El secreto de la felicidad

Queridos lectores, como ustedes bien saben, el deseo de ser feliz es algo que se encuentra impreso en la naturaleza humana. No creo que exista un solo ser humano que, en el fondo de su corazón, no aspire a ser plenamente feliz. Y esto, con independencia de que la persona sea mejor o peor. Siendo, pues, esta nuestra naturaleza, la cuestión sobre cómo ser felices no es, para nada, baladí. ¿Cómo lograrlo, pues? Veámoslo.

Lo primero que se debe decir sobre esta cuestión es que la fuente de la felicidad humana es Dios en Sí mismo, así como, también, el inmenso amor que Dios nos tiene y el amor con que nosotros correspondamos al Señor. Si hay personas que no creen en Dios que están empezando a leer este artículo, tal vez se sientan decepcionadas por esta primera respuesta, ya que, en principio, Dios no cuenta para nada en sus vidas. Ruego, pues, a estas personas que tengan paciencia y sigan leyendo, ya que voy a procurar explicarlo y lo que aquí voy a escribir es así para todas las personas, sea cual sea su condición o circunstancias. No en vano, ya San Agustín, en una expresión suya muy conocida, puso de manifiesto lo siguiente: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Y el Santo se refería a todas las personas, no solo a los cristianos. La fuente de la felicidad humana es, por tanto, de orden espiritual, no material, pues Dios es Espíritu purísimo y el amor es una realidad espiritual. Las cosas materiales de este mundo no pueden llenar plenamente el corazón humano; y tampoco las personas, aunque tanto las personas que nos aman y que, a nuestra vez, amamos, como los bienes materiales puedan suponer para nosotros un nivel importante de gozo. Pero, lo que es felicidad plena y absoluta, solo Dios puede proporcionárnosla. Así, existen personas que habiéndose convertido al Catolicismo, han testimoniado que, antes de su conversión, teniendo, en principio, bienes de sobra para vivir estupendamente y ser felices, sin embargo, al mismo tiempo experimentaban un vacío espiritual muy grande; lo cual las llevó, en cierto momento, a dirigirse a Dios, pidiendo ayuda; respondiendo Dios a esas personas con infinita Misericordia, guiándolas hacia la conversión, esto es, hacia Sí.

Siendo, pues, así las cosas, la felicidad plena y total solo puede alcanzarse en el Cielo, donde los Santos contemplan a Dios cara a cara. El Cielo es, por tanto, la meta a la que todo ser humano debiera aspirar y, por medio de la Gracia de Dios, podemos alcanzarlo, gracias a Nuestro Señor Jesucristo, que nos abrió sus puertas por medio de su Pasión y Muerte en la Cruz. No obstante, Jesucristo, durante su Vida Pública, nos enseñó que “el Reino de Dios está dentro de vosotros”, ya en esta vida (Lc 17, 20-25). De este modo, por medio del Bautismo y del estado de nuestra alma en Gracia de Dios, podemos poseer a Dios en nosotros, aunque aún no le contemplemos cara a cara. Y esto es así, insisto, para todas las personas, lo crean o no.

En consecuencia, resulta claro que, en el ser humano, santidad y felicidad van de la mano. Cuanto más santa sea una persona, cuanto más unida a Dios se encuentre, más posibilidades tendrá de ser feliz, ya en esta vida; incluso, en medio de los dolores de este mundo. Así pues, procede preguntarse: ¿Qué es la santidad? La santidad puede definirse como la unión con Dios, por medio del amor a Él, manifestado en el cumplimiento de su Divina Voluntad. Así, ya en mi post anterior vimos que San Juan Pablo II definió la santidad como “la alegría de hacer la Voluntad de Dios”. Y, siendo Nuestro Señor Jesucristo el primer y principal modelo de santidad y vida de perfección de toda persona, vemos que, efectivamente, el “norte”, por así decir, de su vida fue, en todo momento, el cumplimiento de la Voluntad de Dios Padre. Ante esta realidad, cabe preguntarse, pues, por qué el cumplimiento de la Voluntad de Dios es tan importante para la santificación y la felicidad del hombre. Respecto a esta cuestión, fijémonos en las siguientes palabras de Nuestro Señor, pronunciadas durante la Última Cena:

“Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor. Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo guardé los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor. Esto os lo digo para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido. Este es mi precepto: Que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os mando” (Jn 15, 9-14)

