2.06.16

XLII. Naturaleza del pecado original

Un hábito singular

El pecado original, transmitido a todos los hijos de Adán a lo largo del tiempo, se encuentra en nosotros como un hábito malo. Es, por tanto, como todo hábito, una inclinación firme y constante a proceder de un determinado modo. Los hábitos están en el hombre: «de un modo intermedio entre la potencia y el acto» y, a diferencia de la potencia, puede actualizarlos únicamente con su voluntad y «cuando quiera»[1].

Argumenta Santo Tomás, para probar que el pecado original es un hábito malo o disposición desordenada, en primer lugar, que: «San Agustín dijo, en el libro El bautismo de los niños (I, c. 39), que por razón del pecado original los niños tienen ya aptitudpara la concupiscencia, aunque todavía no la actualicen. Pero toda aptitud denuncia la existencia de un hábito. Luego el pecado original es hábito»[2].

En este lugar, citado por el Aquinate, escribe San Agustín contra algunos pelagianos, sin citar sus nombres: «Mas como nuestros adversarios nos conceden que los niños deben ser bautizados, pues no pueden oponerse a la autoridad de la Iglesia católica, fundada, sin duda, en la tradición del Señor y de los apóstoles, han de concedernos que también a ellos son necesarios los mencionados beneficios del Mediador, para que, limpios por el sacramento y la caridad de los fieles y unidos de este modo al cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, se reconcilien con Dios y en Él sean vivificados y salvos, libertados, rescatados e iluminados. ¿De qué han de serlo sino de la muerte, de los vicios, del reato, de la esclavitud y de las tinieblas de los pecados? Mas como los niños por su edad no han podido cometer ninguna falta personal, luego sólo les queda el pecado original»[3].

El hábito del pecado original, que está en la naturaleza humana, no es infuso ni adquirido. Es un hábito singular. Explica Santo Tomás que: «Hay dos clases de hábitos. Uno por el que la facultad posee capacidad de obrar, al modo como la ciencia y la virtud son hábitos. En este sentido el pecado original no es hábito». No lo es como lo son las virtudes sobrenaturales y las virtudes naturales, ni tampoco como lo son, pero malos, los vicios y pecados.

El otro tipo de hábito es al que nombra: «la disposición por el que una naturaleza compuesta de muchos elementos, está bien o mal ordenada para algo y principalmente si tal disposición se ha convertido como en una naturaleza, como es claro en la salud y la enfermedad».

Esta clase de hábito es una disposición, ordenada o desordenada, que está arraigada en la naturaleza del sujeto como si fuese una segunda naturaleza. «En este sentido decimos que el pecado original es un hábito: disposición desordenada que proviene de la ruptura de la armonía constitutiva de la justicia original».

La falta de toda armonía, causada por el pecado, en las facultades del hombre y en la del alma con el cuerpo, en el estado de la naturaleza humana caída, es parecida a la del cuerpo enfermo. «Lo mismo que la enfermedad corporal es una disposición desordenada del cuerpo por la que se rompe la proporción en que consiste la salud. Por eso se llama al pecado original “enfermedad de la naturaleza” (Pedro Lombardo, Sent., 2 d.30 q.8)»[4].

Disposición habitual heredada

Aunque el pecado original es la «privación» de la «justicia original»[5] no impide que sea un hábito en el sentido indicado. «Así como la enfermedad corporal tiene algo de privación, en cuanto que se rompe el equilibrio de la salud, y tiene algo de positivo, a saber, los humores mismos dispuestos desordenadamente, así también el pecado original tiene la privación de la justicia original, y junto con ella la desordenada disposición de las partes del alma. Luego, no es pura privación, sino un hábito corrompido»[6].

En tal caso aparece una nueva dificultad. Debe sostenerse que el pecado personal, que ya no es un hábito en el sentido de una disposición arraigada en la naturaleza, sino un acto propio, pero desordenado por ser pecado, implica culpabilidad En cambio, el pecado original, por ser un hábito de una naturaleza desordenada, no parece que tenga «razón de culpa»[7].

Al responder a esta objeción, explica Santo Tomás que el pecado personal o «pecado actual es cierto desorden del acto; en cambio, el original, como desorden de la naturaleza, es cierta disposición desordenada de la misma naturaleza, que tiene razón de culpa en cuanto que se deriva del primer padre».

