Una resaca de dos mil años

No, no podemos cerrar los ojos y decir que el mundo está muy mal. Al menos, no podemos hacerlo los que participamos de la cena. Si lo hacemos, no hemos aprovechado bien lo comido, o no vivimos la resaca como Dios manda. Los obispos españoles nos invitan a «tomar conciencia no sólo de la responsabilidad de la comunicación cristiana de bienes, sino también de la necesidad de la conversión personal y comunitaria, de la revisión de las motivaciones y estilos que rigen en nuestras instituciones».

Las grandes cenas traen consigo consecuencias. A veces el cuerpo no queda para muchos trotes. Sobre todo si se ha bebido mucho, pues viene la inevitable resaca. Y una cena, nada más y nada menos, es lo que celebramos, recordamos, repetimos y actualizamos los cristianos cada vez que nos reunimos en la eucaristía. Menuda resaca de dos mil años ésta que nos ha quedado… Sobre el papel –y sobre la pantalla– dejo tres pensamientos en torno a la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, que celebramos los católicos con gozo festivo y de forma pública.

Creemos en esa cena

Precisamente este año la liturgia católica presenta en el evangelio de la fiesta del Corpus Christi el relato de la última cena de Jesús con los apóstoles. En un trozo de pan y un poco de vino condensa el pasado, el presente y el futuro. En primer lugar, recapitula todos los sacrificios anteriores, todos los esfuerzos humanos por complacer a Dios y todo el caminar del pueblo elegido, para superarlos.

En segundo lugar, fija nuestra atención en lo que está sucediendo de verdad, aunque los ojos de los discípulos –nuestros ojos– estén mirando otras cosas más superficiales. Y es que lo que está sucediendo es la Pascua, su entrega en la cruz, el sacrificio definitivo. Cena y sacrificio, no podemos olvidarlo, no podemos desligarlos. No es una cena más, tiene valor salvífico porque hace sacramento una muerte redentora. No es un sacrificio más, tiene valor salvífico porque hace banquete una sangre derramada. Sólo esta Sangre nos puede llevar a Dios. Este Cuerpo es su presencia viva entre nosotros.

Y en tercer lugar, esta cena anticipa un banquete eterno, las bodas del Cordero, la unión de Dios con toda la humanidad. Y será el fin de toda nostalgia y el fin de todo sacramento. Claro, por eso creemos en esa cena… nunca una cena fue motivo de tanta esperanza.

Celebramos esa cena

Celebramos, nos gozamos, exultamos y aclamamos, cantamos y danzamos. Y si no es así… ¡deberíamos hacerlo! Un tiempo y un lugar que dedicamos a Dios, que vivimos en comunidad, y que tantas veces cronometramos de forma cicatera, pastores y el resto de fieles, escatimando minutos al culto del Dios vivo, a nuestro encuentro con quien nos da la Vida verdadera. Sin entrar en detalles, pienso en dos aspectos concretos de nuestra vivencia de la celebración.

Adoración. Ésta es la actitud. ¿Somos conscientes de ello? Adoración, porque es presencia viva del Señor. Aunque duden los sentidos y el entendimiento. Si ésta es la actitud, que cada cual revise su forma de estar, su postura, el ardor de su corazón. Sí, porque esto es lo que nos provoca esta cena: ardor del corazón, no del estómago. Las tripas ceden el paso al hombre entero en una comida que nos une a Dios. ¿De rodillas? ¿De pie? Lo que la vivencia nos pida, a lo que la fe nos mueva. Que sea expresión de nuestra conciencia de una presencia.

Comunión. Hace poco tuve la curiosa experiencia de estar en una cena festiva en la que no probé bocado… porque ya venía de una abundante comida. Los anfitriones y demás comensales me miraban con extrañeza, y tuve que explicar una y mil veces la razón de mi ayuno forzado. Claro, no es normal sentarse a la mesa y no comer. ¡Y cuántas veces lo hacemos en esta actualización de la cena-sacrificio de Jesús! Vamos saciados de tantas cosas, o no tomamos en serio la invitación que el mismo Dios nos hace. O, por el contrario, acudimos a comulgar sin estar reconciliados, sin vivir –o al menos intentarlo– lo que celebramos, a quien nos comemos.

