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16.11.15

XXIX. Ser, conocer y querer divinos

Providencia, predestinación y reprobación

            Una síntesis muy clara y precisa de la doctrina de la predestinación y de la reprobación de Santo Tomás, la ofrece Francisco P. Muñiz. En su Introducción a la cuestión del «Tratado de Dios Uno», de la Primera parte de la Suma Teológica, de la edición bilingüe de la BAC, y que desarrolla y completa en su extenso apéndice al primer volumen de la obra[1], que incluye este tratado, Muñiz ofrece la enseñanza del Aquinate, según los principios de la interpretación del tomista Francisco Marín-Sola.

            Después de indicar que la cuestión de la predestinación pertenece a la más amplia de la providencia sobrenatural –providencia que recae sobre las criaturas racionales, porque Dios quiere conferir al hombre la bienaventuranza sobrenatural  y para ello dispone, ordenar y conferir medios sobrenaturales–, define la predestinación como: «El acto del divino entendimiento, que se llama imperio (praecipere), el cual supone otro acto previo de la voluntad, que es la intención o deseo de conferir al hombre la vida eterna».

            Explica seguidamente que: «Supuesta en la voluntad divina la intención o deseo de dar gratuitamente al hombre la eterna bienaventuranza, entra en juego la providencia para ocuparse de los medios con cuya ayuda el hombre ha de conseguir ciertamente el fin a que Dios le destina»[2].

            Nota Muñiz que la predestinación se diferencia totalmente de la reprobación. «La divina predestinación es causa de todos los efectos que aparecen en el predestinado, desde el primero hasta el último; es efectivamente causa de la gracia y del buen uso de la misma, de la perseverancia final y de la glorificación».

            Por el contrario: «La reprobación no es causa del pecado. La única causa del pecado es la libre voluntad del hombre. Dios es causa indirecta de la impenitencia final, en cuanto que, en castigo de los pecados precedentes, no confiere la gracia eficaz con la cual pudiera el hombre levantarse del estado de pecado; y además es causa directa de la imposición de la pena eterna merecida por sus infidelidades y pecados. La causa merecedora de la impenitencia final y de la pena eterna es el pecado, y nada más que el pecado»[3].

            Precisa respecto a la predestinación que: «Todo cuanto hay en el predestinado, que le encamina y dirige a su salvación, es efecto de la gracia».

            Indica que, con esta tesis, quiere decirse que: «La gracia es la que le prepara a la fe, la que le hace creer, la que le dispone a la justificación, la que le justifica, la que le hace usar bien de la gracia santificante y demás hábitos sobrenaturales, la que le da la perseverancia final y la que, finalmente, le corona en el cielo. Todo esto se hace por la gracia y bajo la gracia»[4].

            La gracia es gratuita y, en consecuencia, también las obras que se hacen por ella. De manera que: «Todo cuanto hay en el hombre que le ordena a la vida eterna, es puesto gratuitamente por Dios en él, y es posterior a la benevolencia y a la acción divina y nunca anterior y previo a ella».

            En cambio, si la predestinación: «se hiciera en atención a méritos y obras no adquiridos por la gracia», no predestinaría, porque: «tales méritos y tales obras no pueden encaminar ni dirigir al hombre a la vida eterna ni tienen con ella ninguna relación de mérito o de mera disposición».[5]

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El amor de Dios

            La gratuidad de la gracia y de la gloria implica que: «la predestinación supone el amor o dilección de los predestinados. Y como este amor de Dios prefiere unos hombres a otros, por eso implica elección: es amor de predilección»[6].

            En una cuestión anterior a la de la predestinación, afirma Santo Tomás que: «Dios ama cuanto existe». La razón es porque: «Todo lo que existe, por el hecho de ser, es bueno, ya que el ser de cada cosa es un bien, como asimismo lo es cada una de sus perfecciones»[7]. El Aquinate cita también lo que se lee en la Sagrada Escritura: «Amas todas las cosas que existen y no aborreces ninguna de las que hiciste»[8].

            En un salmo también se dice: «Odias a todos los que obran iniquidad»[9].  Se presenta así la dificultad que: «Es imposible amar y odiar simultáneamente una misma cosa. Luego no a todas las cosas ama Dios»[10].

            Sin embargo, nota Santo Tomás que: «No hay inconveniente en que una misma cosa sea, en un aspecto, objeto de amor, y en otro, objeto de odio. Dios ama, pues, a los pecadores en cuanto son seres de determinada naturaleza, ya que, como tales, tienen ser y proceden de Él. Pero en cuanto  pecadores no existen, les falta el ser, y esto no lo han recibido de Dios, y, por consiguiente, en este aspecto son para El objeto de odio»[11].

            Comenta Muñiz sobre esta solución del Aquinate que: «Dios ama todas las cosas, pero no ama todo lo que hay en las cosas, pues (…) Dios no puede querer, ni siquiera indirectamente el pecado. Pero téngase presente que el pecado no lo recibe el hombre de Dios, sino que nace de su propia fragilidad y miseria, de su propia nada. Dios aborrece en el pecador el pecado y ama cuanto en él hay de bueno: el ser, la vida, la inteligencia, etc.»[12].

            Explica también Santo Tomás, en este mismo lugar, que: «Dios ama todo lo que existe. Sin embargo, no lo ama como nosotros, porque como nuestra voluntad no es la causa de la bondad de las cosas, sino que al contrario, es ésta la que como objeto la mueve, el amor por el que queremos el bien para alguien no es causa de su bondad, sino que su bondad, real o aparente, es lo que provoca el amor por el cual queremos que conserve el bien que tiene y adquiera el que no posee, y en ello ponemos nuestro empeño. En cambio, el de Dios es un amor que crea e infunde la bondad en las criaturas»[13].

            El amor de Dios es un amor de dilección o de preferencia. «Como amar es querer el bien para alguien, que una cosa se ame más o menos puede suceder de dos maneras. Una, por parte del acto de la voluntad, que puede ser más o menos intenso, y de este modo Dios no ama más unas cosas que otras, porque lo ama todo con un solo y simple acto de voluntad que no varía jamás».

            Sin embargo, hay predilección en el amor divino, porque, de la otra manera:  «por parte del bien que se quiere para lo amado, y en este sentido amamos más a aquel para quien queremos mayor bien, aunque la intensidad del querer sea la misma. Así, pues, es necesario decir que de este modo Dios ama más unas cosas más que otras, porque, como su amor es causa de la bondad de los seres, no habría unos mejores que otros si Dios no hubiese querido bienes mayores para los primeros que para los segundos»[14].

            Por el amor preferencial de unos a otros: «Es necesario decir que Dios ama más las cosas que son mejores. Se ha dicho que amar Dios más una cosa es querer para ella un bien mayor. Pues bien, como la voluntad de Dios es la causa de la bondad que tienen los seres, la razón de que unas cosas sean mejores que otras es porque Dios quiere para ellas mayores bienes. Por consiguiente, ama más a las mejores»[15]

            En el proceso de la predestinación, concluye, por ello, Muñiz: «Dios comienza  amando a los predestinados, en cuanto que les desea la vida eterna; este amor hace que los distinga de entre muchos para quienes no desea eficazmente este mismo fin; por último, este amor y esta elección hacen que Dios confiera a los así amados y elegidos los medios necesarios que los han de conducir eficazmente a la consecución del bien, previamente querido y elegido»[16].

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