El pecado original no es un pecado actual ni tampoco un pecado habitual adquirido por la repetición de un pecado actual, es sólo una disposición desordenada heredada en de la naturaleza humana. «Pero, además esa disposición desordenada tiene razón de hábito, cosa que no tiene la disposición desordenada del acto. Por este motivo, el pecado original, puede ser hábito, mientras que no puede serlo el pecado actual»[8].

Aunque el pecado original no es «el hábito que dispone la potencia en orden a la operación», como lo son los hábitos que llevan al pecado actual, sin embargo: «del pecado original deriva cierta inclinación al pecado, no directa, sino indirectamente, por la remoción de los impedimentos, es decir, de la justicia original, que veda los movimientos desordenados, como también de la enfermedad corporal nacen indirectamente movimientos corporales desordenados»[9].

La inclinación o propensión del heredado pecado original a actos desordenados, a pecados actuales, tampoco es directa como la otra especie de hábitos de las facultades, sino en cuanto que ha removido o apartado de la justicia original, que imposibilitaba los actos desordenados. El pecado o concupiscencia desordenada original puede entenderse como: «la misma inclinación o disposición hacia el deseo, procedente del hecho de que el apetito concupiscible no está perfectamente sometido a la razón, al ser suprimido el freno de la justicia original; y de este modo, hablando materialmente, el pecado original es concupiscencia habitual».

El pecado actual de Adán, que supuso la grave carencia de la justicia original en la naturaleza humana, que hace posible y facilita todo tipo de pecado, y transmitida con ella por generación a todos los demás hombres, hace que: «el pecado original no se dice pecado por la misma razón con que se dice pecado al pecado actual: pues el pecado actual consiste en el acto voluntario de alguna persona; y por lo mismo que no pertenece a tal acto, no tiene razón de pecado actual; pero el pecado original es de la persona según su naturaleza que heredó de otro originalmente; y por esto, todo defecto encontrado en la naturaleza de la prole, derivado del pecado del primer padre, tiene razón de pecado original, con tal que exista en el sujeto que es receptivo de la culpa»[10].

El Aquinate cita la afirmación de San Agustín sobre esta concupiscencia: «se llama pecado porque ha sido cometido a causa de un pecado y es castigo de un pecado»[11], el actual de Adán.

En definitiva, advierte que: «No debemos pensar que el pecado original sea un hábito infuso, ni tampoco adquirido por actos, a no ser que hablemos del acto del primer padre, no de otra persona. Es un hábito innato por defecto de origen»[12].

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20.05.16

XLI. Pandemia universal del pecado

El pecado habitual

El verdadero enemigo del hombre es el pecado actual propio. El pecado original heredado también lo es, porque viene del pecado actual de nuestros primeros padres y porque nos conduce a pecar. Como enseñaba Torras y Bages: «Pecar es romper la ley de Dios. Dios ha puesto la ley a todo: a los ángeles, a las bestias, a los hombres, a las cosas materiales. Todos obedecen la ley, menos el hombre. Es la insubordinación, pues, del hombre contra Dios. Cada pecado ataca un atributo de Dios; la ira, su dulzura; la envidia, su caridad; la lujuria, su pureza, etc.»[1].

La maldad o malicia del desorden del pecado, que implica el rechazar a Dios, –con perfecta advertencia del entendimiento y con el consentimiento perfecto de la voluntad–, y en sustituirle para alcanzar la felicidad por algo creado, se conoce: «a) Por la grandeza de Dios, a quien se ofende. Tontería del pecador, que no piensa que un día ha de caer en manos de Dios. b) Por la pequeñez del hombre: “Conózcame a mí, conózcate a ti” (San Agustín, Soliloquios, II, 1, 1; Noverim te, noverim me). c) Porque es contra la naturaleza del hombre, la destruye. Horror y asco que los santos tienen al pecado. Una santa, al verse a sí misma tan deforme, pidió a Dios que le quitara aquella visión. d) Por la deshonra que se hace a Dios, por preferir a El una tontería. e) Por la amargura que causa a Dios».

