LIV. El pecado y la pasión de Cristo

Liberación de la pena y de la culpa del pecado[1]

En el artículo tercero de la cuestión dedicada a los efectos de la pasión de Cristo, se ocupa Santo Tomás de la liberación de los hombres de la pena del pecado. Afirma que el tercer efecto de la pasión de Cristo fue que fuimos librados de la pena del pecado. Así: «se lee en el Apocalipsis que Cristo: «Nos amó y nos limpió de los pecados con su sangre» (Ap 1, 5)»[2].

Aclara seguidamente que: «De dos maneras fuimos librados por la pasión de Cristo del reato de la pena», de la obligación o débito por el pecado, aun que haya sido perdonado. «De una manera, directamente, en cuanto que la pasión de Cristo fue una satisfacción suficiente y sobreabundante por los pecados de todo el género humano. Y, una vez ofrecida la satisfacción suficiente, se quita el reato de la pena. La otra manera es indirecta, en cuanto que la pasión de Cristo es causa de la remisión del pecado, en el que se funda el reato de la pena»[3], porque con la remisión, perdón o absolución de la culpa del pecado, da lugar al castigo, pero que fue quitado.

En la Suma teológica, en el Tratado de los vicios y los pecados, se dice que el pecado «es un acto humano malo»[4], y, por tanto, un «acto desordenado»[5]. La razón es porque: «en los seres que obran por voluntad, su regla próxima es la razón humana y la regla suprema es la ley eterna. Por ello, cuando un acto humano se aparta de esta rectitud se llama pecado»[6].

Sobre la naturaleza del pecado San Agustín había escrito: «pecado es un hecho, dicho o deseo contra la ley eterna. A su vez, la ley eterna es la razón o voluntad divina que manda conservar el orden natural y prohíbe alterarlo»[7].

Considera Santo Tomás que ambas definiciones son equivalentes, porque: «San Agustín puso dos cosas en la definición de pecado: la primera pertenece a la substancia del acto humano en su parte material, y está caracterizada en las palabras, «hecho, dicho o deseo»; la otra pertenece a la razón propia del mal, y es como elemento formal del pecado. Lo expresó al decir: «contra la ley eterna».

Explica que estas definiciones de pecado implican que: «la regla de la voluntad humana es doble: una próxima y homogénea, la razón, y otra lejana y primera, es decir, la ley eterna, que es como la razón del mismo Dios»[8].

Por este motivo, y, por ser el pecado «un acto humano malo», podría parecer que: «más bien debería definirse el pecado como opuesto a la razón que a la ley eterna»[9]. Santo Tomás lo niega. Las definiciones son correctas, porque no se puede considerar el pecado sólo «en cuanto contrario a la razón natural», contra la recta razón y la ley natural que rige a la razón práctica, sino también «en cuanto ofensa a Dios», Por ello: «San Agustín lo define mejor por orden a la ley eterna que por orden a la razón, ya que existen cosas trascendentes al orden de la razón acerca de las cuales nos regimos sólo por la ley eterna, como sucede en todo lo concerniente a la fe»[10].

En el pecado hay que distinguir dos males en que se incurre: la culpa y la pena El mal de culpa y el mal de pena o castigo, son distintos esencialmente, porque: «La pena se opone al bien del castigado, a quien se priva de algún bien. En cambio, la culpa se opone al bien del orden referente a Dios, y así se opone directamente a la bondad divina»[11].

La culpa y la pena difieren de tres modos, En primer lugar: «la culpa es un mal de la acción misma, mientras que la pena es un mal del agente. Pero estos dos males se ordenan hacia las cosas naturales y voluntarias de distinta manera. De una, «en las naturales, porque del mal del agente se sigue el mal de la acción». Así, por ejemplo, del mal del agente, «como de la deformación de la tibia», se sigue una acción mala, «la acción de cojear»; y se podría decir que, por culpa del daño de la tibia. se paga la pena de cojear.

