap 21, 5).
- Silencio y oración. En ellos encontrarás las llaves del Sagrado Corazón de Jesús. Jamás será mucho lo que puedas crecer en ese camino. Solo requiere de ti permanente humildad, calma en las arideces y temporales, y serenidad a la hora de disfrutar de los consuelos del Amado. Dios jamás se deja ganar en generosidad. Aquel que pronunció en el Silencio eterno su Palabra divina, se servirá de tu silencio para aportar algo de paz al mundo; que, tras las rejas de tu monasterio, se ahoga en los alaridos de todos los pecados.
- Obediencia y santidad. En la paciente escucha de tus Superioras y, en este tiempo, principalmente, de tu Maestra de Novicias, tendrás allanado el camino para crecer en la complacencia al único Rey y Señor de la Iglesia. No estás para cambiar las reglas, sino para someterte, por amor, a la Regla, que la Santa Madre Iglesia establece para tu Orden. Ella es el trampolín para tu cura diaria y, con la gracia del Señor, para llegar un día a la Patria definitiva.
- Celda y Cielo. Tu celda, precisamente, debe ser un anticipo más de la Eternidad. Allí te preparas para el «buen combate» (2 Tm 4, 7); que darás ahí mismo, en la capilla, en el refectorio, en la quinta, en la cocina, en el taller de ornamentos, y en la sala de comunidad. No es un repliegue la celda; es el comienzo del despliegue hacia la misión.
- Amor a la Madre y Hermanas. Tu Madre Priora está para, desde Cristo, protegerte, guiarte, fortalecerte, consolarte y ayudarte, con todos los medios que el Señor y su amadísima Iglesia ponen a su disposición. Busca siempre ser mejor hija. Y, desde allí, por lo tanto, mejor hermana de todas las monjas. Son una comunidad religiosa; llamada a más y más sacrificios por el Amado. Ciertamente, las diferencias de edad, de procedencia, de instrucción previa y de apostolados anteriores, son en algunas ocasiones auténticos desafíos. Más que nunca, en esa hora, crece en tu voluntad para ser pulida. Como dice el poeta: «El agua clara del río de la montaña no cantaría si las rocas, y las piedras y guijarros no impidiesen su pasar».
- - Reza y ofrece por los sacerdotes. Toda monja, en su hora, es sorteada como capellana de un sacerdote. A ella le toca, así, rezar y ofrecer sus alegrías y dolores; trabajos y esperanzas por dicho clérigo. ¡Solo Dios sabe cuánto hacen por nosotros! Lo he experimentado en más de una ocasión, en mis sufridas parroquias de entonces: en horas difíciles, de atardeceres llenos de sinsabores por la dureza de las almas; en momentos de experimentar la propia impotencia ante la mucha mies y los pocos trabajadores, sentía un servidor en su alma toda la fuerza de las plegarias y el ofrecimiento de la inolvidable Hermana Miriam de San José - ¡Dios la tenga en su gloria! -; como hoy lo experimento con la Hermana Teresa de Jesús. Sí, querida hija, aquel combate de la Clausura está más presente y operante que nunca en la avanzada misionera.
- Votos que se viven, y no se explican. Recuerda siempre las palabras del Señor: «No todos entienden este lenguaje, sino sólo aquellos a quienes se les ha concedido. En efecto, algunos no se casan, porque nacieron impotentes del seno de su madre; otros, porque fueron castrados por los hombres; y hay otros que decidieron no casarse a causa del Reino de los Cielos. ¡El que pueda entender, que entienda!» (Mt 19, 11-12). La castidad, la pobreza y la obediencia deben observarse con serenidad --aunque, ciertamente, con las pruebas que no faltan-, por amor al Amado. Y con la humildad necesaria para, llegado el momento, pedir ayuda y dejarse ayudar. Siempre habrá, más allá de las rejas, quienes puedan entender y los que no estén en condiciones ni quieran hacerlo. Tu rostro enamorado será el mejor testimonio ante unos y otros.
- - Única candidatura al Cielo. Hacia allí debes orientar siempre tu mirada y, en consecuencia, todos tus actos. En el servicio sacrificado de cada momento hallarás la mejor recompensa. ¿Es probable que, algún día, seas elegida para tareas de mayor responsabilidad en el Convento? Llegado el caso eso será una carga, y no un cargo. Será más cruz y más inmolación. Mientras tanto, aprende muy bien todos los oficios y tareas. Los mejores cocineros salen de quienes supieron arremangarse para pelar un montón de papas.
- Felicidad: llamado y obligación. La verdadera y definitiva felicidad está en el Cielo, cara a cara para siempre con el Amado. Aquí, en el destierro, solo tenemos fugaces momentos de felicidad. Que se abonan, también, desde las lágrimas y el sufrimiento. No tengas miedo a mostrar tu sed absoluta de ello. Hemos sido creados por el Amor y para el Amor. Y, como bien nos enseña San Agustín, nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Él.
- Firme en el coraje: Que tu catolicismo sea cada día más lúcido y valiente; fervoroso y militante; lleno de pasión y oblación por el Amado. En un bello Himno de la Liturgia de las Horas, cantamos: Y mientras su Iglesia grita mendigando algún consuelo, ya torna, ya resucita, ya su amor inunda el Cielo. Que el Resucitado te colme, pues, de esa fuerza que nace de lo Alto.
Quise escribirte estas líneas, en el día en que celebramos a la Virgen del Pilar; la célebre «Pilarica» que inspiró, sostuvo y llenó de celo apostólico a tantos hijos de nuestra amada Madre Patria, España, que nos trajeron a Jesucristo. Entre ellos, claro está, a tantas monjas que, en la España de esta orilla, fundaron monasterios, desde la mayor pobreza e intemperie. Tienes en ellas a tus predecesoras, que no se guardaron nada, en su entrega al Señor. De renuncia en renuncia, se colmaron del Bien absoluto. Y allí están; para inspirarte, también, en todas las circunstancias. Pídele, pues, a la Virgen, y a todos los santos de tu Orden, por todas tus Hermanas. Y, también, claro está, por ti. Que tu propio monasterio sea también océano de futuro para las nuevas carabelas, en la nueva misión. Y que, al repetir, cada día, el ¡Duc in altum! (Navega mar adentro) (Lc 5, 4), de Jesucristo, encuentres renovadas fuerzas para el viaje. Sin temor, por supuesto, a ninguna tempestad. Como nos enseña Santa Teresita del Niño Jesús: «Vivir de amor es, mientras Jesús duerme, permanecer en paz en medio de la mar aborrascada. No temas, oh Señor, que te despierte. ¡Espero en paz la orilla de los cielos!».
+ Pater Christian Viña
La Plata, Domingo 12 de Octubre de 2025.
Nuestra Señora del Pilar
Día de la Raza Iberoamericana. -