El humanismo de san Agustín es claramente incompatible con el humanismo científico
San Agustín en su escritorio Vittore Carpaccio

El humanismo de san Agustín es claramente incompatible con el humanismo científico

El propio Benedicto XVI, que consagró su tesis doctoral a san Agustín, y a quien consideraba como «el padre más grande de la Iglesia latina», afirmará que la atención del santo «por la vida espiritual, por el misterio del yo, por el misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre como una cumbre espiritual».

En una carta dirigida a su hermano Mijaíl, Dostoievski le menciona que, para él, «el hombre es un enigma (…), este misterio debe ser resuelto, y si dedicas toda tu vida a él, no digas que has desperdiciado tu tiempo; yo me ocupo de este enigma, porque deseo ser un hombre». Es justamente ese deseo por ser un hombre y comprender a sus congéneres, lo que llevará al escritor ruso a analizar la conducta humana y todo lo que ella representa, amenazada entonces por el racionalismo y el nihilismo.

Quince siglos antes, en las Confesiones, san Agustín se plantea en dos ocasiones la pregunta del hombre por el hombre. La primera de ellas, en el libro IV, en el contexto de la pérdida de un amigo innominado, el de Hipona se siente desolado: «me había hecho a mí mismo un gran lio y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme». «Me había vuelto una gran pregunta para mí mismo». La segunda ocasión se encuentra en el libro X, en el recorrido que el santo emprende de los «anchos campos y senos de la memoria» que corresponde a la indagación que el hombre interior hace de sí mismo y que lo conduce a preguntar por su hacedor, encontrando que esta búsqueda debe empezar por su propio ser: « Y tú, Señor Dios mío, escucha, mira y ve, y compadécete y sáname: tú, en cuyos ojos estoy hecho un enigma, y esa es mi enfermedad». O bien, «tú (…) ante cuyos ojos me he vuelto una pregunta para mí».

El propio Benedicto XVI, que consagró su tesis doctoral a san Agustín, y a quien consideraba como «el padre más grande de la Iglesia latina», afirmará que la atención del santo «por la vida espiritual, por el misterio del yo, por el misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre como una cumbre espiritual».

La conversión del deseo

En mi último libro, «Un enigma para mí mismo. El hombre y Dios en el pensamiento agustiniano», editado por Comares, se desarrollan las dos notas estructurales de la antropología agustiniana (la inquietud y el deseo), en diálogo (como si de un atrio de los gentiles se tratase) con algunos filósofos contemporáneos que encuentran una deuda fundamental en la elaboración de la antropología existencial de san Agustín. Aunque se mencionen otros muchos pensadores, como el filósofo francés Maurice Blondel, Jean-Yves Lacoste, Edmund Husserl o la influencia agustiniana en el pensamiento kantiano, el estudio centra su atención en la importancia de san Agustín en Martin Heidegger, Xavier Zubiri, María Zambrano y Michel Henry.

El proyecto ético agustiniano consiste en unaconversión del deseo, para que tienda a los bienes perdurables y no a los mudables, insustanciales y perecederos. El deseo sabe de sí mismo sólo de una manera confusa y busca descanso en donde puede encontrarlo: «no está el descanso donde lo buscas. Busca lo que buscas, pero sabe que no está donde lo buscas. Buscas la vida en la región de la muerte (regio mortis): no está allí»(Conf. IV, 12, 129).

Esta condición de permanente peregrinatio llevó a Agustín a señalar que todo deseo concreto (appetitus) descansa sobre una condición más originaria que él y cuyo desenlace debe concebirse como eminentemente escatológico, la inquietudo cordis: «fecisti nos ad te, et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te» (Conf. I, 1, 1). Esta inquietudo se configura como una experiencia de dependencia y de precariedad, siendo el ser humano un ser abierto que debe «probar» (ut nos probemus) cuál es la voluntad del Bien perfecto.

Hay un deseo natural de ver a Dios, un deseo natural innato de un fin sobrenatural, desproporcionado en relación a nuestra naturaleza. Deseo que solo un don puede colmar, pero que ya en sí mismo es un don: «el don de la anticipación del don», decía Henri de Lubac. Éste es el sentido profundo de la célebre exclamación de san Agustín al comienzo de las Confesiones.