Confirman la malicia del pecado sus efectos, como la condenación por toda la eternidad de los ángeles rebeldes y la expulsión de Adán y Eva del paraíso y con la posibilidad de la condenación eterna para ellos y sus descendientes si no aceptaban la redención de Cristo. Otros efectos importantes, señalados por Torras y Bages son «a) el diluvio: b) Sodoma y Gomorra; c) el hecho general de que cuando una sociedad se entrega al pecado cae. Todos los pueblos han temido “la ira de Dios” (Rm 1. 18). Sacrificios para aplacar la divinidad irritada ¿Todo jefe de una sociedad castiga la transgresión de la ley, y Dios, no?».

Además, el pecado requirió la pasión de Cristo para la redención del pecador. Por ello: «Nadie puede conocer tanto la malicia del pecado como el cristiano. Las pasiones y el demonio hacen que consideremos el pecado como una flaqueza disimulable; pero. cuando el entendimiento se ha serenado ya, surge el remordimiento. El pecado atontece al hombre, pero la fe cristiana ilumina este punto. ¿De qué medio se valió Dios para destronar el pecado del mundo? De la redención del Hombre-Dios».

Sin embargo: «La redención es una circunstancia agravante del pecado. El pecado del cristiano es más grave porque pisa la sangre de Cristo.”No abandona, sino es abandonado” (“No abandonará su obra si su obra no le abandona”, San Agustín, Enarraciones sobre losSalmos, 145, 8). Temor del pecado por no poder salir de él. El hombre con sus fuerzas se puede perder, pero no salvar. Todavía hoy Cristo es el único remedio contra el pecado, o se puede salvar del pecado que no se apoya en Él»[2].

La miserable situación del pecador

El verdadero problema del hombre es que vuelva otra vez a pecar. «El pecado una vez perdonado deja limpia al alma, pero “el abismo llama al abismo” (Sal 42, 8); pero si el hombre no está resuelto a pelear, huir de ocasiones, etc. volverá como el perro a comer lo que ha vomitado. Nada más se atreve a pecar «”la cerda lavada se revuelca en el cieno” (2 Pe 2, 22). Sólo se atreve a pecar. Vivirá sentado en el pecado; no echará de menos la gracia divina, y será como una viña de la que el amo saca la cerca porque la abandona: todo tipo de bestias pueden pastorear en él»[3].

Se dice en el Antiguo Testamento que: «El impío, después de haber llegado al fondo de los pecados, de nada hace caso»[4]. Nota además Torras y Bages que: «En muchos lugares del Evangelio nos presenta diferentes figuras para hacernos comprender el estado de un alma abandonada al pecado: a) el paralítico que está treinta y ocho años en un lugar sin moverse, signo de la insensibilidad; b) el pródigo, obligado a vivir entre animales, que son las pasiones desenfrenadas que hacen del hombre bestia; c) el ciego de nacimiento y el sordomudo, símbolos del pecador, a quien quedan ofuscadas sus potencias para las cosas divinas».

Con el pecado: «pasa en el alma lo que en el cuerpo. Al principio, después de la muerte, nada tiene de particular; después viene la corrupción. Más la verdadera figura del pecador habitual se encuentra en: “Lázaro (…) huele mal, porque está muerto desde hace cuatro días” (Jn 11, 39), en el muerto que ya apesta». Se pueden considerar: «dos circunstancias del hombre en este estado, o sea, de su corrupción: respecto a sí mismo; y respecto a los otros».

El pecado afecta a su autor, porque: «es una verdadera descomposición o transformación del hombre: Primero, en lo sobrenatural; pierde la amistad de Dios, el derecho a la herencia eterna y el mérito sobrenatural de sus obras. Segundo, en lo natural: todo ello se pervierte: si es de alta posición, se vuelve insolente; si pobre, envidioso; si de talento, orgulloso; si era un carácter noble y decidido, se vuelve temerario; si era afectuoso e inclinado al amor, se entrega a las bajezas de la sensualidad. Hasta su cuerpo se transforma, y lleva marcadas en su cara las viles pasiones que le dominan».

También afecta a los demás, porque el pecado: «es causa de un verdadero apestamiento; la corrupción despide miasmas pestilentes; es ley de la corrupción, tanto en el orden físico como moral, el contagio. El vicioso tiene ya de sí el maldito placer de contaminar los otros; más aún, sin querer, su influencia es terrible: un hombre apesta un pueblo y hasta una nación»[5].

