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31.03.15

XIV. El mérito de las buenas obras

 

Principios del protestantismo

Desde sus orígenes el protestantismo, que ha  permanecido en el que se ha llamado protestantismo tradicional, ha establecido dos principios fundamentales. El primero, que el hombre depende de manera absoluta de la gracia para su salvación: y  el segundo, que es necesaria la fe en Cristo y de su sacrificio redentor. Consideraba que estos dos principios eran completamente opuestos a otros dos también centrales del humanismo renacentista. El primero, la acentuación de la autonomía del hombre; y el segundo, la consideración de la cultura humana como valor supremo.

El protestantismo creía también, por un lado, que el optimismo naturalista a que conducían los dos principios del humanismo, tenía su origen en la recepción de la filosofía griega por el cristianismo oriental, y en cuya línea se encontraba el pelagianismo posterior en occidente. Por otro, como indica Francisco Canals, en su obra  sobre el protestantismo, que: «La contrarreforma habría sido un movimiento antropocéntrico, enfrentado al radical teocentrismo propugnado por los reformadores»[1].

 

El concilio de Trento y el problema postridentino

Dejando aparte las interpretaciones del protestantismo tradicional respecto al humanismo, al Renacimiento y a la modernidad, e incluso su crítica al denominado «protestantismo liberal» –por haber asumido los  principios de estas tres corrientes, y abandonar los de  sus fundadores–, puede replicarse con Canals que: «No es la Iglesia romana maestra de confianza en el hombre; ella no hace sino enseñar la generosa dispensación de la misericordia divina»[2].

El concilio de Trento no cambió el teocentrismo, siempre reafirmado por los anteriores concilios ecuménicos, sino que  comprendió que: «al minimizar o desconocer la comunicación regeneradora y santificante del don divino a la humanidad caída, su interna liberación y renovación de vida, ciertamente obscureceríamos y disminuiríamos el honor de la sangre redentora»[3]. Por el contrario: «Sería el pesimismo de la teología reformada el que, en dirección inversa a la que pretende denunciar en el catolicismo romano, se habría inspirado en un temor a beber demasiado en la fuente de aguas vivas»[4].

Sin embargo, es cierto que en el campo de la teología existió un «problema postridentino». Recuerda Canals que: «se han dado en el catolicismo posrenacentista actitudes y tendencias antitéticas a las del protestantismo y jansenismo, y no puramente ordenadas a la verdad plena, sino implicadas ellas mismas en la dialéctica que contrapone, y a la vez entre sí, la “protesta” de la reforma y el antropocentrismo del renacimiento»[5]. En los siglos postridentinos, faltaron en algunos «actitudes y expresiones» para dar una  respuesta «unitaria y plenamente comprensivas»[6].

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15.03.15

XIII. Gracia, libertad y mérito

La regeneración de voluntad libre por la gracia

Las tesis de San Agustín y San Bernardo sobre la gracia y la libertad fueron también claramente expuestas por Bossuet, en su libro de diálogo con el protestantismo Exposition de la doctrina de l’Église Catholique sur les matières de controverse. El celebre predicador francés del siglo XVII comienza esta obra notando que: «Después de más de un siglo de discusiones con los lideres de la religión, pretendidamente reformada, las materias  que fueron objeto de su ruptura, deben ser aclaradas, y explicadas las posiciones de la Iglesia católica. Parece así que lo mejor que puede hacerse es  proponerlas simplemente, y distinguirlas muy bien de las que falsamente le han sido imputadas».

Confiesa seguidamente que: «En efecto, he observado en diferentes ocasiones que la aversión que estos lideres tenían a la mayoría de nuestras posiciones, estaba unida  a  ideas falsas que habían concebido, y a menudo a ciertas palabras que de tal manera  les chocaban, que  sólo se fijaban en ellas y  nunca pasaban a considerar el fondo de las cosas».

Añade que, para evitar estos inconvenientes y dar a conocer la enseñanza católica, seguirá la doctrina del Concilio de Trento. «Es por eso que he creído que nada les podría ser más útil que explicarles lo que la Iglesia definió en el Concilio de Trento, tocando las materias que más les alejan de nosotros, sin detenerme a lo que acostumbran a objetar a doctores en concreto, o contra cosas que no  son aprobadas necesaria y universalmente»[1].

Al empezar la explicación de la justificación, uno de los puntos más controvertidos, nota Bossuet, por una parte,  que una cuestión muy importante en el conjunto de todo su tratado, porque: «La materia de la justificación hará (…), que sean  todavía mayormente esclarecidas  cuántas dificultades pueden suscitarse de una simple exposición de nuestra posición»[2].