En este importantísimo fragmento del Evangelio de San Juan vemos, pues, cómo el Señor se refiere, muy claramente, al amor a Dios y al prójimo y señala el cumplimiento de los preceptos divinos como la condición indispensable para permanecer en su amor, esto es, unidos a Él. Resulta muy significativo, además, que el Señor haga referencia, no solo al gozo que el cumplimiento de la Voluntad de Dios y la unión con Él nos producirá a nosotros, sino, en primer lugar, a Él mismo. A este respecto, a mí siempre me ha llamado poderosamente la atención que el Señor, al exponer la parábola de los talentos, defina el premio a otorgar a los buenos siervos del siguiente modo: “Entra en el gozo de tu señor” (Mt 25, 21 y 23). En principio, podría parecernos más lógico que el amo de los siervos fieles y cumplidores les hubiera respondido algo así como “entra a gozar”, haciendo referencia, de modo directo, a la alegría y felicidad a recibir por ellos, merecidas por su buen hacer. Sin embargo, Jesús mencionó, como recompensa, no el gozo del siervo, sino el del señor… ¿Qué significa esto?

La explicación a esta cuestión estriba en que Dios nos creó para ser felices amando y siendo amados; y amar implica desear el bien y la felicidad del ser amado. Como nuestro primer deber consiste en amar a Dios sobre todas las cosas, por ser Dios Quien es y por ser de justicia, el gran deseo de los Santos ha consistido siempre en agradar a Dios, por encima de cualquier otra cosa (como bien expone San Alfonso María de Ligorio, en una estupenda obra suya titulada “Práctica del amor a Jesucristo”, que ya he mencionado en alguna ocasión). Los Santos desean inmensamente, pues, la gloria y el gozo de Nuestro Señor Jesucristo, por el amor que le tienen; y su intención está siempre puesta en ese objetivo. Es por esto que el gozo de Jesucristo es, en consecuencia, la fuente del gozo de los Santos y su recompensa. Por eso, escribió Santa Teresa de Jesús:

“¡Oh Señor!, que todo el daño nos viene de no tener puestos los ojos en Vos; que, si no mirásemos otra cosa sino el camino, presto llegaríamos; mas damos mil caídas y tropiezos y erramos el camino por no poner los ojos, como digo, en el verdadero camino”.

De este modo, gracias a las fuentes de la Revelación Divina, esto es, la Sagrada Escritura y la Tradición, interpretadas fielmente por el Magisterio de la Iglesia, los católicos tenemos la inmensa dicha de poder saber lo que agrada a Dios; y, gracias a la acción del Espíritu Santo en nosotros, a la oración y a los Sacramentos, podemos obtener la sabiduría y fortaleza necesarias para conocer la Voluntad de Dios en relación a cada uno de nosotros y darle cumplimiento; esto es, para llevar una vida de santidad y unión con Dios. Por eso es tan importante la acción misionera de la Iglesia, de forma que el máximo número de personas puedan conocer a Jesucristo, vivir y ser felices según Dios y tener muchas mayores posibilidades de unirse a Él tras la muerte. Si prefieren que lo exprese de una forma más sencilla, entonces puede decirse que el secreto de la felicidad consiste en procurar que Jesucristo esté contento. A esto nos conduce, nos debe conducir nuestro amor a Él. Esto es así no solo a nivel individual, sino, también, a nivel colectivo y social; de forma que, cuanto más reconozca una nación a Jesucristo como Hijo de Dios y más se someta a los Mandamientos de la Ley de Dios en sus leyes y vida social, muchas más posibilidades tendrá la población de esa nación de llevar una vida verdaderamente buena y feliz y de alcanzar el Cielo tras la muerte. Y a la inversa: A mayor alejamiento estatal y social de Dios, mayor poder del pecado y mayores sufrimiento y riesgo de condenación eterna habrá para los habitantes de esa nación.

Ahora bien, dicho todo lo anterior, no se nos escapa que la vida de seguimiento y servicio de Jesucristo no siempre resulta una vida cómoda. Él mismo lo dejó claro en no pocas ocasiones:

“Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16 24, 25)