Se puede preguntar, en consecuencia: «¿El infeliz pecador habitual quedará perpetuamente en este estado?». Responde a ella Torras y Bages: «No, puede salir. Se necesitan dos circunstancias: La primera siempre se verifica, y son la intercesión y oraciones de los fieles, pues toda conversión es efecto de esto; la oración de Jesucristo convierte al Centurión y a Longinos; San Esteban, a San Pablo; y Santa Mónica, a San Agustín».

No siempre se da la otra, porque: «La segunda debe ponerla el mismo pecador, quitando los impedimentos a la gracia: dejar las ocasiones, alejarse de los objetos que inflamen sus pasiones. Encomendándose a las oraciones de Jesucristo, que es “la resurrección y la vida” (Jn 11, 25)»[6].

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5.05.16

XL. El antiguo legado de soberbia

El misterio del pecado original 

Decía en 1985, el entonces cardenal Josep Ratzinger: «La incapacidad de comprender y de presentar el “pecado original” es ciertamente uno de los problemas más graves de la teología y de la pastoral actuales»[1].

Sobre la denominada «crisis actual del pecado original» notaba también que: «Esta crisis no es más que un síntoma de nuestra dificultad profunda para aprehender la realidad del hombre, del mundo y de Dios»[2].

Más recientemente, en un artículo de Reforma o apostasía, dedicado al pecado original, José María Iraburu escribía, con la claridad y valentía en su exposición y defensa de las verdades naturales y sobrenaturales, que le caracterizan, que muchos: «Como fieles roussonianos,piensan y enseñan, aunque quizá no se lo creen, que de suyoel hombre es bueno, que es el mundo pecador quien lo malea, y que con el progreso de la educación, la medicina, la política y la ciencia, puede llegarse a un mundo armonioso, generador de una humanidad íntegra y buena, libre de pecado. Pelagianismo puro y duro: Cristo Salvador es innecesario. La Iglesia como “sacramento universal de salvación” es una pretensión ridícula: debe auto-disolverse. Más ciencia y menos religión».

Como ya había indicado en otras ocasiones, el Dr. Iraburu advierte que la «dificultad insalvable», que estos innovadores actuales: «hallan para explicar en sentido católico la naturaleza y transmisión del pecado original se debe a que niegan toda ontología metafísica realista, la única en la que tiene sentido la noción de naturaleza».

Añade que más: «concretamente, el pecado original es otra cosamuy diferente a lo que ellos piensan. Es algo incomparablemente más grave, pues afecta a la misma naturalezade todo el hombre y de todo hombre, y se transmite, lógicamente, como se transmite la naturaleza humana, por generación. Y es un pecado que no tiene remedio humano, que solamente puede ser vencido por gracia sobre-humana, sobre-natural»[3].

Es innegable que el pecado original es algo misterioso, pero observa asimismo Ratzinger que: «Esta verdad cristiana tiene un aspecto misteriosos y un aspecto evidente. La evidencia : una visión lúcida, realista del hombre y de la historia no puede dejar de descubrir la alienación, no puede ocultarse el hecho de que existe una ruptura de las relaciones: del hombre consigo mismo, con los otros, con Dios. Ahora bien, puesto que el hombre es por excelencia el ser-en-relación, una ruptura semejante llega hasta las raíces, repercute en todo»[4].

También se revela su carácter misterioso, porque: «si no somos capaces de penetrar hasta el fondo la realidad y las consecuencias del pecado original, ello se debe precisamente a que tal pecado existe; porque la nuestra es una ofuscación de carácter ontológico, desequilibra, confunde en nosotros la lógica de la naturaleza, nos impide comprender como una culpa que tuvo lugar al principio de la historia pueda traer consigo una situación de pecado común».

A pesar de que sea misterioso el pecado original y que el mismo relato de la Escritura sea «una narración que revela y esconde», nota Ratzinger que:«los elementos fundamentales son razonables y la realidad del dogma queda, en todo caso, salvaguardada».

