Belleza y elección de María

El mismo Dios se sorprende ante aquel derroche de esplendor que, como don divino, brilla hasta la fascinación «en tan graciosa belleza». Una belleza absoluta, una gracia reservada única y exclusivamente para la que iba a ser su Madre. La divina inmensidad que ocupa todos los espacios del cielo y de la tierra «sin que haya nada que a su ardor escape» (Sal 19,7) centrará su estancia en el seno de María.

Entre las aclamaciones tradicionales en honor de la Stma. Virgen, la invocación  «Bendita sea tu pureza» es una de las oraciones más entrañables de la devoción mariana. Comienza enalteciendo la pureza de la Virgen, para terminar con una súplica, implorando su permanente protección maternal con el «no me dejes Madre mía».

En la primera estrofa, se canta la esplendorosa belleza de la Virgen: «Bendita sea tu pureza». Pues bien, se dice que una cosa es químicamente pura cuando no tiene mezclas extrañas, y carece de toda contaminación. En su relación con Cristo, María, por un privilegio de amor filial, como Madre de Dios, será absolutamente pura, estableciéndose una diferencia abismal entre su belleza y la de las demás criaturas; entre su preservación privilegiada y nuestra posterior purificación por los sacramentos.

Pero en ambos casos, la purificación y la santidad tienen el mismo objeto y proceden de la misma fuente: «Todo aquello que está limpio y libre de toda turbia afección –afirma S. Gregorio– tiene por objeto al autor y príncipe de la redención que es Cristo; él es la fuente pura e incorrupta, de manera que el que bebe y recibe de él sus impulsos y afectos internos ofrece una semejanza con su principio y origen, como la que tiene el agua nítida del ánfora con la fuente de la que procede».

Como principio y fuente de toda belleza en su estado más puro, Cristo transmite a su santa Madre la hermosura que adorna su pureza. Al expresar el deseo de que esta alabanza remonte la temporalidad para que su pureza sea por siempre alabada «y eternamente lo sea», situamos a María en el umbral del pensamiento de Dios, en el momento preciso en que el Creador concibe la obra más bella de la creación. Por eso la Iglesia, declara a María elegida y predestinada «desde la eternidad» (Prov 8,23) y «preparada –desde siempre– por el Altísimo para él mismo» (S. Bernardo).

En los versos de la plegaria que comentamos, sorprendemos al mismo Dios admirando la perfección de su obra «pues todo un Dios se recrea». Como el artista que se impresiona a sí mismo ante el producto de su propia genialidad y trata de apreciar desde distintas perspectivas su obra, y contempla desde los primeros y segundos planos, el punto de fuga, las luces y las sombras; así Dios se recrea en aquel arquetipo de sublime belleza, obra de su propia genialidad divina.

La actitud estética de Dios contemplando el resultado de su acción creativa, no es ninguna novedad. Ya al principio del pentateuco donde se nos narra la creación del mundo, encontramos a Dios apreciando la obra que acaba de salir de sus manos: y «vió Dios ser bueno» (Gén 1,7). Esta valoración traducida en la Versión de los Setenta por kalós (vió Dios ser bello), queda acrecentada en el momento de la creación del hombre, cuando Dios «vio ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1,31).

Pero todavía había un margen para llegar al límite de la perfección: el espacio de belleza insuperable, reservado para la mujer predestinada a ser, no solo la Madre de Dios, sino a adquirir una sobredimensión (inalcanzable para los demás mortales), como digna Madre de Dios. Al diseñar este proyecto, el sentido estético de lo sublime alcanza su más alta cota de dignidad.

El mismo Dios se sorprende ante aquel derroche de esplendor que, como don divino, brilla hasta la fascinación «en tan graciosa belleza». Una belleza absoluta, una gracia reservada única y exclusivamente para la que iba a ser su Madre. La divina inmensidad que ocupa todos los espacios del cielo y de la tierra «sin que haya nada que a su ardor escape» (Sal 19,7) centrará su estancia en el seno de María.

El Edén que Dios trazó para nuestros primeros padres, quedaría superado por el proyecto que diseñó para sí mismo. Este paraíso colmado de belleza, de gracia y de santidad, llevaría el nombre de María con vistas al futuro Redentor: ella sería la corredentora, la Santa Madre de Dios.

La figura de María presentada como edén paradisíaco está tomada, según Congar, de la tradición patrística que la presenta como el paraíso en el que Dios es gozosamente recibido, el huerto cerrado en donde se realizan los desposorios de Dios con la humanidad. Y esta categoría estética convierte el futuro de la historia de la salvación en transparencia de aquella divinidad que, por el misterio de la encarnación, se hará  carne humana en las purísimas entrañas de María.

Al celebrar la fiesta de la Asunción de la Stma. Virgen, decía Benedicto XVI, «contemplamos lo que estamos llamados a alcanzar  en el seguimiento de Cristo Señor y en la obediencia a su palabra, al final de nuestro camino en la tierra». Ella que recompone el designio inicial de Dios para con el hombre, nos hace evocar la primera página de la historia humana y nuestro destino salvífico en el más allá de la historia.

Por otra parte, la predilección selectiva de María, no se ha de confundir con el agravio comparativo de las preferencias humanas. En los frutos de esta elección, todos estamos incluidos, porque el esplendor de los privilegios marianos crea una expectativa de futuro para todos los creyentes. Y en esta perspectiva de presente y futuro escatológico, la figura de la Madre de Dios se convierte en el modelo y primicia del proceso de nuestra predestinación a ser, según enunciado de S. Pablo, conformes con la imagen de Cristo.

 

Jesús Casás Otero, sacerdote

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1 comentario

miryan
me gustó mucho tu artículo, la reflexión sobre la madre de Dios que supera toda imaginación, le agradezco por hacernos comprender la grandeza de nuestra madre hecha por y para nuestro Dios.-
16/08/10 11:22 PM

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