En cambio ocurre lo contrario en los actos voluntarias, porque: «del mal de la acción, que es la culpa, se sigue el mal del agente, que es la pena», De manera que la Divina Providencia pone orden a la culpa, por medio de la pena».

En segundo lugar: «la pena difiere de la culpa porque la culpa es conforme a la voluntad y la pena contra la voluntad»[12]. Así lo afirmaba San Agustín al escribir: «Es doble el mal de la criatura racional: primero, porque ella voluntariamente se apartó del sumo Bien, su Creador; segundo, porque será castigada, a pesar suyo»[13], ya en esta vida, en mayor o menor grado y se consumará en la otra.

En tercer lugar, la culpa y la pena: «difieren porque la culpa existe en la acción, mientras que la pena existe en la pasión»[14], una se hace y la otra se sufre. Diferencia también señalada por San Agustín, al escribir: «Dos son los significados que solemos dar a la palabra mal: uno, cuando decimos que «alguien ha obrado mal»; otro, cuando afirmamos que «alguien ha sufrido algún mal».

Se dan los dos males, porque: «si confesamos que Dios es justo –y negarlo sería una blasfemia–, así como premia a los buenos, así también castiga a los malos; y es indudable que las penas con que los aflige son para ellos un mal». Advierte seguidamente que: «Nadie es castigado injustamente, como nos vemos obligados a confesar, pues creemos en la providencia divina, reguladora de cuanto en el mundo acontece. Síguese, pues, que de ningún modo es Dios autor del primer género de mal, y sí del segundo»[15].

El segundo aspecto fundamental del pecado, la pena u obligación de la pena, que es el castigo que merece de un modo directo el hombre, gracias a la pasión de Cristo fue satisfecha no solo suficientemente sino de manera sobreabundante al realizarse el primer efecto del pecado, la liberación por la redención, pagando el precio del rescate de la culpa, y sin la culpa ya no hay el débito obligatorio de la pena,

Necesidad de la fe y la caridad

Contra esta tesis de la liberación del reato de pena por la pasión de Cristo se podría objetar: «La pena principal del pecado es la condenación eterna. Sin embargo, los que estaban condenados en el infierno por sus pecados no fueron librados por la pasión de Cristo, porque «en el infierno no hay redención». Por tanto, parece que la pasión de Cristo no liberó a los hombres de la pena del pecado»[16].

Nota Santo Tomás, para responder a la misma: «La pasión de Cristo produce su efecto en aquellos a quienes se aplica por la fe y la caridad y mediante los sacramentos de la fe. Y de ahí que los condenados en el infierno, por no unirse del modo antedicho con la pasión de Cristo, no pueden percibir el efecto de la pasión»[17].

No se unen a la pasión de Cristo ni reciben así su gracia, porque: «quien, a cambio de un bien temporal se desvió del último fin, que se posee por toda la eternidad, antepuso la fruición temporal de dicho bien a la eterna fruición del último fin; por donde vemos que hubiera preferido mucho más disfrutar eternamente de aquel bien temporal»[18].

El pecador quiere contradictoriamente que no pase el tiempo para el goce que le proporciona el objeto finito y temporal, que ha elegido, y que toma como si fuera su último fin. Decía San Agustín: «Lo que quieres hacer, pero no puedes, Dios te lo imputa como realizado»[19], Dios ve o es testigo de esta intención de la voluntad, y la computa como realizada. «Luego, según el juicio de Dios, debe ser castigado como si hubiese pecado eternamente. Y es indudable que a un pecado eterno se debe pena eterna. Por tanto, quien se desvía del último fin debe recibir una pena eterna»[20].

Precisa Santo Tomás que: «en todo pecado mortal existen dos desordenes: aversión al creador y conversión desordenada a las criaturas. Por la aversión al creador, el pecado mortal causa reato de pena eterna, porque quien pecó contra el bien eterno debe ser castigado eternamente».