Concluye, por ello, que: «El cristiano no haría lo que debe por sus hermanos si no les anunciase al Cristo que nos redime ante todo del pecado; si no anunciase la realidad de la alienación (la “caída”) y, a la vez, la realidad de la gracia que nos redime y libera; si no anunciase que para reconstruir nuestra esencia originaria tenemos necesidad de una ayuda exterior a nosotros mismos; si no anunciase que la insistencia sobre la autorrealización, sobre la autorredención, no conduce a la salvación, sino a la destrucción; si no anunciase, en fin, que para ser salvos es necesario abandonarse al Amor»[5].

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20.04.16

XXXIX. El primer pecado

La primera tentación

Después de la institución divina del matrimonio, se lee en el Génesis: «Pero la serpiente era más astuta que todos los animales de la tierra que había hecho el Señor Dios. Ésta dijo a la mujer: “¿Por qué os mandó Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?”»[1].

Nuestros primeros padres, por la perfección recibida por la gracia de Dios, no experimentaban tentaciones. Con la armonía perfecta y completa, que les proporcionaba la gracia recibida, no podían ser incitados interiormente a quebrantar la voluntad de Dios. La triple sujeción de su mente a Dios, de sus potencias a su mente y de su cuerpo al alma impedían cualquier tentación interior. Sin embargo, la armonía de la que disfrutaban no era absolutamente perfecta y podían ser tentados y pecar y, por tanto, perderla. La tentación les vino de fuera, de la serpiente.

No se trataba de cualquier serpiente, ni de la especie en general, sino de la serpiente en la que estaba escondido un espíritu maligno, Satanás. Así se indica en el Apocalipsis, al decirse: «aquella antigua serpiente que se llama Diablo y Satanás, que engaña a todo el mundo»[2].

Nota San Agustín que, en este versículo, se indica que: «la serpiente que era: “La más prudente de todos los animales”, esto es, la más astuta, por la astucia del diablo, puesto que en nombre de él y por él engañaba; del mismo modo que se dice prudente o astuta la lengua que es movida por el prudente o el astuto, a fin de persuadir con prudencia o con astucia. No tiene esta fuerza o virtud el miembro corporal que se llama lengua, sino la mente que usa de ella. Como se dice pluma mentirosa la de los escritores, a pesar de que la mentira es propia del que vive y siente; y llamase pluma mendaz porque el mentiroso obra mendazmente por ella. Del mismo modo fue llamada mentirosa la serpiente porque el diablo usó de ella como usa el escritor mendazmente de su pluma»[3].

Repara San Agustín en que: «no comprendió la serpiente el sentido de las palabras que por medio de ella se dirigieron a la mujer; pues si tampoco los mismos hombres, cuya naturaleza es racional, entienden lo que dicen, al hablar por ellos el demonio, cuando se ha posesionado con la posesión que exige el exorcismo, ¿cuánto menos entendería la serpiente el sentido de las palabras que por medio de ella y de aquel modo pronunciaba el diablo, siendo así que no entendería al oír al hombre que hablaba, estando ella libre de la posesión diabólica»[4].

Confiesa además: «Creí conveniente recordar esto para que ninguno juzgue que los animales carentes de razón poseen inteligencia humana, o que repentinamente se transforman en animales racionales, y, por lo tanto, caiga en la opinión ridícula y nociva de la trasmigración de las almas, según la cual las de los hombres pasan a las bestias o las de las bestias a los hombres. Luego habló la serpiente al hombre como habló al hombre el asna sobre la que cabalgaba Balaán(Nm 22, 28), con la diferencia de que aquélla fue obra diabólica y ésta angélica; pues los ángeles buenos y los malos ejecutan algunas obras semejantes»[5].

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5.04.16

XXXVIII. La inmortalidad primitiva

La inmortalidad del espíritu humano

En el estado de inocencia del hombre primitivo, a las sujeciones de la mente a Dios y de sus facultades a su razón, le seguía una tercera sujeción, la del cuerpo al alma. Al igual que a las dos primeras, en esta sujeción le acompañaba otro don preternatural, el don de la inmortalidad. Este nuevo don preservaba al cuerpo de la muerte, de la disgregación de sus elementos, que lo constituyen como materia viva, y que hacen que de manera natural se produzca su muerte.

