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1.09.15

XXIV. La gracia de la oración

Vocación universal a la oración

            No es casual que el Catecismo de la Iglesia Católica dedique su carta y última parte a la oración, porque, en su primer capítulo, se lee en su título: «La llamada universal a la oración». Además, comienza con el siguiente párrafo: «El hombre busca a Dios. Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia. Coronado de gloria y esplendor (Sal 8, 6), el hombre es, después de los ángeles, capaz de reconocer ¡qué glorioso es el Nombre del Señor por toda la tierra! (Sal 8, 2). Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que le llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres (Cf. Hch 17, 27)»[1].

            Todo hombre busca a Dios, porque, como se indica en el siguiente párrafo: «Dios es quien primero llama al hombre. Olvide el hombre a su Creador o se esconda lejos de su faz, corra detrás de sus ídolos o acuse a la divinidad de haberlo abandonado, el Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración. Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, la actitud del hombre es siempre una respuesta»[2].

            El Catecismo expresa directa y exactamente la doctrina del concilio Vaticano II. En la Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,  se lee: «Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina»[3]. Lo hace con su gracia, con la llamada gracia suficiente, porque como se dice en el párrafo anterior: «La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios»[4].

            En otro documento conciliar, la Constitución dogmática Dei Verbum, sobre la divina revelación, al empezar a tratar el tema de la fe, se precisa: «Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón  y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad»[5].

            En  uno de los párrafos del Catecismo, se expresa otra necesidad humana conexionada a la de buscar a Dios: la de orar, que es efecto de la gracia[6]. Después de citar al Doctor de la Iglesia, San Juan Crisóstomo, patrono de los predicadores, para mostrar que siempre es posible orar[7], se dice en el párrafo siguiente: «Orar es una necesidad vital: si no nos dejamos llevar por el Espíritu caemos en la esclavitud del pecado (Cf. Ga 5, 16-25). ¿Cómo puede el Espíritu Santo ser “vida nuestra”, si nuestro corazón está lejos de él? “Nada vale como la oración: hace posible lo que es imposible, fácil lo que es difícil (…). Es imposible (…) que el hombre (…) que ora (…) pueda pecar” (San Juan Crisóstomo, De Anna, sermón 4, 5). “Quien ora se salva ciertamente, quien no ora se condena ciertamente” (San Alfonso María de Ligorio, Del gran mezzo della preghiera, pars 1, c. 1)»[8].

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15.08.15

XXIII. La libertad humana y el pecado

La persistencia de la libertad

            En una reciente obra sobre la libertad del hombre y la ciencia divina, el dominico Sebastián Fuster escribía: «El concilio de Trento, siguiendo ya una larga historia, habla de la coexistencia de la gracia divina y de la libertad humana, pero sin explicar cómo obra Dios en el hombre de forma que éste sea en verdad libre, ni cómo debe entenderse la libertad humana para no anular la eficacia de la iniciativa divina»[1].

Para confirmarlo cita el capítulo V del Decreto sobre la justificación del Concilio de Trento y el canon IV del mismo documento. En el primero se dice que los hombres por la justificación que proviene de Dios: «se disponen por su gracia excitante y auxiliante para convertirse a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia. De tal modo que tocando Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deje absolutamente de obrar alguna cosa, al recibir aquella inspiración, puesto que puede también desecharla; ni puede, sin embargo, moverse sin la gracia divina hacia la justificación delante de Dios por sola su libre voluntad; por lo cual, cuando se dice en las Sagradas Escrituras: “Convertíos a Mí, y Yo me volveré a vosotros” (Za 1, 3), se nos advierte nuestra libertad; y cuando respondemos: “Conviértenos a ti, Señor, y seremos convertidos” (Lm 5, 21), confesamos que somos prevenidos por la gracia de Dios»[2].

Por su libertad, la voluntad humana puede aceptar o rechazar la gracia de Dios, que nunca le quita libertad, incluso al regenerarla para que reciba sus gracias. Así se reitera en el segundo texto conciliar citado: «Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre movido y excitado por Dios, nada coopera asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga y prepare a lograr la gracia de la justificación; y que no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado, nada absolutamente obra, y solo concurre como sujeto pasivo; sea excomulgado»[3].