Por el otro desorden: «la conversión desordenada a las criaturas, el pecado mortal merece algún reato de pena, puesto que del desorden de la culpa no se vuelve al orden de la justicia sino mediante la pena. Es justo, pues, que quien concedió a su voluntad más de lo debido sufra algo contra ella, con lo cual se logrará la igualdad».

El pecado mortal exige dos reatos de pena o dos obligaciones, que siguen a la culpa. Una, la pena eterna en cuanto al desorden al Dios eterno. Otra, la pena temporal, por el desordenado aprecio a las criaturas. «Como la conversión a las criaturas es limitada, el pecado mortal no merece pena eterna por esta razón», sino pena temporal.

Por ello: «cuando se perdona la culpa mediante la gracia, desaparece la aversión del alma a Dios, a quien por la gracia se une. Desaparece también, como consecuencia, el reato de pena eterna, pero puede quedar el reato de alguna pena temporal».

El reato o débito, de pena temporal es la única que exige el pecado venial, porque: «si existe una conversión desordenada a las criaturas sin aversión a Dios, como sucede en los pecados veniales, este pecado no merece ninguna pena eterna, sino sólo temporal»[21].

La culpa del pecado mortal es por la aversión a Dios y por la conversión a las criaturas. «La aversión a Dios es lo formal, mientras que la conversión a las criaturas es su elemento material». Lo primero es lo determinante del pecado, lo segundo es como su sujeto. Por ello: «Destruido lo formal de cualquier cosa, destruyese también la cosa, como, destruido lo racional, perece la especie humana». Sin la racionalidad, no habría hombre. «Y, por lo mismo, el perdón de la culpa mortal consiste precisamente en que, por la gracia, desaparece la aversión de la mente a Dios junto con el reato de pena eterna». Queda así borrada la culpa y la pena. «Sin embargo, permanece la parte material, a saber, la desordenada conversión a las criaturas, a la cual se debe el reato de pena temporal»[22], como exige la justicia.

El bautismo

La existencia de esta pena temporal puede dar lugar a la siguiente objeción: «A los que son librados del reato de la pena no se les debe imponer pena alguna. Pero a los penitentes se les impone una pena satisfactoria», tal como ocurre en el sacramento de la penitencia. Puede, por ello, inferirse que «por la pasión de Cristo, no han sido librados los hombres del reato de la pena»[23].

A propósito de esta nueva objeción, Santo Tomás recuerda, que como ya ha dicho más arriba: «para conseguir el efecto de la pasión de Cristo es preciso que nos configuremos con Él. Esto se logra sacramentalmente por el bautismo, según las palabras de San Pablo a los romanos: «Con Él hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte» (Rm 6, 4)»[24].

El bautismo borra o remite, totalmente los pecados, el original y los pecados actuales cometidos. Desaparece la culpa y también el reato de la pena, tanto la debida por la pena eterna como las penas temporales. Se explica porque el bautismo, primer sacramento, es de modo parecido a la vida corporal una generación, una «generación espiritual»[25]. Debe tenerse ne cuenta que: «la generación de una cosa viviente es un cierto cambio de lo no-viviente a la vida. El hombre fue privado en un principio de la vida espiritual por el pecado original; e incluso cualesquiera pecados que le sobrevengan le apartan de la vida. Luego fue preciso que el bautismo, que es una generación espiritual tuviera tal poder que pudiese quitar el pecado original y todos los pecados actuales cometidos». La generación espiritual requiere, por la similitud con la generación, que no quede nada de la vida pecaminosa anterior, para que pueda recibirse la nueva vida.

También el bautismo remite todas las penas, las eternas y las temporales. La razón que da Santo Tomás es la siguiente: «porque la generación de uno es la corrupción de otro, y lo que se engendra pierde su primera forma y las propiedades que de ella se derivan, es necesario que por el bautismo que es una generación espiritual, no sólo se quiten los pecados, que son contrarios a la vida espiritual, sino también todo reato de pecados. Y por esto el bautismo no solamente purifica de la culpa, sino que, además, absuelve de todo el reato de pecados. Por eso no se les impone a los bautizados la satisfacción por los pecados»[26].