No ocurre así con su alma espiritual, porque es una substancia simple y no puede descomponerse. Por ser un espíritu, no tiene elementos de desintegración, no puede, por ello, morir. Ningún espíritu posee la vida con elementos desintegradores, por ser incorpóreo. En cambio, los seres vivos corpóreos están formados por diversos elementos, que, al disgregarse accidentalmente por desgaste en su funcionamiento, o por algo externo que actúe de manera violenta, producen naturalmente la muerte.

El espíritu humanono puede morir, Es inmortal, porque, por tener un ser propio, que da el existir, o el estar presente en la realidad, a todo el compuesto humano –de alma espiritual y cuerpo–, su existencia no depende del cuerpo. Con la muerte del hombre, su espíritu, que hace de alma del cuerpo, le abandona. Ocurre cuando el cuerpo humano ya no es apto para recibir el ser que le comunica el alma. Entonces la unión del cuerpo y el alma termina, muere el hombre.

Con la muerte del hombre, su cuerpo, sin el elemento unificador, se descompone, pero el alma espiritual, que lo unificaba y vivificaba, continúa existiendo, porque conserva su ser, que hasta entonces era del compuesto humano. El hombre es completamente mortal, pero su alma, que es humana, pero no es el hombre, es inmortal. Al morir el hombre, cuando se da la separación del alma y del cuerpo, motivada por los cambios de este constitutivo, el alma, el otro constitutivo, conserva su ser, y, por ello, también su existencia.

Podría decirse que, con la muerte, no quedan afectados el ser y la existencia del hombre, porque son de su espíritu, que hace de alma corporal. El espíritu, por poseer un ser propio, recibido de Dios, cuando se separa del cuerpo, al que da la existencia, la vida y el ser, continúa existiendo. No puede quedar privado de la existencia, efecto del ser que conserva.

Santo Tomás da una profunda prueba metafísica sobre la inmortalidad del alma fundada en su original y, por ello, no siempre comprendida doctrina del ser (esse), Argumenta que mientras permanece la esencia, permanece también la entidad, porque por la esencia se hace la substancia recipiente propio del ser. En el ente espiritual, compuesto como todos los creados de esencia y ser, pero cuya esencia, a diferencia de la de los entes con una esencia compuesta de materia y forma, permanece siempre, La esencia de las substancias espirituales es simple y no puede descomponerse. No puede haber separación en su esencia o forma, que, sin embargo, es siempre recipiente del ser, su otro constitutivo entitativo, que le da la entidad y la existencia[1].

El alma espiritual humana, como cualquier otro espíritu, como el de los ángeles, sólo podría dejar de existir por aniquilación y por voluntad de Dios, su creador. No es posible que la aniquilación del espíritu sea por descomposición, porque carece de partes corpóreas.

Es únicamente posible por aniquilación del ser, y por tanto, por la vuelta a la nada. Sólo Dios podría aniquilar totalmente hacer volver a la nada a una criatura, porque, por tener un poder infinito, es el único que puede crear, hacer de la nada. Crear y aniquilar son poderes propios y exclusivos de Dios. El principio filosófico indiscutible que en la naturaleza nada se crea ni nada se destruye, sólo se transforma, lo confirma.

Sin embargo, se puede afirmar que Dios no destruirá los espíritus inmortales. Ciertamente, Dios, con su poder absoluto, podría aniquilarlos. Sin embargo, se tiene la seguridad que de hecho no lo hará, al considerar, por una parte, su sabiduría infinita, que no lleva a rectificar lo que ha hecho inmortal, por otra, su bondad infinita, que quiere satisfacer el deseo de inmortalidad que El mismo ha puesto en los espíritus humanos. Dios no es destructor, sino creador.

El don de la inmortalidad

En el estado de inocencia el hombre gozaba de la inmortalidad completa, no sólo la del alma, sino también la del cuerpo. Dios le había dado el don preternatural de la inmortalidad corporal con el que el alma sujetaba perfectamente al cuerpo y le hacía participar de su inmortalidad. Así se desprende del mandato y aviso que le dio Dios: «De todo árbol del paraíso comerás, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día en que comas de él, morirás»[2].

La amenaza de la muerte, si infringía la prohibición divina, implica que el hombre era inmortal. Así lo confirma la sentencia de Dios cuando quebrantó el precepto: «Por cuanto escuchaste la voz de tu mujer y comiste del árbol que te había mandado que no comieras, maldita será la tierra por tu causa; con fatigas comerás de ella todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá y comerás la hierba de la tierra. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado; porque polvo eres y en polvo te convertirás»[3].