Antropología realista

Agustín comienza su investigación antropológica con un punto de vista racionalista que rechaza el recurso a la fe y buscaba la certeza matemática, pero descubre que esta ordenación no explica la totalidad del hombre, refugiándose en el escepticismo. Después, su filosofía se convierte en una superación del escepticismo, en una antropología fundamental, que quiere ser una soteriología. La fórmula inicial «Dios y el alma» presenta las dos dimensiones esenciales del hombre: inmanencia psicológica y trascendencia metafísica.

Agustín define al ser humano como un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal y terreno. Para él el cuerpo es un mero instrumento al servicio del alma, hecha a imagen y semejanza de Dios. Se muestra aquí un alejamiento evidente respecto de la concepción aristotélica-tomista, para la cual el ser humano es una indisoluble y sustancial unidad entre dos coprincipios: el corpóreo y el espiritual, y que entiende que todo ser humano es un cuerpo espiritualizado

Sin embargo, la invocación al oído, a la vista y al gusto que el santo realiza deja entrever cierta semilla de una antropología realista: «brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y me abrasé en tu paz».

Esta antropología realista también se manifiesta en parte cuando Agustín se refiere al tema del conocimiento. Para nuestro autor, el cuerpo, al unirse al alma recibe de ella la vida, pues el alma necesita de la materia para conocer y sentir las realidades sensibles.

Finalmente, gracias a la escucha atenta de las palabras de san Ambrosio, pudo al fin abandonar el materialismo, comprendiendo que las cosas materiales son gobernadas y dirigidas por las espirituales.

Agustín rompió entonces con los maniqueos y se acercó a la Iglesia. Tras su conversión, después de atravesar un periodo de crisis, dejó de aspirar a ser un gran sabio. Descubrió que la paz y la felicidad radican en la apertura a la trascendencia; en particular, en la relación con el Ser infinito y Eterno: Dios. «Más tú, Señor, te mostraste bueno y misericordioso, poniendo los ojos en la profundidad de mi muerte y agotando con tu diestra el abismo de corrupción del fondo de mi alma. Todo ello consistía en no querer lo que yo quería y en querer lo que tú querías».

El giro teológico

Puede observarse así un antes y un después en la disposición intelectual de san Agustín. Este cambio se producirá cuando pasa de la filosofía a la teología, un giro teológico o una teologización de la filosofía griega que significará dos cosas: en primer lugar, una retractación, una revisión de todo lo que puede hacer la filosofía por el hombre, pero no su negación, ni tampoco su reducción a una función puramente instrumental (de «ancilla theologiae»); y, en segundo lugar, el giro teológico, más que sobre los contenidos de la cosmovisión agustiniana incide sobre su valoración. Los contenidos permanecen sustancialmente inalterados después del giro. Pero, mientras que antes su verdad, tal como era por los filósofos, se consideraba capaz de producir la salvación, después del giro su horizonte veritativo se restringe y su poder salvífico es nulo. Para el joven Agustín, la filosofía platónica representaba la verdad, para el obispo de Hipona se convierte en una gramática conceptual para dar mayor expresión a la «verdadera filosofía», la filosofía de Cristo, única fuente de verdad. Mientras que antes del giro, san Agustín, como los filósofos griegos, asignaba el primado al intellectus, a la sapientia, a la veritas, después del giro transfiere el primado a la voluntas, al amor, a la caritas.

Para alcanzar la verdad, Agustín se abre un camino propio, el camino de la interioridad o de la introspección, que consiste en buscar la verdad dentro de uno mismo, recorriendo el camino del alma. A este método interiorístico-trascendental, el filósofo africano no renunciará, ni siquiera después del giro teológico, incluso se servirá de él para comprender mejor los misterios de la fe cristiana. El método agustiniano no es un método deductivo sino introspectivo, interiorístico, lo que significa que el misterio no es tratado como una realidad en sí sino como una realidad que toca profundamente a la propia persona. Agustín trata así de realizar el programa noverim me, noverim te. Estudiándose a la luz del misterio, se comprende mejor a sí mismo, y viceversa, viendo el misterio en el espejo de sí mismo, entiende algo más del misterio, aun cuando se trata siempre de una visión «especular», que es mucho más imperfecta que una visión directa.