Al comentar Santo Tomás este pasaje citado de San Pablo sobre el bautismo y la muerte escribe «Como dice también San Pablo en el versículo anterior: «Cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados para participar de su muerte» (Rm 6, 3). Y más adelante concluye «Consideraos como muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 6, 11). De lo cual se deduce que el hombre por el bautismo muere a lo antiguo del pecado, y comienza a vivir para la novedad de la gracia; porque todo pecado pertenece a la precedente vejez. Por consiguiente, el bautismo borra todos los pecados»[27].

Además: «uno se incorpora a la pasión y muerte de Cristo a través del bautismo, según la expresión de San Pablo: «Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él» (Rm 6, 8). De donde se deduce que todo bautizado se le aplica la pasión redentora de Cristo como si él mismo hubiese padecido y muerto».

De esta última impresionante expresión de Santo Tomás se infiere que cada uno de nosotros para la remisión de sus pecados, sin Cristo, tendría que haber sufrido su pasión, aunque, en este caso, ciertamente merecida, pero no hubiere tenido ninguno de los efectos de la pasión del Señor. En cambio, la pasión de Cristo, hombre y Dios: «ha satisfecho de modo suficiente por los pecados de todos los hombres».

Concluye el Aquinate que: «el que se bautiza queda liberado de todo reato de pena que debería pagar por sus pecados, como si él mismo hubiese satisfecho por todos ellos de modo suficiente»[28].

Se comprende así que: «el bautizado recupera el primitivo estado de gracia perdido por el pecado, porque se hace participe de los sufrimientos de la pasión de Cristo, como si él mismo los hubiese soportado al hacerse, por el sacramento, miembro suyo»[29].

No obstante, de la muerte corporal, pena del pecado original, no nos liberó Cristo, porque es necesario, que: «los miembros se configuren con la cabeza, y, por esto, como Cristo tuvo primero la gracia en el alma junto con la capacidad de padecer del cuerpo, y por la pasión alcanzó la gloria de la inmortalidad, así también nosotros, que somos sus miembros (…) Luego: «configurados con los padecimientos y la muerte de Cristo, somos conducidos a la gloria inmortal, (Rm 8,17)»[30].

La penitencia

En su respuesta a la objeción, basada en la penitencia que se da en el sacramento de la confesión, después de la cita de San Pablo, acerca del bautismo, sacramento por el que nos configuramos con Cristo, añade Santo Tomás: «Por eso a los bautizados ninguna pena satisfactoria se impone, porque, mediante la satisfacción de Cristo, quedan enteramente liberados. Pero, como «Cristo murió una sola vez por nuestros pecados» (1 Pe 3,18), por eso el hombre no puede configurarse una segunda vez con la muerte de Cristo por el sacramento del bautismo»[31], si ha vuelto a pecar, después de haber quedado limpio de la culpa y remitida la pena.

La manera entonces de librarse de la culpa y de la pena de los pecados posteriores a la recepción del bautismo es por el sacramento de la penitencia. Sin embargo, con una importante diferencia respecto al bautismo. El pecador: «en la penitencia recibe la virtud de la pasión de Cristo según la medida de los propios actos, que son la materia de la penitencia, como el agua la del bautismo, Y así no se satisface todo el reato de pena en el instante mismo del primer acto de penitencia por el que se perdone la culpa, sino sólo después de realizados todos los actos de la penitencia»[32]. Además, aunque se remita la culpa, y la consiguiente pena eterna, no siempre se elimina toda pena, pues «puede quedar algún reato de alguna pena temporal»[33].

Asimismo de los pecados perdonados pueden queda las «reliquias del pecado», porque: «por parte de la conversión a las criaturas, el pecado mortal causa en el alma cierta disposición, e incluso hábito», una disposición más estable, efecto de los actos precedentes de la conversión desordenada a las criaturas. Estas disposiciones, que son reliquias o residuos, de los pecados personales: «permanecen, sin embargo, debilitadas y disminuidas, de manera que no dominen al hombre, y más en forma de disposición que de hábito»[34]. Así se explica que si se ha llevado una vida de pecado sea más difícil perseverar en el bien, que quien no se entregó al mismo.