Asimismo, el Señor también nos enseñó que el camino que conduce al Cielo es estrecho y, la puerta, angosta (Mt 7, 13-14); no en vano, en nosotros persiste la inclinación al mal por culpa del pecado original y debemos combatirla, si queremos hacer el bien y salvarnos. No obstante, el Señor, al tiempo, también nos dijo que su yugo es suave y su carga, ligera (Mt 11, 30). ¿Cómo se explica que ambas circunstancias sean compatibles? Pues se explica, en primer lugar, porque el amor a Dios y el deseo de contentarle que su Gracia suscita en nosotros hacen que llevar nuestra cruz nos cueste menos, dándonos mayor libertad frente a nuestras pasiones; pues como enseña San Pablo, el espíritu tiene deseos contrapuestos a los de la carne y viceversa, “de manera que no hagáis lo que queréis” (Gálatas 5, 17). Para agradar a Dios, por tanto, a veces hay que luchar; pero esa lucha es una lucha de amor que, si la afrontamos con generosidad y fortaleza, aumenta en nosotros la Gracia santificante, nuestra unión con Dios y nuestros méritos para llegar al Cielo; y nos va haciendo, además, mucho más libres frente a las tentaciones del mundo, del demonio y de la carne, por los buenos hábitos que va generando en nosotros.

En segundo lugar, se ha de destacar también que el yugo del Señor es bastante más ligero que el yugo del pecado. El demonio es muy mal pagador, aun cuando quienes le sirven o hacen sus obras puedan gozar, por ello, durante un tiempo (un tiempo que es menos que nada, comparado con la eternidad). De este modo, ya en esta vida, desgraciadamente y con frecuencia, contemplamos las consecuencias del pecado, esto es, el rastro de sufrimiento que dejan los homicidios, robos, violencia de todo tipo, adulterios, fornicaciones, mentiras y un largo y doloroso etc. Mientras que una vida en Dios nos protege de hacer cosas perversas que nos pueden generar gran sufrimiento ya en esta vida, a nosotros y a otras personas; no hay más que pensar en el daño y dolor que a nosotros mismos nos provocan pecados tales como el rencor o la envidia, por citar dos ejemplos.

Merece mucho la pena, pues, vivir procurando agradar a Dios. Como decía el ya citado San Alfonso, “cueste Dios lo que cueste, nunca es demasiado caro”. Algo que siempre han entendido muy bien los Mártires y que nosotros podemos vivir en nuestra vida cotidiana, en medio de las más variopintas circunstancias y aunque, por lo general, sea a menor escala; pues no debemos olvidar que “el que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho” (Lc 16, 10). Además, también resulta muy cierto el siguiente dicho: “No hay almohada más mullida que una conciencia tranquila”; y, como enseña San Pedro, “mejor es sufrir haciendo el bien, si tal es la Voluntad de Dios, que sufrir haciendo el mal” (1 Pe 3, 17).

Para finalizar, conviene destacar la siguiente cuestión: En la vida cristiana, es mucho más importante lo que sabemos que lo que sentimos; pues Dios quiere ser amado por Sí mismo, no por la felicidad o alegría que podamos experimentar al servirle, aunque éstas, en ocasiones, tengan presencia en nosotros. De este modo, en el seguimiento de Jesucristo, Él nos concederá momentos de luz, paz y alegría (como ocurrió, por ejemplo, en el monte Tabor); pero también habrá momentos de aridez, oscuridad, tribulación y cruz. No obstante, no cedamos al miedo ni nos rindamos, pase lo que pase. Sigamos, en cambio, con esperanza el ejemplo de Nuestro Señor en Getsemaní y oremos implorando la ayuda de Dios para cumplir Su Voluntad en todo momento, pues dicho cumplimiento es la auténtica manifestación de amor a Él. Y, en las ocasiones en que, pese a todo, tengamos caídas, volvamos al Señor cuanto antes, por medio del Sacramento de la Confesión y retomemos, con ánimo renovado, nuestra vida cristiana.

Que el Espíritu Santo nos conceda hacerlo así, pues nuestra felicidad tiene un nombre: Jesús. La Santísima Virgen nos acompañará, igualmente, en nuestro camino de vida cristiana, pues no nos deja de su mano bendita. Así sea.

11 comentarios

  
Luis Fernando
Hale, ahí queda eso. Ahora vais y lo mejoráis, si podéis.

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L.V.: Je, je, je... Muchas gracias, Luis Fernando :)
02/05/25 7:42 PM
  
María de África
Yo ya me declaro incapaz de mejorar este artículo, así que tiro la toalla y recomiendo que lo lean.

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L.V.: Je, je, je... Muchas gracias, María de África. Realmente, mi ilusión con el artículo es que ayude a muchas personas a amar más a Dios y, por tanto, a unirse más a Él; y, también que, de ese modo, sean más felices. Dios lo quiera.
02/05/25 8:27 PM
  
Fulgencio
Si no me equivoco, se refleja mucha experiencia personal de la autora en este artículo. Muchas gracias por compartir.