Libertad y humanismo integrador

Asociada a la antropología está la libertad. Según Berdiáiev (comentando la obra de Dostoievski), el Gran Inquisidor recrimina a Cristo por haber impuesto a los humanos, sin compadecerse de ellos, la carga de la libertad. El problema del inquisidor, defensor del determinismo, es el problema del peso de la libertad otorgada a los hombres. El hombre no puede ser feliz mientras sea libre, porque fue creado rebelde; rechaza someterse a Dios cuando aparece como lo totalmente otro. El problema es que la libertad sobrepasa al hombre, y por esta razón el hombre es desgraciado. Dios confió demasiado en el hombre.

Para el filósofo africano, sin embargo, el verdadero sentido de la libertad consiste en la disposición de uno mismo para encontrarse con la verdad y orientarse hacia su propio fin. La verdadera libertad, que para san Agustín es una libertad participada (puesto que es Dios mismo el que participa a sus criaturas de su libertad), sólo se alcanza a través de una vida ética, y ésta impulsa al hombre a su fin que es Dios. Se tratará de una libertad ontológica y, por tanto, inherente a la persona; ninguna circunstancia puede arrebatársela puesto que consiste en una libertad fundamental. Esta libertad no se conquista mediante la lucha, porque no se tiene libertad, sino que el ser humano es un ser libre, de un modo originario. Se podrá al hombre despojar de su libertad exterior, coartando la misma en algún aspecto de su vida, pero nunca se le podrá quitar la libertad interior.

Por otro lado, el humanismo de san Agustín es un humanismo esperanzado. La razón más sólida de su esperanza, por la que no cae en la desesperación, a pesar de sus muchas y grandes flaquezas, es que Dios se ha «hecho carne» y «acampado entre nosotros». Si Dios no se hubiera hecho carne, tendríamos motivos para darnos por perdidos, desperare de nobis.

Si alguien se pregunta si sería capaz de mantener san Agustín su humanismo en el siglo XXI, en la era de la ciencia y de la técnica, en el advenimiento frenético del transhumanismo, se debe concluir sosteniendo que el humanismo de Agustín es claramente incompatible con el humanismo científico que hoy se impone arrolladoramente a partir del avance de las ciencias naturales y de las ciencias técnicas, empíricas y positivas, en la era de la tecnociencia, la biotecnología y el posthumanismo. Una interpretación tecno-científica del hombre lo priva de un aspecto esencial de su identidad: la conciencia de su propia libertad, sin la cual pierde sentido la moralidad, todo proyecto de vida, la responsabilidad o la dignidad de la persona.Un humanismo actual debe integrar la ciencia y la libertad, es decir, una perspectiva, abierta a las ciencias positivas (la razón instrumental), y a una interioridad objetiva que haga posible el acceso al valor absoluto de las personas y a Dios. Se necesita un «humanismo integrador», fundado en la dimensión exterior o corpórea e interior o espiritual de las personas, y que remite a Dios creador como fundamento y fin último del hombre. El humanismo de las Confesiones de Agustín estaría en la actualidad en sintonía con ese «humanismo integrador».

Autoconocimiento del alma

El alma humana, juntamente con Dios, es el tema principal de la filosofía del santo: «A Dios y al alma deseo conocer. ¿Nada más? Nada más» (Sol. I, 2, 7). Noverim me, noverim te, que me conozca a mí y te conozca a ti. La noción de Dios en Agustín es una noción eminentemente relacional, no objetiva y siempre en movimiento; es un Dios que «acontece» en la existencia de manera no programable y liberadora. Es una realidad abierta a la libertad, es promesa y llamada, y no un objeto estático de culto con anquilosamientos de entidad mundana. Para san Agustín, Dios no es un objeto más del mundo, sino siempre una realidad relacional que trasciende toda posibilidad de representación y de mundanización, lo que queda demostrado no sólo a partir de la descripción de la inquietud, como una situación humana que no puede encontrar satisfacción nunca como ningún objeto que tenga alguna traza de mundo, sino también explícitamente a partir de la fenomenología de la religión que el propio Agustín elabora en muchos lugares.

