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31.03.08

Aportación de la Iglesia Católica a la democracia en España (I)

Para nadie es un secreto que en estos últimos tiempos, varios dirigentes de la izquierda han acusado a la Iglesia, nos han acusado a todos, obispos y fieles católicos, de que no somos demócratas. Dicen que queremos imponer nuestras convicciones a los demás, que no aceptamos el pluralismo, que nos morimos de nostalgia por el franquismo, que nuestro modelo es Irán y que los Obispos somos peores que los Ayatolás. Con estas recomendaciones es lógico que se haya escrito que la Iglesia española es un peligro para la democracia.

Con esta exposición querría demostrar la falsedad de esta acusación. No sólo no somos un peligro para la democracia, sino que la Iglesia contribuyó de manera decisiva al establecimiento de la democracia en España, y con sus enseñanzas y valores morales favorece eficazmente la vida democrática en libertad y justicia. En consecuencia los católicos españoles tenemos perfecto derecho a ser reconocidos como ciudadanos sin sospechas ni restricciones de ninguna clase.

I. PRECEDENTES.

Como todo lo que hacemos y padecemos, también lo que ocurre ahora está condicionado, para bien o para mal, por los acontecimientos de los años anteriores. Todo se realiza dentro de una historia, en continuidad, clara o encubierta, con los hechos anteriores y posteriores. Por desgracia, los españoles no hemos superado todavía los traumas de la guerra civil. Seguramente las consecuencias de aquella tragedia, por los errores de nuestros políticos, están ahora más presentes en la conciencia de los españoles y más influyentes en la vida social que hace veinte años.

El origen de una situación anómala.

Cuando los dirigentes de la izquierda quieren desprestigiar las actuaciones de los Obispos y los sentimientos de los fieles cristianos, recurren siempre a la misma cantinela: Por qué no piden perdón de su comportamiento durante la guerra civil, de los cuarenta años de franquismo, de los cuarenta años de privilegios.

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29.03.08

Los cuidados paliativos y la predicación en las Siete Palabras de Valladolid

Monseñor Sebastián

Los cuidados paliativos y la predicación en las Siete Palabras de Valladolid 
 

Carta de Mons. Fernando Sebastián Aguilar, arzobispo emérito de Pamplona-Tudela
 
 

El Viernes Santo prediqué en la Plaza Mayor de Valladolid el Sermón de las Siete Palabras. Algunos comentaristas han mostrado su extrañeza y su protesta ante unas palabras mías que interpretan como si yo hubiera hablado contra los cuidados paliativos. Para evitar confusiones y malentendidos quiero aclarar el verdadero sentido de mis palabras.
 

En ningún momento me manifesté contra los cuidados paliativos que la Iglesia de Jesucristo siempre ha recomendado y practicado. Lo que yo quise decir es lo siguiente:
 

Jesús no tuvo, no pudo tener, cuidados paliativos, a pesar de lo cual murió dignamente, porque vivió su muerte confiando en Dios, con amor y con esperanza. Puede haber muertes sin dolor que sin embargo no sean dignas de una persona. Y puede haber muertes injustas y dolorosas que la persona puede asumir y vivir con entera dignidad. Pensemos en las muertes de los mártires.
 

La fe en Jesucristo nos proporciona la capacidad de aceptar la muerte y vivirla con serenidad y esperanza. Con su muerte y su resurrección Jesús humanizó la muerte. Basta con creer en Él y acogerse a su misericordia. Esto no quiere decir que yo menosprecie los cuidados paliativos. Como persona y como cristiano, por humanidad y caridad, estoy a favor y agradezco los cuidados y las atenciones que nos ayudan a morir serenamente, en paz y con esperanza. ¿Cómo podría ser de otra manera?
 

26.03.08

Las siete palabras de Jesús en la cruz

Monseñor Sebastián

Valladolid, 21 de marzo de 2008

 
Introducción
 

Al comenzar nuestra celebración tenemos que hacer un esfuerzo de atención, necesitamos encontrar la actitud correcta para este momento. Ante todo tenemos que hacer un esfuerzo de acercamiento, la veracidad de estos momentos nos está pidiendo concentrar nuestra mente y nuestro corazón para crear ante nosotros la escena histórica del Calvario. Vosotros la representáis cada año en estos días de la semana santa sacando a la calle y contemplando piadosamente las admirables imágenes de Jesús acompañado por su Madre, la Santa Virgen María, en los diferentes momentos de su pasión, de su agonía y de su muerte.
 