Por otra, que: «Los que conocen, aunque sea poco la historia de la pretendida Reforma, no ignoran que  todos los primeros autores,  propusieron este tema a todo el mundo como el principal, y como el fundamento más esencial de su ruptura;  es, por ello,  el que es el más necesario entender bien»[3].

Los creyentes católicos creemos –afirma, en primer lugar–, que: «Nuestros pecados nos son remitidos gratuitamente por la misericordia divina, por causa  de Jesucristo” (C. de  Trent., s. VI, cap. IX). Estos son  los propios términos del concilio de Trento, que añade  que se dice que somos justificados gratuitamente, porque ninguna cosa que preceda a  la justificación, sea la fe, o sean las obras,  puede merecer esta gracia (Ibíd. c. VIII)».

Sobre la cuestión central de la justificación, la determinación del estado del pecador justificado, considera Bossuet que: «Como la Escritura nos explica la remisión de los pecados, ora diciendo que Dios los cubre, u ora diciendo que los quita, y que los borra por la gracia del Espíritu Santo, que nos hace nuevas criaturas: creemos que hay que juntar  estas dos expresiones, para formarse  la idea perfecta de la justificación del pecador».

Los católicos, a diferencia de los reformadores: «Es por eso que creemos que nuestros pecados, no solamente son cubiertos, sino que son totalmente borrados por la sangre de Jesucristo, y por la gracia que nos regenera, que, lejos de oscurecer o de disminuir la idea que se debe tener del mérito de esta sangre, por el contrario lo aumenta al contrario y lo ensalza».

También frente a las tesis protestantes, añade Bossuet, que, como consecuencia, el perdón que conlleva la justificación no es algo externo, sino que afecta internamente al pecador. «Así la justicia de Jesucristo es no solamente imputada (atribuida), sino actualmente  comunicada a los fieles por obra del Espíritu Santo, de manera  que no solamente son reputados (considerados), sino hechos justos por su gracia».

Hay un argumento racional, que aporta seguidamente: «Si la justicia que está en nosotros fuera justicia sólo a los ojos de los hombres, no sería  obra del Espíritu Santo: es, pues, igualmente justicia delante de Dios, porque es el mismo Dios quien la hace en nosotros, derramando la caridad en nuestros corazones»[4].

 Sin embargo, advierte Bossuet que, en el estado de naturaleza reparada  la justificación no es completa ni perfecta, porque: «es muy cierto que “la carne ansia contra el espíritu, y el espíritu contra la carne (Ga 5, 17) ” y que “tropezamos todos en muchas cosas” (St 3,2). Así aunque nuestra justicia sea verdadera por la infusión de la caridad, no es en absoluto justicia perfecta por causa del combate de la codicia: aunque el gemido continuo de un alma arrepentida de sus faltas hace deberle lo más necesario de la justicia cristiana. Lo que nos obliga a confesar humildemente con santo Agustín, lo que nuestra justicia tiene en esta vida consiste más bien en la remisión de los pecados que en la perfección de las virtudes»[5].

 

El mérito de las buenas obras hechas por la gracia

Bossuet dedica el capítulo siguiente al de la justificación a las buenas obras.  Lo titula «El mérito de las obras», por  la cuestión conexa del papel de las obras humanas en la justificación, o sobre el esfuerzo o mérito del hombre en el cumplimiento de los mandamientos, negado por el protestantismo, especialmente el luterano.

Comienza también citando el Concilio de Trento: «Sobre el mérito de las obras, la Iglesia católica enseña que: “la vida eterna debe serles propuesta a los hijos de Dios, como una gracia que misericordiosamente les es prometida por medio de Nuestro Señor Jesucristo, y como una recompensa que fielmente es dada a sus buenas obras y a sus méritos, en virtud de esta promesa” (C. Trento, Just., XVI)  Son los propios términos del concilio de Trento».

Las buenas obras son meritorias y tienen recompensa: «Pero por temor de que el orgullo humano sea halagado por la opinión de un mérito presuntuoso, el mismo Concilio enseña que todo el precio y el valor de las obras cristianas proviene de la gracia santificante, que se nos da gratuitamente en nombre de Jesucristo, y que es un efecto de la influencia continua de esta divina cabeza sobre sus miembros».