            En definitiva, como concluye el profesor Fuster: «El hombre es libre, tanto en la línea del mal como en la del bien. Soberanamente libre»[4].

El entendimiento y la libertad

El hombre sólo desea el bien, porque su voluntad únicamente quiere el bien. Santo Tomás lo argumenta de esta forma:  «La voluntad es un apetito racional, y todo apetito solamente desea el bien. La razón es que el apetito se identifica con la inclinación de todo ser hacia algo que se le asemeja y le conviene. Más como cosa, en cuanto es ente o substancia, es buena, se sigue necesariamente que toda inclinación tiende hacia el bien»[5].

No sólo la voluntad o apetito intelectual se inclina al bien, sino también el apetito natural o sin conocimiento e igualmente el apetito sensible. «Siendo toda inclinación consecuencia de una forma, el apetito natural corresponde a una forma existente en la naturaleza, mientras que el apetito sensitivo y el intelectual o racional, que es la voluntad, siguen a una forma existente en la aprehensión. Y lo mismo que el apetito natural tiende al bien real, los segundos tienden al bien en cuanto conocido. Para que la voluntad, pues, tienda a un objeto no se requiere que éste sea bueno en la realidad, sino basta que sea aprendido como bueno»[6]. Por ello, la voluntad puede querer el mal, pero como bien aparente.

La voluntad no puede querer nada que no se muestre como bueno. De ahí que requiere el conocimiento intelectual  que le manifieste el bien, real o aparente  o supuesto. Como consecuencia, la actividad libre, por pertenecer a la voluntad, está posibilitada por el conocimiento racional.

En otro lugar, explica Santo Tomás, al tratar la cuestión del libre albedrío, que: «Al apetito, si no hay algo que lo impida, le sigue el movimiento u operación. Por eso, si el juicio de la facultad cognoscitiva no está en el poder de alguien, sino que le viene impuesto de otra parte, tampoco estará en su poder el apetito ni, en consecuencia, el movimiento o la operación. Por su parte, el juicio está en poder del que juzga en cuanto que es capaz de juzgar su propio juicio, ya que sólo podemos juzgar lo que está a nuestro alcance. Ahora bien, juzgar el juicio propio es exclusivo de la razón, la cual reflexiona sobre su acto y conoce las relaciones de las cosas sobre las que juzga y de las cuales se vale para juzgar. De ahí que la raíz de la libertad esté en la misma razón»[7].

La libertad no depende únicamente de la voluntad, como propiedad suya, sino también del intelecto o razón. La raíz de la libertad es doble, en cuanto que: «La raíz de la libertad está en la voluntad como en sujeto propio; más, como en su causa, reside en la razón. La voluntad puede tender libremente a diversos objetos, porque la razón puede formar diversos conceptos del bien. De ahí que los filósofos definieran el libre albedrío “el libre juicio de la razón”, como para indicar que la razón es la causa de la libertad»[8].

Sobre esta tesis, escribía León XIII: «El juicio recto y el sentido común de todos los hombres, voz segura de la Naturaleza, reconoce esta libertad solamente en los seres que tienen inteligencia o razón; y es esta libertad la que hace al hombre responsable de todos sus actos. No podía ser de otro modo. Porque mientras los animales obedecen solamente a sus sentidos y bajo el impulso exclusivo de la naturaleza buscan lo que les es útil y huyen lo que les es perjudicial, el hombre tiene a la razón como guía en todas y en cada una de las acciones de su vida»[9].

Se concluye, por ello, que: «afirmar que el alma humana está libre de todo elemento mortal y dotada de la facultad de pensar, equivale a establecer la libertad natural sobre su más sólido fundamento»[10].

Santo Tomás  empieza  la cuestión del libro albedrío demostrando su existencia en el ser humano con la siguiente observación: «El hombre posee libre albedrío; de lo contrario, serían inútiles los consejos, las exhortaciones, los preceptos, las prohibiciones, los premios y los castigos».