Pero ahora queremos conseguir algo más, queremos acercarnos casi físicamente a la verdad del Calvario. Tratemos de superar las barreras del tiempo para situarnos en aquella tarde memorable. Estamos en las afueras de Jerusalén, tres cruces se levantan en el monte Calvario recortando sus duras siluetas en el horizonte. Esas tres cruces son el centro del mundo y marcan la hora suprema de la historia humana. Allí está en estos momentos la presencia más intensa de Dios entregando a su Hijo por la vida del mundo. Allí, en medio de dos ladrones, está muriendo el Justo, el Hijo del Hombre, el Hombre universal, Jesús de Nazaret, el Verbo divino de Dios, que se hizo hombre para conducirnos a la vida verdadera y que ha sido rechazado por los suyos, por su pueblo, por los sabios de Israel, por las autoridades que teóricamente estaban obligadas a velar por la justicia y por la vida de los justos. “A los suyos vino, y los suyos no le recibieron”. Jesús agoniza en la cruz, rechazado, ignorado, menospreciado por su pueblo, abandonado a su suerte por sus discípulos, ignorado todavía por muchos de los que nos consideramos discípulos suyos.
 

¿Cómo es posible que los hombres se atrevan a ejecutar como un criminal a este hombre bueno que ha venido del Cielo para recuperar la vida de la humanidad del poder del demonio y del temor a la muerte? ¿Cómo es posible que esté muriendo el Autor de la Vida, la revelación viviente del amor de Dios a los hombres? En la muerte de este Justo se manifiesta la tragedia del ser humano, hecho para la vida eterna y sin embargo cargado de sospechas y de resentimientos contra la Verdad de Dios.
 

Con el corazón encogido por el dolor, nos acercamos hoy a la Cruz de Jesús, con María, con Juan, con todos los buenos cristianos del mundo. Como los hijos en torno al lecho de muerte de su padre, queremos vivir cerca de El los últimos momentos de su vida sobre la tierra, queremos expiar sus gestos, adivinar sus sentimientos, recoger como perlas las últimas palabras salidas de su boca. Esas palabras del lecho de muerte que son el último recuerdo, las mejores reliquias de nuestros seres queridos.
 

Con un gran sentido de piedad y humanidad, la Iglesia nos invita a meditar las últimas palabras de Jesús. En ellas Jesús nos entrega los sentimientos más hondos de su corazón. Son las última palabras nacidas del corazón humano del Hijo de Dios hecho hombre, palabras humanas y divinas, palabras de Verdad, de Amor y de Esperanza. Un tesoro incomparable de religión, de cultura y de humanidad.
 

Estas palabras de Jesús no son improvisadas. Son palabras maduradas en su oración, en la renovación diaria de la fidelidad y del amor, en la meditación de los grandes textos de Isaías, de los salmos, de la piedad y la sabiduría de los santos de su pueblo Israel. A lo largo de varios meses Jesús ha visto cómo se iba cerrando en torno suyo el cerco de sus enemigos, de los que no aceptan su testimonio sobre la bondad de Dios, de los que no se resignan a perder su poder y su hegemonía.
 

Hoy no pretendemos solamente recordar las palabras que dijo Jesús hace dos mil años. Venimos a escuchar unas palabras vivas, palabras permanentes, porque Cristo sigue muriendo por nosotros, en una larga agonía que no acabará hasta el fin del mundo. Su muerte es un acto tan enorme que llena la historia entera, que invade todos los rincones del mundo. Todos los lugares y las horas del mundo están abrazados, asumidos, metidos en el corazón de este Cristo que agoniza en la Cruz. Es el Justo, el Hombre universal, en el que está toda la inocencia, toda la justicia y toda la bondad del mundo. Su justicia es nuestra justicia, su piedad es nuestra piedad, su confianza en Dios es nuestra confianza, su esperanza de vida es nuestra vida y nuestra salvación eterna.
 

Vamos a meditar las palabras de Jesús es un actitud de fe, es Jesús de Nazaret, el hijo de María, el que anduvo por los caminos de Palestina predicando la bondad de Dios y la cercanía de su Reino, es el Jesús de las Bienaventuranzas, el de la multiplicación de los panes, el de la resurrección de Lázaro. Lo han condenado a muerte por hablar bien de Dios, por anunciar su misericordia, por decir que Dios ama y perdona a los pecadores, por decir que todos somos hermanos, por predicar el amor a los enemigos y la primacía absoluta del Reino de los Cielos. Ahora está en la Cruz, le han clavado horriblemente al madero para que se desangre, para que muera aborrecido y maldito.
 

Jesús fue siempre Palabra viva de Dios, sus sentimientos, sus hechos, sus enseñanzas, son la palabra definitiva que Dios nos dice sobre El mismo y sobre nosotros, sobre la verdad de nuestra vida en este mundo y en el otro. Fue palabra de Dios de manera singular, en esos últimos momentos de su vida donde nos dijo lo que llevaba más dentro de su corazón. Las siete palabras que vamos a meditar nacen del corazón de Cristo y del mismo corazón de Dios, expresan los sentimientos más hondos de Dios hacia nosotros. Las escuchamos con reverencia, con gratitud infinita, con verdadera emoción, son el testamento de Jesús, un mensaje de verdad y de vida que nos viene del inmenso y misterioso corazón de Dios.
 

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