Es necesario que el hombre, para salvarse haga obras buenas, y, para ello, es  ayudado por la gracia de Dios, que regenera nuestra voluntad. «Verdaderamente los preceptos, las exhortaciones, las promesas, las amenazas y los reproches del Evangelio hacen ver suficientemente que hace falta que operemos nuestra salvación por el movimiento de nuestras voluntades con la gracia de Dios que nos ayuda».

Debe tenerse en cuenta, para comprender en que consiste esta ayuda, que: «Es un primer principio, que el libre albedrío no puede hacer nada que conduzca a felicidad eterna, sino en tanto que es movido y elevado por el Espíritu Santo».

El sentido el mérito de las buenas obras se explica desde esta acción de la gracia de Dios, actuante en la voluntad libre del hombre, para que haga buenas obras. «Así la Iglesia que sabe que este divino Espíritu, que hace en nosotros por su gracia todo el bien  que hacemos, debe creer que las buenas obras de los fieles son muy-agradables a Dios, y de gran consideración delante de Él: y es justamente se sirve de la palabra  mérito, con toda la antigüedad cristiana, principalmente para significar el valor, el precio y la dignidad de estas obras que hacemos por la gracia».

Observa Bossuet que esta es la doctrina del mérito de las buenas obras enseñada por el Concilio de Trento. De manera que: «Así como toda su santidad viene de Dios que la hace en nosotros, la misma Iglesia recibió en el concilio de Trento como doctrina de fe católica, la palabra de san Agustín, que “Dios corona sus dones coronando el mérito de sus servidores” (C. Trento, VI, XVI)»[6].

En el capítulo XVI del Decreto sobre la justificación del Concilio de Trento,  titulado «Del fruto de la justificación, esto es, del mérito de las buenas obras y de la naturaleza de este mismo mérito», se dice: «No quiera Dios que el cristiano confíe ni se gloríe en sí mismo, y no en el Señor, cuya bondad es tan grande para con todos los hombres, que quiere que sean méritos de éstos los que son dones suyos»[7].

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2.03.15

XII. La cooperación humana a la gracia

Cooperación libre por la gracia

El examen de  la doctrina  de la justificación, expuesta por el concilio de Trento, revela que no rechaza la tesis de la primacía absoluta de la gracia de Dios, tal como los protestantes acusaban de hacerlo a la Iglesia Católica. Lo que el Concilio no admitía  es que, en la justificación, no se regenere al hombre y sólo sea considerado como justo, porque se le haya perdonado la culpa, pero que internamente continúe siendo pecador. De manera parecida al efecto que produce la amnistía a un asesino, que aunque se le conceda el perdón por su delito, continúa  siendo un asesino.

Frente a esta posición luterana, Trento afirmaba  que la gracia produce una renovación interna en el hombre, que permite que haga con la gracia obras libres, buenas y meritorias de la vida eterna. De este modo en la justificación se da también la cooperación del hombre. Sin embargo, tal cooperación no supone que la justificación este causada por una parte por Dios y por otra por el hombre, porque es Dios el que hace que el hombre coopere, pero libremente.

En su justificación, la libre cooperación de hombre no quita la iniciativa y primacía soberana de la gracia en las buenas obras, incluso la puramente negativa de no poner obstáculos es causada por la misma gracia de Dios. A su vez tampoco la gracia quita la libertad humana. El libre albedrío tiene siempre un papel esencial en las buenas obras de la gracia.

 

La objeción de la parte humana

Claramente se encuentra expresada esta misma doctrina por San Bernardo, Doctor de la Iglesia. El monje cisterciense, abad de Claraval, expuso fielmente  la enseñanza de San Agustín, que a su vez había explicado y desarrollado la de San Pablo, cuya síntesis la había formulado al decir: «Por la gracia de Dios soy lo que soy; su gracia no ha sido vana en mí. Antes bien he trabajado más que todos ellos (los apóstoles); pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo»[1].

El llamado «último de los Padres de la Iglesia», porque en su época, primera mitad del siglo XII, hizo presente y continuó la teología de los Padres, comienza su obra De la gracia y del libre albedrío, contando que: «Hablaba un día delante de algunos de las operaciones maravillosas que la gracia de Dios hacia en mí ya previniéndome para lo bueno, ya acompañándome en todo el curso de mi acción, ya, en fin, dando a ésta su perfección por un efecto particular de su bondad, cuando cierto sujeto de los circunstantes, tomando la palabra, me hizo esta objeción: Si Dios hace la obra toda entera en ti, ¿qué parte puedes pretender en ella? ¿O qué motivo tienes para  esperar su recompensa? (…) ¿dónde están nuestros méritos? ¿Sobre qué se fundará nuestra esperanza?».