La doctrina del alma que enseña Agustín la obtuvo de su propia alma. El alma se autoconoce. A partir del autoconocimiento, de las experiencias vividas por los hombres, de los principios de la argumentación, de las disputas de las herejías de la época y del apoyo en Platón y Plotino, adquiere un enorme caudal de saber sobre sí mismo. Junto a esta enseñanza está, en segundo lugar, el testimonio de su vida. El conocimiento de la propia intimidad se traduce a las acciones, no es independiente de la vida práctica: ser verdaderamente lo que uno es implica vivir en coherencia con eso. San Agustín enseña y realiza en su propio ser la aventura de la interiorización, de entrar dentro, encontrarse allí consigo mismo y trascender hasta Dios: una senda interior de reditio, conversio y ascensio. Un medio tengo para subir a Dios, dice el santo: el alma. Por ella subiré. Según Santo Tomás de Aquino, «el alma humana tiene noticia existencial de sí misma de una manera inmediata» (Sum. Teol., I, q. 93, a. 7, ad 4.), siempre tiene noticia de sí misma, puesto que de una manera constante está presente a sí misma por sí misma.

Felicidad y destino del hombre

Se impone una ulterior reflexión: para san Agustín, buscar a Dios y buscar la felicidad se identifican, y la inquietud por la felicidad devendrá finalmente en la búsqueda del rostro de Aquel que me ha amado primero, en la pasión por abrazar a Aquel que es mi dicha y mi felicidad. No obstante, este rostro no será un rostro indiferenciado, sino el rostro del Dios uno y trino, revelado en Jesús, el Cristo, por cuya mediación redentora se ilumina el misterio de lo humano y nos alcanza la bienaventuranza. El eudemonismo de Agustín adquiere desde el principio rasgos eminentemente teocéntricos y trinitarios.

La felicidad está vinculada a la inmortalidad y a la resurrección del cuerpo: sin victoria sobre la muerte no hay lugar para la felicidad, sin inmortalidad de todo lo que es mi vida y mi «yo», de lo que llamaríamos «corporeidad», no hay felicidad. Sólo la inmortalidad en la vida divina, la eterna fruición de Dios responde a las inquietudes más profundas del ser humano. Sólo entonces, el ser humano, ciudadano de la «Ciudad de Dios», vivirá la prometida felicidad plena, libre de todo temor, la felicidad que nada ni nadie le podrá arrebatar. El misterio de la felicidad deviene, entonces, en una cuestión teológica, entrañablemente humana y divina. Por tanto, sólo la «vida beata», la «beatitudo», ha de responder a la vocación y dignidad del hombre, lo que le impedirá «conformarse con poco» o poner su esperanza en lo vano y caduco. Por eso, la beatitud no sólo se identifica con la posesión fruitiva del Sumo Bien, sino que se identifica con éste. Dios es el dador de la felicidad, no sólo porque Dios mismo es «beatus», sino porque él mismo es la felicidad.

El destino del hombre es la Trinidad, la Eternidad. Creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre no está llamado a vivir «de» sí mismo ni «desde sí mismo», sino «de» Dios y «desde» Dios. Su vocación es divina, y por eso no ha de vivir «secundum hominem», sino «secundum Deum» si quiere realmente ser feliz.

De esta forma, la vida feliz a la que apunta san Agustín desborda el horizonte del eudemonismo clásico; sólo desde la fe en el Dios uno y trino, se resuelve el misterio de la felicidad. Desde la fe, Agustín se hace eco de la radical novedad que el Evangelio aporta al eudemonismo. La Encarnación abre un horizonte de esperanza al hombre y se constituye en aval y garantía de felicidad plena y eterna. Ahora bien, la esperanza sin amor se marchita. En el Espíritu, el gozo de la vida divina nos alcanza. Amados, devenimos amantes, y al amar no sólo amamos al amor, sino que amamos en el Amor que es Dios. Ser amado y amar constituyen la experiencia de la felicidad.

«Me he convertido en un enigma para mí mismo» (mihi quaestio factus sum). Conocer la antropología de san Agustín es algo fundamental en los estudios filosóficos y teológicos, así como comprender su influencia en la historia del pensamiento, de la espiritualidad y en la mística. Este libro ofrece un poco de todo esto.

 

Roberto Esteban Duque

 

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1 comentario

Néstor
Me parece que sería mejor decir "humanismo cientificista", ya que el materialismo no tiene nada de "científico".

Es cierto que para Santo Tomás el alma conoce por sí misma su propia existencia, pero no su esencia o naturaleza, para lo cual debe recurrir a la reflexión filosófica basada en conceptos abstraídos de lo sensible.

Saludos cordiales.
29/05/25 6:08 PM

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