Lo explica seguidamente situándolo en la escala de los entes: «Hay seres que obran sin juicio previo alguno: v. gr., una piedra que cae y cuantos seres carecen de conocimiento. Otros obran con un juicio previo, pero no libre, así los animales. La oveja que ve venir al lobo, juzga que debe huir de él; pero con un juicio natural y no libre, puesto que no juzga por comparación, sino por instinto natural. De igual manera son todos los juicios de los animales. El hombre, en cambio, obra con juicio, puesto que por su facultad cognoscitiva juzga sobre lo que debe evitar o procurarse; y como este juicio no proviene del instinto natural ante un caso práctico concreto, sino de una comparación hecha por la razón, síguese que obra con un juicio libre, pudiendo decidirse por distintas cosas».

A continuación, Santo Tomás da la siguiente argumentación para demostrar que el juicio racional y libre, propio del hombre, distinto del juicio natural e instintivo, que se da en los animales, es necesario para que la voluntad humana sea libre: «Cuando se trata de lo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias como se comprueba en los silogismos dialécticos (probables) y en las argumentaciones de la retórica (persuasivas y estéticas). Ahora bien, las acciones particulares son contingentes, y, por tanto, el juicio de la razón sobre ellas puede seguir direcciones diversas, no estando determinado en una sola dirección. Luego, es necesario que el hombre posea libre albedrío, por lo mismo que es racional»[11].

A la inversa, se advierte que, en la escala de los entes, siempre en los grados del entendimiento hay libertad, aunque también en grados proporcionales. «Sólo aquello que tiene entendimiento puede obrar en virtud de un juicio libre, en cuanto que conoce la razón universal del bien por la cual puede juzgar que esto o aquello es bueno. Por consiguiente, dondequiera que haya entendimiento, hay libre albedrío»[12].

            Por este motivo, en la Instrucción «Sobre libertad cristiana y liberación» se concluye: «el hombre se hace libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero, y esto —prescindiendo de otras fuerzas— guía su voluntad. La liberación en vistas de un conocimiento de la verdad, que es la única que dirige la voluntad, es condición necesaria para una libertad digna de este nombre»[13].

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4.08.15

XXII. El libre albedrío

Libre albedrío

La esencia de la libertad.

Si, como escribió Marcelino Ocaña, la concepción del libre albedrío en la doctrina de Molina es «el eje de todo el sistema»[1], algo parecido podría decirse del bañecianismo, o explicitación de la doctrina de Santo Tomás. En realidad, como ha notado Miguel Castillejo: «Una de las claves hermenéuticas que da unidad al vasto y denso mundo de la historia del pensamiento, es, sin lugar a dudas, el concepto de libertad»[2]. Parece, por ello, conveniente, para una mejor comprensión de la doctrina de la gracia en Santo Tomás, examinar la de la libertad.

Todos los filósofos tomistas afirman que en el hombre hay libre albedrío o libertad. El libre albedrío significa la libertad en cuanto es la propiedad singular de la voluntad de ser la causante de sus propios actos y, por tanto, responsable de los mismos. Por ella, cada hombre ejerce el dominio de sus obras, dispone de sí mismo, se auto posee por su voluntad o se autodetermina. Decía Aristóteles que «libre es lo que es causa de sí»[3].

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15.07.15

XXI. La gracia en los escritos de Francisco P. Muñiz

Domingo Báñez

Imprecisión sobre la gracia suficiente

La solución del tomista Francisco Marín-Sola al problema de la concordia entre la gracia divina y la libertad, sin dejar de mantener lo «substancial” de la interpretación de Domingo Báñez, provocó la oposición de otros tomistas, especialmente del conocido tomista francés Règinald Garrigou-Lagrange. El profesor norteamericano Michael D. Torre, uno de los mejores expertos en la vida y obra del dominico navarro, ha investigado la historia de los problemas que le ocasionó su nueva interpretación en vida[1]. Muestra el profesor Torre que tuvieron importantes consecuencias, en la actividad académica del prestigioso dominico navarro, las objeciones de Garrigou-Lagrange[2].

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1.07.15

XX. La gracia en la solución de Francisco Marín-Sola

Respuesta a los sistemas medios

            En el primero de  sus tres extensos artículos sobre la moción divina, publicados en 1925 y 1926, en la prestigiosa revista «La Ciencia Tomista», Francisco Marín-Sola, indica que su intento es, respecto a la noción tomista de moción y de todas las conexionadas con ella: «Tratar de organizar todas esas ideas en una síntesis, a nuestro juicio, más armónica y relativamente nueva, pero dentro siempre de los principios fundamentales de la doctrina de Santo Tomás y de sus comentaristas príncipes»[1].