A estas consecuentes preguntas, la respuesta de San Bernardo fue: «Escucha a San Pablo, que nos lo enseña: “Nos ha salvado por un efecto de su misericordia y no por el mérito de las buenas obras que hemos hecho” (Tt 3, 5) ¿Qué? ¿Pensabas acaso que habías criado tus méritos y que podías salvarte por tu propia justicia, tú que ni siquiera puedes pronunciar el nombre de Jesús sin un socorro particular del Espíritu Santo? ¿Es posible que hayas echado en olvido lo que el mismo Jesucristo ha dicho: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5)? ¿Y lo que está en otra parte escrito: “No está el poder en aquel que corre o que quiere, sino en Dios, que hace misericordia” (Rm 9, 16)?»[2].

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14.02.15

XI. Primacía y Soberanía de la gracia

Gracia preveniente y subsiguiente

Después de la división de la gracia actual en operante y cooperante, según que se compare el efecto de la gracia de regenerar la voluntad humana y así causar su volición libre con el otro efecto de misma gracia de ayudarla en su obrar hacia su fin, Santo Tomás presenta otra división de la gracia actual: gracia preveniente y gracia subsiguiente.

Los efectos de la gracia actual, que justifican esta segunda división, son los cinco siguientes: «Primero, sanar el alma; segundo, hacerle querer el bien; tercero, ayudarle a realizarlo eficazmente; cuarto, darle la perseverancia en él; quinto, hacerle llegar a la gloria».

La gracia actual se dirá, por tanto, preveniente y subsiguiente, según el orden de estos efectos. Sin embargo, la gracia cuando produce el primer efecto es siempre preveniente, ya que no hay otro anterior. Las demás serán prevenientes con respecto a los efectos que siguen, pero subsiguientes en relación a los anteriores. De manera que: «La gracia es preveniente con respecto al segundo, y al producir el segundo es subsiguiente con relación al primero. Y como un mismo efecto puede ser anterior y posterior en relación a otros, la gracia que lo produce puede ser considerada a la vez como preveniente y subsiguiente, aunque bajo distinto respecto. Y esto es lo que dice San Agustín en su obra De la naturaleza y de la gracia (c. 31, n. 35): «Nos previene curándonos, y nos sigue para que, ya sanos, nos mantengamos robustos; nos previene llamándonos, y nos sigue para que alcancemos la gloria»[1] .

En este lugar citado por Santo Tomás, dice San Agustín que, en la Escritura: «Se halla escrito: «Encomienda al Señor tus caminos y espera en Él, y Él obrará» (Sal 36, 5), no como algunos creen que ellos obran. Con las palabras anteriores «Él obrará», parece aludir a los que dicen: «Nosotros somos los que obramos, es decir los que nos justificamos a nosotros mismos». Sin duda, también nosotros ponemos nuestro esfuerzo, más cooperamos a la obra de Dios, cuyo misericordia nos previene; nos previene curándonos, y nos sigue para que, ya sanos, nos mantengamos robustos; nos previene llamándonos, y nos sigue para que alcancemos la gloria; nos previene para que vivamos piadosamente, nos sigue para que vivamos con Él siempre, porque sin su ayuda nada podemos hacer. Ambas cosas están en la Escritura: «Dios mío, tu misericordia me precederá» (Sal 58, 11); y «Tu misericordia me acompañará todos los días de mi vida» (Sal 22, 6)»[2].

Tesis de Trento

La división de la gracia en preveniente y subsiguiente fue ratificada por el Concilio de Trento. El Decreto sobre la justificación, que puede considerarse el documento más importante del Concilio, contiene una exposición completa de la cuestión de la justificación, y en su capítulo V, titulado «De la necesidad que tienen los adultos de prepararse a la justificación, y de dónde proviene» se trata esta división.

Se dice en este texto, después de lo expuesto en los capítulos anteriores, que el Concilio: «Declara además, que el principio de la justificación en los adultos debe tomarse de la gracia divina, preveniente por medio de Jesucristo: esto es, de su llamamiento, por el que son llamados sin mérito ninguno suyo; de suerte que los que eran enemigos de Dios por sus pecados, se disponen por su gracia excitante y auxiliante para convertirse a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia».

Queda así afirmada una primera tesis, la de la primacía de la gracia. Con la caracterización de la gracia actual como gracia preveniente, se establece frente al semipelagianismo, la absoluta primacía de la gracia en el inicio de la justificación.