El sacramento de la penitencia contribuye a debilitar estas reliquias, aunque por una gracia extraordinaria también es liberado el hombre, porque: «Dios sana perfectamente al hombre entero, pero algunas veces de manera súbita, como hizo con la suegra de San Pedro, a quien devolvió la salud perfectamente, de tal forma que «levantándose le servía», (Lc 4, 38-39); otras veces de manera sucesiva, como se dice del ciego curado (Mc 8, 22-25). Y así también en el orden espiritual convierte algunas veces el corazón del hombre con tanta fuerza, que el alma súbitamente alcanza la perfecta salud espiritual, perdonada la culpa y borradas todas las reliquias del pecado, como sucedió a Magdalena (Lc 7, 47-50)»[35].

Concluye Santo Tomás en su respuesta que: «Esta es la razón por la cual los que después del bautismo, se hacen reos de nuevos pecados necesitan configurarse con Cristo paciente mediante alguna penalidad o sufrimiento que deben soportar en sí mismos. Tal penalidad, a pesar de ser muy inferior a la requerida por el pecado, resulta suficiente por la cooperación de la satisfacción de Cristo»[36].

La consecuencia de todo ello es que, como se dice en el nuevo Catecismo: «El cristiano debe esforzarse, soportando pacientemente los sufrimientos y las pruebas de toda clase, y llegado el día, enfrentándose serenamente con la muerte, por aceptar como una gracia estas penas temporales del pecado»[37].

 

Eudaldo Forment

 



[1] Louis de Caullery, Crucifixión (s. XVII).

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 49, a 3, sed c.

[3] Ibíd., III, q. 49, a 3, in c.

[4] Ibíd., I-II, q. 71, a. 6, in c.

[5] Ibíd., I-II, q. 71, a. 1, in c.

[6]  Ibíd., I-II, q. 21, a. 1, in c.

[7] San Agustín, Réplica a Fausto, el maniqueo, l. 22, c. 27.

[8] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 71, a. 6, in c.

[9] Ibíd., I-II, q. 71, a. 6 ob. 5.

[10] Ibíd., I-II, q. 71, a. 6, ad 5.

[11] Ibíd., I-II, q. 79, a. 1, ad 4.

[12] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 1, a, 4, in c.

[13] San Agustín, La fe, dedicado a Pedro, c. 21, n. 64.

[14] Santo Tomás de Aquino, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 1, a. 4, in c

[15] San Agustín, Sobre el libre albedrío. I, 1.

[16] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 49, a. 3 ob. 1.

[17] Ibíd., III, q. 49, a. 3, ad 1.

[18] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 144.

[19] San Agustín, Comentarios a los Salmos, Sal 57, v. 3.

[20] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 144.

[21] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 86, a. 4, in c.

[22] Ibíd., III, q. 86, a. 4, ad 1.

[23] Ibíd., III, q. 49, a. 3 ob. 2.

[24] Ibíd., III, q. 49, a. 3, ad 2.

[25] ÍDEM, Suma contra los gentiles., IV, c. 58.

[26] Ibíd., IV, c. 59.

[27] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 69, a. 1, in c.

 

[28] Ibíd., III, q. 69,  a. 2, in c.

[29] Ibíd., III, q. 69, a. 2, ad 1.

[30] Ibíd., III, q. 49, a. 3, ad 3.

[31] Ibíd., III, q. 49, a. 3, ad 2.

[32] Ibíd., III, q. 86, a. 4, ad. 3.

[33] Íbíd.,III, q. 86, a. 4, in c.

[34] Ibíd.,III, q. 86, a. 5, in c.

[35] Ibíd. III, q. 86, a. 5, ad 1.

[36] Ibíd., III, q. 49, a . 3, ad 2.

[37] Catecismo de la Iglesia católica, n. 1473.

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