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16.02.16

XXXV. Los pecados personales

La causa primera del pecado

            La causa de todos los pecados del hombre es el egoísmo, o del exceso del amor a sí mismo.  Explica Santo Tomás que: «el amor de sí es bueno y obligatorio, como lo confirma el que, en la Escritura se manda al hombre que ame al prójimo como a sí mismo (Lev 19,18)»[1].

            El amor a sí mismo pasa a ser malo, si es desordenado. «El amor ordenado de sí mismo es obligatorio y natural, a condición de que se desee un bien conveniente. En cambio, el amor desordenado, que lleva hasta el desprecio de Dios, como afirma san Agustín, es el que es causa del pecado»[2].

            Santo Tomás se refiere a unas palabras de San Agustín, que cita en el “sed contra” de este mismo artículo, dedicado a la cuestión del amor de sí mismo como principio de todo pecado: «Por otra parte, declara San Agustín que “El amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios es quien construye la ciudad de Babilonia” (La ciudad de Dios, XIV, c.28)»[3].

            En este lugar de La Ciudad de Dios, escribe San Agustín: «Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su gloria; ésta dice a su Dios: “Gloria mía, Tú mantienes alta mi cabeza”(Sal 3, 4). La primera está dominada por la ambición de dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda se sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos obedeciendo. Aquélla ama su propia fuerza en los potentados; ésta le dice a su Dios: “Yo te amo, Señor; Tú eres mi fortaleza”(Sal 17, 2)»[4].

            La conversión a sí mismo, que implica el egoísmo, es más radical que la conversión a las criaturas. El dirigirse desordenadamente a lo creado, y anteponer lo así  a Dios mismo y a sus leyes, de manera primaria y directa o secundaria e indirecta, característica que se encuentra en todo pecado, no es su causa primera y fundamental. Lo es, en cambio, el desorden del amor a sí mismo, porque es la causa del desorden del amor a los bienes terrenos, causa inmediata del pecado.

            Nota el Aquinate que: «la voluntad que, apartándose de la regla de la razón y ley divina, persigue un bien temporal, produce directamente un acto pecaminoso»[5], y de este modo: «La causa propia y directa del pecado hay que tomarla de su conversión al bien temporal; en este sentido, todo acto de pecado procede de algún desordenado apetito del bien temporal. Y a su vez, el que uno apetezca desordenadamente bienes temporales procede del amor desordenado de sí mismo, pues amar a uno es quererle bien para él»[6].

            En todo pecado los bienes terrenos o temporales, que se desean de manera desordenada, se quieren, en definitiva, para sí mismo. Aunque parezca que la causa de cualquier pecado esté en la conversión desordenada de los bienes terrenos y temporales, su inicio se encuentra básicamente en el egoísmo. En el pecado, se desean desordenadamente los bienes para sí mismo, pero tales deseos han brotado del amor a sí mismo.

            El deseo del egoísmo es una conversión a sí mismo. En el egoísmo uno mismo se toma como el fin absoluto de la propia vida o en el valor supremo. Por tanto, es un desorden del amor de sí mismo, porque se tiene un amor a sí con prioridad y hasta con exclusión de Dios y de todos los demás. Este amor egoísta es la causa universal interna de todo pecado.

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