La muerte es consecuencia de este primer pecado y, por consiguiente, no la hubiera sufrido de no haberlo cometido. Se lee igualmente en el libro de la Sabiduría: «Dios no hizo la muerte ni se goza con la perdición de los vivos»[4]. Más adelante se afirma explícitamente que: «Dios creó al hombre inmortal y lo hizo a la imagen de su semejanza. Pero por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo y le imitan los que son de su partido»[5].

Así lo afirma también explícitamente San Pablo: «por un hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte»[6]. Indica también que: «como la muerte vino por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos»[7]. Si el hombre no hubiera pecado y conservado este don, hay que pensar que después de un tiempo de permanencia en la tierra hubiera pasado a tener la visión beatífica en otra vida, pero sin sufrir el trance de la muerte.

Santo Tomás, al comentar el primer pasaje citado de la epístola de San Pablo, presenta la siguiente objeción: «Parece que el pecado original no entró en el mundo por un hombre, Adán, sino más bien por una mujer, Eva, que pecó primero, según aquello del Eclesiástico 23, 33: «En la mujer tuvo principio el pecado y por ella morimos todos».

Responde con dos contestaciones bíblicas, que encuentra en la Glosa. La primera es la siguiente: «La costumbre de la Escritura es entrelazar las genealogías no por la mujer sino por los varones, como se ve por Mateo, 1, y Lucas, 3. Y por eso queriendo aquí (en Rom 5, 12) el Apóstol mostrar una especie de genealogía del pecado, no hizo mención de la mujer, sino sólo del varón».

En la segunda respuesta que completa y explica la anterior, se da esta razón: «porque también la mujer está tomada del varón (cf. Gen 2, 21-22), y por lo tanto lo que es de la mujer se atribuye al varón».

Otra objeción, que seguidamente tiene en cuenta en este lugar el Aquinate es que: «Parece que la muerte no proviene del pecado, sino más bien de la naturaleza como proveniente por necesidad de la materia. Porque el cuerpo humano se compone de contrarios. Por lo cual es naturalmente corruptible».

Para responder advierte que: «De dos maneras se puede considerar la naturaleza humana. De la una, según principios intrínsecos, y así la muerte le es natural (…) De la otra manera se puede considerar la naturaleza del hombre tal como por divina providencia le fue dada por justicia original».

Recuerda a continuación que: «La cual justicia era cierta rectitud, de modo que la mente del hombre estuviese sujeta a Dios, y las facultades inferiores estuviesen sujetas al espíritu, y el cuerpo al alma; de tal manera que mientras la mente del hombre se sujetara a Dios, las facultades inferiores se sujetarían a la razón, y el cuerpo al alma, que de ésta recibiría la vida sin fin, y las cosas exteriores al hombre, para que todas las cosas le sirvieren y ningún perjuicio recibiera de ellas».

En este estado de rectitud o perfecta justicia respecto a Dios, además de la gracia santificante, que permitía la primera sujeción y hacia posible el don preternatural del dominio perfecto sobre todas las cosas, se poseían los dones preternaturales de integridad y de impasibilidad, que perfeccionaban la sujeción de la potencias inferiores a la razón. En cuanto a la sujeción del cuerpo al alma, se había recibido el don preternatural de la inmortalidad completa.

Explica Santo Tomás que: «Esto lo dispuso la divina providencia en atención a la dignidad al alma racional, pues siendo naturalmente incorruptible le convenía un cuerpo incorruptible; pero como el cuerpo, que está compuesto de elementos contrarios, debía ser el órgano de los sentidos, y tal cuerpo según su naturaleza no puede ser incorruptible, el poder divino suplió lo que a la humana naturaleza faltaba dándole al alma la virtud de mantener al cuerpo incorruptible, así como el artesano, si pudiera, le daría al hierro del que hace un cuchillo la cualidad de no contraer ningún orín. Y así, por lo tanto, habiéndose apartado de Dios la mente humana por el pecado, perdió la virtud de sujetar las facultades inferiores, así como el cuerpo y las cosas exteriores; y de esta manera incurrió en la muerte natural por causas intrínsecas y es tiranizada por los daños exteriores»[8].

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