Dios nos deja en su Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6), la Madre amorosa en la que podemos darle gloria, santificarnos, y llegar un día al Cielo. En ella encontramos la plenitud de las verdades reveladas, y todos los medios para la salvación. Por eso, jamás será mucha nuestra gratitud al Señor. Y, desde Él, a todos los sacerdotes que, en su Providencia, puso en nuestra marcha.
En cada vocación sacerdotal hay uno o varios sacerdotes que la marcaron. En el caso de un servidor, en mi primerísima infancia, el inolvidable padre Domingo Cuasante; junto a otros Padres Bayoneses, en mi querido Colegio Sagrado Corazón de Jesús, de Rosario. Y, como adulto, antes de ingresar al Seminario, San Juan Pablo II, el Cardenal Antonio Quarracino (de feliz memoria), Monseñor Héctor Aguer, Monseñor Roque Puyelli; el padre Alfredo Sáenz y el padre Horacio Bojorge, entre otros, contribuyeron a que aquel llamado inicial de la niñez tuviera su respuesta definitiva. A estos queridos pastores me referí en más de una ocasión. Hoy quiero acordarme, especialmente, del padre Ignacio Aparicio; con quienes compartimos, en canal 5 de Rosario, entre 1986 y 1989.
Yo, por entonces, veinteañero, estaba muy lejos de Dios y mucho más lejos de la Iglesia. En aquella rebeldía adolescente, pensaba que no necesitaba del Señor, ni aun menos de sus exigencias. La vida, como suele decirse, “me sonreía”. Desde una perspectiva materialista, tenía todo lo que el mundo valora: juventud, cierta pinta, popularidad, buenos ingresos, noche, diversiones; más cabello, y menos kilos… La televisión, además, todo lo potenciaba. Y si bien nunca me creí un “galancito”, hacía alarde del atractivo envoltorio. Y aunque “harto de todo, y lleno de nada” (como rezamos en la Liturgia de las Horas), pensaba que el desenfreno era el trampolín a la felicidad. Ya llegaría, también para mí, el propio Damasco (cf. Hch 9, 3-4). Como a San Pablo, la gracia de Dios, manifestada con el fuerte golpe del rostro contra la tierra, volvería a colocar en su lugar corazón y mente.
Por entonces, pues, el padre Aparicio, no era para mí un sacerdote a quien valorar como tal; sino tan solo un compañero de trabajo, para seguir haciendo carrera. Me parecía valioso su “Demos una mano”; espacio para juntar donaciones, desde la pantalla chica, para distintas emergencias sociales. Pero, más que nada, veía en ello rating mucho antes que caridad. Y con la altanería propia de aquellos días buscaba ser yo mismo el protagonista.
Con paciencia admirable, el recordado cura se las ingeniaba para que yo mismo le diera una mano; y disponer, así, de cámaras y equipos. Y, al mismo tiempo, con su silencio me invitaba, con discreción, a elegir el camino de la sencillez. Lo respetaba, sí; pero no le hacía caso.
Tenía siempre para conmigo palabras cálidas, incluso frente a mi fanfarronería. Y cuando, por casualidad, salían en la conversación mis años de colegio, no ahorraba palabras de gratitud para los beneméritos religiosos, que me formaron.
Poco a poco fui conociendo sus diversos destinos pastorales. Y cómo en todos ellos fue un padre claro, coherente y, por lo tanto, cercano. Y cómo pudo complementar su labor parroquial, con su participación en los medios, para evangelizar. Supe, también, cómo en los setenta, años de plomo en Argentina, por la embestida guerrillera, fue capaz de permanecer fiel a la Iglesia y en la obediencia al entonces arzobispo de Rosario, Monseñor Guillermo Bolatti. Lo suyo era servir al Evangelio; no caer en la trampa de los poderosos.
Mi partida a Buenos Aires, en 1989, con el mero fin de progresar en el periodismo, y ganar más plata, hizo que le perdiera el rastro. Ya como sacerdote, en encuentros con sacerdotes del clero rosarino, me ha tocado evocar su nombre en repetidas ocasiones. He tenido, entonces, oportunidad de acceder a facetas por mí desconocidas de su obra. Me conmovió, especialmente, lo que me dijo uno de ellos: “Poco antes de morirse –enfatizó-, el padre Aparicio nos sentó a jóvenes curas frente a sí. Y, sin perder su característico buen humor, nos dio instrucciones precisas sobre cómo disponer de sus escasísimos bienes personales. Él mismo concluyó sus días en una residencia para ancianos, a cargo de religiosas… En esa charla final, nos dejó una lección de oro: los curas estamos para servir a la Iglesia, y no para servirnos de ella. Y, con una serie de anécdotas, nos ilustró sobre cómo le hicieron sufrir algunos que se creían ‘salvadores’, olvidándose de que el único Salvador es Cristo. Por eso nos exhortó a que tengamos siempre la humildad de reconocernos limitados, y dejarnos sanar por el Señor”.
Hoy, en la memoria de Santo Domingo de Guzmán, apasionado por la Verdad, fundador de la Orden de los Predicadores, y apóstol del Santo Rosario, ofreceré el Santo Sacrificio de la Misa por su eterno descanso. Y le daré gracias al Señor porque, en los últimos años de su vida, coronó su Sacerdocio con una intensa misión, por toda la arquidiócesis, con la imagen de la Virgen del Rosario. Que la Santísima Trinidad lo recompense por haber predicado el Evangelio, sin ideología. Y habernos enseñado, con su propia humildad, que aun con todas nuestras limitaciones, desde las manos de Dios, siempre podemos tender una mano al prójimo.
P. Christian Viña
La Plata, viernes 8 de agosto de 2025.
Santo Domingo de Guzmán, presbítero.