            Advierte, en primer lugar, que, a diferencia de otros tomistas: «Nos proponemos simplemente trabajar por el tomismo, pero sin luchar con nadie. Hay dos maneras de trabajar a favor de un sistema: primera, desarrollándolo y fortificándolo en sí mismo dando a las ideas madres que lo componen mayor claridad, amplitud o precisión; segunda, atacando a los adversarios o respondiendo a sus tiros. Nosotras nos proponemos hacer lo primero, no lo segundo»[2].

            En segundo lugar, nota que quiere: «penetrar y desarrollar los principios tomistas, aunque sea con cierta apariencia de innovación». No va realizar: «innovaciones substanciales o transformistas, que equivalen a la muerte o abandono de un sistema», sino «modales y homogéneas, que no hacen sino vigorizarlo y ampliarlo, pues son el efecto y la señal a la vez de la verdadera vida, tanto en los sistemas doctrinales como en los organismos corpóreos»[3].

            En tercer lugar, observa que en la idea de desarrollar y ampliar en varios puntos el sistema tomista ha sido: «La consideración de ciertos sistemas medios entre el molinismo y el tomismo, los cuales no son molinistas ni congruistas, pues rechazan la ciencia media; ni tampoco son tomistas, pues rechazan la predeterminación física o la gracia físicamente eficaz. Tal es el sistema llamado Agustiniano (al menos en cuanto a la naturaleza caída); tal es el sistema del doctor de la Iglesia San Ligorio».

            Confiesa más adelante que: «Estamos persuadidos que los representantes de esos sistemas medios entre el molinismo y el tomismo son tan sinceros al rechazar la ciencia media como al negar la predeterminación física. Es más: estamos persuadidos que la causa de quedarse esos teólogos a medio camino, entre el molinismo y el tomismo, más viene de la repulsión que les causa la predeterminación física que de atracción alguna que sobre ellos ejerza la ciencia media».

            Manifiesta seguidamente que: «Parte de esa repulsión viene de la manera algo estrecha con que los conceptos de predeterminación física y gracia suficiente suelen exponerse por algunos tomistas, por eso creemos que ampliar y aclarar esos conceptos, para lo cual basta seguir y desarrollar las indicaciones ya hechas por tomistas de primer orden, es contribuir a que el tomismo atraiga hacia sí a todos los sistemas que, con sólo negar la ciencia media, están gravitando hacia él»[4].

            Incluso en la doctrina sorbónico de Honoré Tournely (1658-1729), indica Marín Sola:  «Si a ese sistema se le quita la ciencia media, como se la quitó con su profundo sentido teológico el gran Doctor de la Iglesia San Ligorio, y si, además, se entiende la gracia suficiente no como moción versátil o indeterminada, a estilo molinista, sino como moción determinadísima, aunque falible e impedible en su curso por la voluntad humana, creemos que nada hay en dicho sistema que no pueda ser concordado substancialmente con el verdadero sistema tomista»[5].

            Confiesa finalmente que: «Estamos persuadidos que el día que estas cuestiones se estudien y se traten con un poco menos de calor polémico y un poco más de serena objetividad, se ha de distinguir mejor qué es lo que en cada sistema constituye la substancia inmutable, y qué es lo que no son sino accidentes variables; y cómo son substancialmente tomistas todos los sistemas que, en el orden de intención, rechacen la ciencia media, y, en el orden de ejecución, no se limiten al puro concurso simultáneo, sino que admitan, con estos o con los otros matices, una verdadera promoción física»[6].

 

La providencia divina

            Para la exposición de su sistema, que intenta desarrollar explícitamente lo que considera que contiene el sistema tomista de manera implícita, comienza por dar una breve síntesis, que presenta en varias proposiciones.

            Proposición primera: «Aunque toda providencia divina sea infalible o infrustrable en cuanto a la consecución del fin universal, que es la gloria de Dios o bien del universo, sin embargo, la providencia general, sea natural o sobrenatural, es falible o frustrable respecto al fin particular de cada individuo o de cada acto individual»[7].