Vivimos esa cena

Sí. La vivimos. El resto del tiempo también, cuando salimos del templo tras haber celebrado la cena. Somos el pueblo de la eucaristía, los comensales de Cristo, los testigos que han visto al Señor Resucitado, han comido y bebido con él –y de él– y, saciados de una fuente de Vida inagotable, salen al mundo para hacer realidad esa comunión. No podemos cerrar los ojos ante una sociedad inhumana y cruel en la que millones de personas viven el drama del desempleo y la necesidad material mientras que millones de euros viajan vía electrónica entre clubes de fútbol-mafias que quieren saciar nuestros anhelos y deseos. Y esto mirando sólo a nuestro país. Que si miramos fuera… bien sabemos cómo están las cosas.

No, no podemos cerrar los ojos y decir que el mundo está muy mal. Al menos, no podemos hacerlo los que participamos de la cena. Si lo hacemos, no hemos aprovechado bien lo comido, o no vivimos la resaca como Dios manda. Los obispos españoles nos invitan a “tomar conciencia no sólo de la responsabilidad de la comunicación cristiana de bienes, sino también de la necesidad de la conversión personal y comunitaria, de la revisión de las motivaciones  y estilos que rigen en nuestras instituciones”.

Para que luego digan. Los obispos… ¡los obispos! Sí, los sucesores de los apóstoles. En lugar de hablarnos de la “recta doctrina” de la eucaristía como memorial de la Pasión de Cristo, de la transubstanciación y de los demás dogmas relativos al Corpus Christi, nos vienen en este día con valores y rollos sociales. ¿Qué pasa? Nada de rollos, ni de valores sin más. Es cristianismo. Son los pobres, casi siempre olvidados. Es obediencia al mandato del Señor: “haced esto en conmemoración mía”. Donde “esto” es un sacramento del lavatorio de los pies, de la entrega en la cruz, del amor hasta el límite.

A modo de epílogo

Que el lector no se crea que esto es la homilía del Corpus de este año. De algo de esto hablaré, por supuesto. Son comentarios que he querido dejar por escrito. La homilía, necesariamente, tendrá que ser más breve, cuando hay que celebrar la eucaristía en varios pueblos. Mientras sirva para recalcar lo que se hace presente sobre el altar y lo que sacamos a pasear en procesión dentro de la custodia, me doy por satisfecho. ¡Que aproveche la cena!

Luis Santamaría, sacerdote

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3 comentarios

Luis Fernando
Luis, dices:
En lugar de hablarnos de la “recta doctrina” de la eucaristía como memorial de la Pasión de Cristo, de la transubstanciación y de los demás dogmas relativos al Corpus Christi, nos vienen en este día con valores y rollos sociales. ¿Qué pasa? Nada de rollos, ni de valores sin más. Es cristianismo.


Y digo yo, ¿lo uno quita lo otro? ¿por qué esa puñetera manía de separar la sana doctrina de la sana praxis, como si no se pudiera predicar y hablar de ambas con total naturalidad en una misma homilía?
13/06/09 12:01 PM
Luis Santamaría
Claro que no quita una cosa la otra. Por supuesto que no. Ortodoxia y ortopraxis van unidas. Me refiero a que los obispos, en ese mensaje, van directamente a las implicaciones vitales de eso que creemos y celebramos. Y es lo que me interesa resaltar en la tercera parte del artículo, porque es ciertamente un déficit en muchos de nosotros.
13/06/09 4:50 PM
Luis López
La Santa Misa no sólo es un sacrificio de acción de gracias, sino un Sacrificio Propiciatorio (realizado incruentamente para el perdón de nuestros pecados).

Olvidamos demasiadas veces esta maravillosa verdad, y el profundo significado salvífico que encierra.

Desde que fui claramente consciente de esa verdad de nuestra fe, ir a Misa se ha convertido en una verdadera necesidad vital para mí.
13/06/09 8:30 PM

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