Además de esta tesis sobre la iniciativa de Dios en la justificación, se afirma, una segunda. Frente al protestantismo, queda establecida la necesidad de la cooperación de la libertad del hombre para la misma.

Según esta segunda tesis, la gracia preveniente, que es necesaria para que actúe la voluntad humana para la justificación, no elimina su libertad, sino que exige su cooperación, aunque actuando por la misma gracia. «De tal modo que tocando Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deje absolutamente de obrar alguna cosa, al recibir aquella inspiración, puesto que puede también desecharla; ni puede, sin embargo, moverse sin la gracia divina hacia la justificación delante de Dios por sola su libre voluntad; por lo cual, cuando se dice en las Sagradas Escrituras: «Convertíos a Mí, y Yo me volveré a vosotros» (Za 1, 3), se nos advierte nuestra libertad; y cuando respondemos: «Conviértenos a ti, Señor, y seremos convertidos» (Lm 5, 21), confesamos que somos prevenidos por la gracia de Dios»[3]. El hombre, por tanto,no es pasivo completamente. La voluntad humana puede aceptar o rechazar la gracia de Dios, pero en ningún caso, incluso cuando la gracia hace que el acto humano continúe perseverando en el bien obrar, le quita la libertad.

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1.02.15

X. La Iniciativa y la cooperación de la gracia

División de las gracias

A diferencia de la gracia santificante, que es de una sola especie indivisible, las gracias actuales son muchas y pueden especificarse de muchas maneras. Ambas, sin embargo, se pueden dividir en gracia operante y gracia cooperante. La división no afecta a la no especificación de las gracias santificantes, ni añade nuevas especies a las de las gracias actuales. La razón, indica Santo Tomás en el Tratado de la gracia de la Suma teológica, es que: «gracia operante y gracia cooperante son la misma gracia, pero distinta en cuanto a sus efectos»[1].

La división afecta a los dos géneros  de gracia, santificante y actual. «En  ambos casos la gracia se divide adecuadamente en operante y cooperante», porque «la gracia puede entenderse de dos maneras. O es un auxilio divino que nos mueve a querer y obrar el bien (gracia actual), o es un don habitual que Dios infunde en nosotros (gracia santificante). Y en ambos sentidos la gracia puede ser dividida en operante y cooperante».

 

La gracia actual operante

Con respecto al movimiento de querer y obrar, a que mueve la gracia actual, explica el Aquinate que: «la operación, en efecto, no debe ser atribuida al móvil, sino al motor. Por consiguiente, cuando se trata de un efecto en orden al cual nuestra mente no mueve, sino sólo es movida, la operación se atribuye a Dios, que es el único motor, y así tenemos la “gracia operante”»[2].

Cuando en la producción de un efecto, intervienen dos causas, una que es el motor y la otra el móvil, en cuanto movida por la causa-motor, dicho efecto se atribuye sólo  a la primera, porque la otra ha sido sólo un instrumento de ella. Así ocurre con la gracia actual en cuanto que actúa como motor sobre la libertad humana, de manera que el alma no se mueve a sí misma, sino que es movida exclusivamente por Dios. La gracia divina actual es así y se llama operante.

A lo que mueve la gracia operante no es al bien en general o en abstracto, al que ya tiende la voluntad de modo natural y necesario, e igualmente sin ser ella motor, porque, es movida por la moción natural suficiente de Dios. En cambio, la gracia operante mueve a la voluntad a querer un bien en concreto, a Dios tal como se ha revelado.

            Había explicado el Aquinate, al estudiar la voluntad, que: «Dios mueve la voluntad del hombre, como motor universal, al objeto universal de ella que es el bien. Sin esta moción universal el hombre nada puede querer. Mas el hombre se determina por la razón a querer este o aquel bien particular, real o aparente; empero, a veces Dios mueve de un modo especial a algunos a querer un objeto determinado, que es bueno; como a los que mueve por gracia»[3].

Después de la moción natural al bien general o en abstracto, en la que la voluntad sólo es movida, pero sin que el motor altere su naturaleza libre, la misma voluntad pasa a ser ella misma motor por medio de la razón, que concibe, examina y delibera, y puede ya elegir un bien concreto y los medios para conseguirlo.  En este último acto, que se ha iniciado con una moción suficiente, puede haberse elegido bien o mal, tanto en el fin concreto como en los medios.

