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16.03.16

XXXVII. La perfección del hombre primitivo

 La concupiscencia

            En el hombre primitivo, o el hombre en el estado de inocencia o de justicia originaria, la sujeción de su mente a Dios, efecto de la gracia divina, le permitía disfrutar del don preternatural del dominio perfecto de toda la naturaleza. De esta primera sujeción, se seguían otras dos, la de todas sus facultades a la superior de la mente y la del cuerpo al alma espiritual. Al sometimiento de las facultades inferiores humanas a la razón humana, le seguía un segundo don preternatural, también dado a la naturaleza específica del primer hombre, el llamado de integridad o dominio interior.

            El don preternatural de integridad le permitía al hombre que la sujeción sobrenatural de su mente a Dios no encontrase en su naturaleza humana ningún obstáculo. Con este don concedido por Dios, todas las otras facultades inferiores –la voluntad, los sentidos externos, los sentidos internos y la apetición– obedecían a la facultad superior de la razón. Por la integridad, ningún acto se daba en las facultades inferiores que no siguiese el orden de la razón.

            La llamada «concupiscencia», o el deseo del bien sensible, siempre estaba sujeta totalmente a la razón. La concupiscencia nunca era desordenada o contraria, tal como quedó en el estado de naturaleza caída. Lo que se entiende generalmente por «concupiscencia», el deseo desordenado, no se daba en el hombre en el estado de inocencia. Por la gracia y el don de integridad gozaba de la perfecta inmunidad de la concupiscencia, en el sentido corriente de deseo desordenado.

            La existencia de esta situación humana queda confirmada por una vía negativa, la de su pérdida por el primer pecado del hombre. El Concilio Vaticano II se ocupó del pecado original al declarar: «Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios. Obscurecieron su estúpido (insipiens) corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador (cf. Rom 1, 21-25)».

            Este pecado personal del hombre primitivo guarda relación con la falta de armonía interna y externa del hombre, porque: «Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al “príncipe de este mundo” (cf. Jn 12,31), que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud»[1].

            Por ello, se explica más adelante que: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo»[2].

            Ya se había indicado al tratar de la constitución del ser humano, que el hombre: «herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón»[3].

            Todo ello hace que su «semejanza divina (esté) deformada por el primer pecado»[4]. Además, se produce una especie de circulo del pecado entre la sociedad y la persona humana, porque: «las circunstancias sociales en que vive y en que está como inmersa desde su infancia, con frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan también el ambiente social. Y cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia»[5].

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