            La providencia, la disposición o «la razón del orden de las cosas a sus fines»[8], según su extensión se divide, tanto en el orden natural como en el sobrenatural, entre la  providencia general, si se refiere a todos los seres, y la providencia especial, que se refiere a grupo o a un solo individuo. En el orden sobrenatural, la providencia general es la voluntad salvífica universal, y la especial es la salvación de unos y la condenación de otros.

            A su vez el fin de toda providencia es universal y particular. En la providencia general, tanto en el orden natural como en el sobrenatural, el fin universal es la gloria de Dios o bien del universo. El fin particular, son los otros fines menos universales, remotos o próximos, que respecto al universal son medios. Serían, por ejemplo: «el que el fuego queme, que la semilla germine, que el pecador haga estos o los otros actos para convertirse, que el justo guarde los mandamientos, persevere o se salve». Debe advertirse que tales fines respecto a la providencia general: «Ora esos fines particulares se consigan, ora no, siempre se consigue el fin universal, que es la gloria de Dios o bien del universo».

            En la providencia especial, el fin universal es el mismo que el de la providencia general. El fin particular o propio es el que tiene para un acto o un individuo. En la consecución de estos dos fines, la providencia especial es inefable o infrustrable.

            También lo es la providencia general en cuanto al fin universal. Sin embargo,  nota Marín Sola que: «La disputa entre los teólogos versa solamente si la providencia general natural o sobrenatural, es infalible o infrustrable respecto a la consecución del fin particular de cada uno de sus actos, esto es, respecto a todo otro fin menos universal que la gloria de Dios o bien del universo»[9].

           Reconoce, como es indiscutible, que los tomistas Tomás de Lemos (1550-1629) y Diego Álvarez (1550-1635), que intervinieron en las Congregaciones de Auxiliis, y otros que les siguieron, dieron una respuesta afirmativa. En cambio, la de Marín Sola da una respuesta negativa, tal como se advierte en esta proposición primera.

            Además de apoyarse en otros tomistas, la justifica con dos textos de Santo Tomás. El primero es el siguiente: «El cuidado de algo comprende dos cosas: la razón del orden, llamada providencia o disposición; y la ejecución del orden, que se llama gobierno; y si lo primero es eterno, lo segundo es temporal»[10].  Se infiere de ello que la providencia incluye decretos eternos de la voluntad divina y premociones temporales del obrar divino.

            En el segundo afirma el Aquinate: «Son, por tanto, dos los efectos de la gobernación: la conservación de las cosas en el bien y la moción de las mismas al bien». Este pasaje citado por Marín Sola es la conclusión del siguiente argumento, que precisa la semejanza de las criaturas con el Creador y su tendencia a Dios en su ser, perfección, y en ser causa: «Las criaturas tienden a asemejarse a Dios en cuanto a dos cosas, a saber: en cuanto a ser buenas, como Dios es bueno, y en cuanto a ser unas para otras causa de bien, como Dios es causa de la bondad de todos los demás seres»[11].

            Se infiere de todo ello, según Marín Sola, por una parte, que, al igual que hay una providencia general que en cuanto a su fin particular, o en cuanto a los medios para el fin universal, es impedible o frustrable, habrá también decretos falibles y también mociones frustrables.

            Por otra que: «La división de la providencia en general y especial corresponde exactamente a la división de la voluntad divina en antecedente y consiguiente; la una condicionada y frustrable por la criatura; la otra absoluta e infrustrable».

            Sobre la falibilidad de la primera explica que: «La voluntad antecedente se llama condicionada y frustrable, no en cuanto a la aplicación de los medios o mociones, las cuales Dios los aplica siempre (y por tanto, en cuanto a eso  es voluntad consiguiente, absoluta e infrustrable), sino en cuanto al éxito o consecución del fin particular de esas mociones, las cuales la criatura puede de hecho frustrar o no frustrar, poniéndoles o no poniéndoles impedimento»[12].

            Puede concluirse que: «Las mociones divinas frustrables por el defecto de la voluntad humana constituyen en el orden sobrenatural, la gracia suficiente o faliblemente eficaz; las infrustrables o infalibles constituyen la gracia infaliblemente eficaz. Por eso la gracia suficiente corresponde a la providencia sobrenatural general y a la voluntad antecedente de salvar a todos, y la gracia infaliblemente y perseverante eficaz corresponde a la voluntad consiguiente de salvar a algunos o providencia especial»[13].

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