Nota también santo Tomás, en este último texto citado, que Dios puede mover a la voluntad con una moción sobrenatural, como es la gracia, a que quiera al bien concreto real y verdadero, al Dios de la fe, salvación del hombre. Después, con la misma gracia, la voluntad  pueda  querer racional y electivamente los  medios que conduzcan a Él.

Siempre lo ha enseñado así la Iglesia. En la profesión de fe del papa San León IX, a principios del primer milenio, se lee: «Creo y profeso que la gracia de Dios previene y sigue al hombre, de tal modo, sin embargo, que no niego el libre albedrío a la criatura racional»[4].

Casi quinientos años antes, se había establecido en el II Concilio de Orange, que: «Si alguno porfía que Dios espera nuestra voluntad para limpiarnos del pecado, y no confiesa que aun el querer ser limpios se hace en nosotros por infusión y operación sobre nosotros del Espíritu Santo, resiste al mismo Espíritu Santo, que por Salomón dice: “es preparada la voluntad por el Señor” (Pr, 8, 85), y al Apóstol que saludablemente predica: “Dios es el que obra en nosotros el querer y el acabar, según su beneplácito” (Phil. 2, 13)»[5]. Y siempre, como se afirmó explícitamente en otro concilio posterior: «Tenemos libre albedrío para el bien, prevenido y ayudado de la gracia; y tenemos libre albedrío para el mal, abandonado por la gracia»[6],

En definitiva, como se declaró, ya a mediados del siglo XVI, en el concilio de Trento, por la gracia de Dios los hombres: «son llamados sin que exista mérito alguno en ellos; de suerte que los que eran enemigos de Dios por sus pecados, por la gracia de Él, que excita y que ayuda, se disponen para su conversión»[7].

 

La gracia actual cooperante

En el artículo de la Suma, en donde Santo Tomás divide la gracia en operante y cooperante, después de explicar el primer efecto de la gracia producido únicamente por Dios como motor, añade que, en cambio: «si se trata de un efecto respecto del cual la mente mueve y es movida, la operación se atribuye no sólo a Dios, sino también al alma. Y en este caso tenemos la “gracia cooperante”».

Un efecto, en el que intervienen dos causas y ambas como motores, se atribuye a las dos. Así sucede con la gracia actual en cuanto que es motor sobre la libertad, pero esta última, además de ser movida por ella, es también motor. El efecto entonces es atribuido a la gracia y a la libertad. La gracia es así gracia actual cooperante. Con la gracia cooperante, por tanto, el alma es movida por Dios pero también se mueve a sí misma

            Precisa seguidamente Santo Tomás que: «En nosotros hay un doble acto. El primero es el interior de la voluntad. En él la voluntad es movida y Dios es quien mueve, sobre todo cuando la voluntad comienza a querer el bien después de haber querido el mal. Y puesto que Dios es quien mueve la mente humana para impulsarla a este acto, la gracia se llama en este caso operante».

            El primero acto de la voluntad es interior, o acto elícito, como el querer o el elegir. Bajo la gracia actual operante, la voluntad movida por ella, no se mueve por sí misma, pone el acto voluntario, que continúa siendo libre, aunque en este caso ha sido un acto indeliberado o no determinado por una deliberación precedente.

            Un segundo acto es el imperado por la voluntad y, por tanto, con un efecto exterior a la misma. De manera que: «el otro acto es el exterior. Como éste se debe al imperio de la voluntad (…) es claro que en este caso la operación debe atribuirse a la voluntad. Pero, como aun aquí Dios nos ayuda, ya interiormente, confirmando la voluntad para que pase al acto, ya exteriormente, asegurando su poder de ejecución, la gracia en cuestión se llama cooperante»[8].

            La gracia cooperante de Dios, con esta doble acción sobre la voluntad en el acto de querer y en el de actuar,  moviendo a las otras potencias a sus propias operaciones, versa, por tanto, sobre actos libres deliberados.

La cooperación no es, por consiguiente, como una ayuda de la propia acción humana a la moción o gracia de Dios, sino la de ésta a la acción humana. Por ello, podría parecer que no deba llamarse a la gracia actual de Dios gracia cooperante. Sin embargo, se da una verdadera cooperación, porque: «se puede hablar de cooperación no sólo cuando un agente secundario colabora con el agente principal, sino también cuando se le ayuda a otro a alcanzar un fin que se ha propuesto. Y con la gracia operante Dios ayuda al hombre a querer el bien, de donde una vez adoptado este fin es cuando la gracia coopera con nosotros»[9].

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