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L.V.: Así es, Fulgencio... Se refleja mi experiencia personal, lecturas, reflexiones, etc. a lo largo de bastante tiempo. Aunque debo decir que no siempre me resulta fácil vivir todo lo que escribo. También en mi caso sucede muchas veces que "el espíritu está pronto, pero la carne es flaca". Eso sí, procuro perseverar y mejorar, pese a todo, pues, por la Gracia de Dios, quiero mucho a Nuestro Señor Jesucristo y no me separaría de Él por nada de este mundo.
02/05/25 10:15 PM
  
María
Enhorabuenaaa!!!!! Es Vd un sabio lleno de Dios!!! Mil gracias x tan maravilloso artículo q nos lleva a la felicidad!!!!!

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L.V.: Muchas gracias, María. Mucho me pondera usted... Solo soy una simple seglar católica :)
02/05/25 10:27 PM
  
Juan Carlos Villaverde
¡Madre mía!¿Cómo se puede escribir tan bien? Es un gozo leer el artículo y meditarlo. Por supuesto que lo archivo en el ebook en la carpeta de "Lina Veracruz", a quién deseo que Nuestro Señor siga iluminando, bendiciendo y obsequiándonos con sus reflexiones

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L.V.: Muchas gracias, Juan Carlos :)
03/05/25 8:48 AM
  
JLuis
Gracias, gracias.

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L.V.: A usted, JLuis.
03/05/25 9:34 AM
  
Bruno
"nuestro primer deber consiste en amar a Dios sobre todas las cosas, por ser Dios Quien es y por ser de justicia"

Solo con que esto se recordara más a menudo en la Iglesia, todo cambiaría y empezaríamos a salir de esta crisis interminable.
03/05/25 11:55 AM
  
Rubén (de Argentina)
¡Qué bien escrito! Lástima que esto lo diga usted doctora y no lo proclame la Iglesia a los cuatro vientos.

Y quiero hacer énfasis en este punto del artículo:

"...existen personas que habiéndose convertido al Catolicismo, han testimoniado que, antes de su conversión, teniendo, en principio, bienes de sobra para vivir estupendamente y ser felices, sin embargo, al mismo tiempo experimentaban un vacío espiritual muy grande; lo cual las llevó, en cierto momento, a dirigirse a Dios, pidiendo ayuda..."

Y tanto es verdad eso que el mismo Señor nos lo dijo:

"Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás."

Es un gusto leerla a usted doctora, gracias por este nuevo gran artículo suyo.

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L.V.: Gracias a usted, Rubén :)
03/05/25 1:47 PM
  
anawim
Creo que se resumiría en el Salmo 94 que rezamos en los laudes:

"Este es un pueblo de corazón extraviado que no reconoce mi camino, por eso he jurado en mi cólera que no entrarán en mi descanso" (Salmo 94)

La felicidad del hombre está por tanto, en reconocer el camino de Dios por el cual se llega a su descanso.

El descanso del que Dios nos habla es la apatheia, permanecer en Dios, inmutable, en calma pacífica, quieto, en silencio, sean como sean las olas y los trabajos de nuestro exterior.

03/05/25 3:15 PM
  
Marta de Jesús
Escándalo para muchos saber que nuestra felicidad está en la Cruz. No en una cualquiera, aquella en la que se posó nuestro Señor Jesucristo.

Escrito precioso y edificante.Gracias, señora Lina.

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L.V.: Gracias a usted, Marta de Jesús.
04/05/25 4:58 PM
  
Ada, aka Sonia S
Hola,

nueva blogger en iC. Mucha buenaventura. : D

Y no me sorprenden demasiado los halagos hacía la entrada. Al leerla, y no sé porque, o, quizá por centrarse en al amor divino, el silencio interior, el desapego del mundo, me han venido a la mente muchos versos de San Juan de la Cruz de quien soy admiradora. Profunda espiritualidad..

Yo soy no-creyente y sería prolijo explicar mi presencia en una página confesional, aunque he de decir que su consulta, antes más frecuente que ahora, me llevó a no pocas reflexiones.

Como muchas veces comenté, me maravilla esta fe, incólume, integra. Sencillamente me admira y maravilla.

Como otras veces también escribí, creer es el mayor milagro.

Saludo,

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L.V.: Los milagros se pueden pedir a Dios, aunque no se tenga fe, querida amiga. ¡Dios es experto en hacerlos...! ;)
12/05/25 1:59 AM

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