19.05.08

Mayo virtual: "Salve, conculcas engaños y errores"

Día 20. Amparo de la fe

“Hermanos: Una nube ingente de testigos nos rodea: por tanto, quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús” (Hebreos 12,1-2).

El “Akáthistos” es un himno griego, un poema mariano; el más célebre de las iglesias bizantinas. En este himno, entre otros motivos, se saluda a Nuestra Señora como amparo de la fe: “Salve, tú apagas hogueras de errores; salve, Dios trino al creyente revelas”; “salve, conculcas engaños y errores; salve, impugnas del ídolo el fraude”.

En el conjunto de la fe, la Santísima Virgen no es una figura marginal. Ella, por su singular participación en la historia de la salvación, “reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe” (Lumen gentium 65).

La fe es escucha y obediencia a la Palabra de Dios. La Virgen María es “la realización más perfecta” de la fe (Catecismo 144). Durante toda su vida, desde la Anunciación hasta la Cruz, “su fe no vaciló. María no cesó de creer en el ‘cumplimiento’ de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe” (Catecismo 149).

Al acudir a la Virgen como “Amparo de la fe”, los cristianos le pedimos a nuestra Madre que sostenga nuestra fe; que nos muestre el camino de la verdad. Es una súplica que parte de la constatación de la oscuridad que, a menudo, nos invade; de la dificultad de superar las pruebas que se presentan contra el creer. A veces, el mundo en el que vivimos parece – con el peso del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte -desmentir nuestra fe y contradecir la Buena Nueva del Evangelio. Necesitamos que María, como la columna luminosa que de día y de noche guiaba al pueblo en el desierto (cf Éxodo 13,21-22), nos señale el camino de la perseverancia en la fe.

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17.05.08

Mayo virtual: La hija del Sultán

Día 19. Causa de nuestra alegría

“Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas” (Isaías 61,10).

En Francia se venera, cerca de Laon, a Notre Dame de Liesse; Nuestra Señora de la alegría, del alborozo. Se cuenta que, en el siglo XII, tres caballeros franceses partieron para las cruzadas con el fin de defender los Santos Lugares, pero fueron apresados y llevados ante el Sultán de El Cairo. La hija del Sultán, Ismeria, les animó a abrazar el Islam. Pero ellos no dudaron en anunciarle el Evangelio.

La princesa, interesada, pide ver una imagen de Jesús y de María. Durante la noche, un ángel depositó la deseada imagen en el aposento de los caballeros. A la mañana siguiente, Ismeria se encuentra con la imagen, la lleva a su palacio, y la Virgen se le aparece y le pide que se haga cristiana. Los caballeros e Ismeria huyen de Egipto, de noche, en una barca que se encontraba a orillas del Nilo. Milagrosamente, se despiertan en Liesse - que significa “alegría - e Ismeria es bautizada por el obispo de Laon.

La leyenda vincula el anuncio de la fe con la alegría. La Virgen es Causa de nuestra alegría porque Ella nos dio a Cristo, que vino al mundo para traer a los hombres la paz y la alegría (cf Juan 15,11). Las primeras palabras del saludo del ángel en la Anunciación son: “Alégrate, María”. Esas palabras, en griego, se pueden ver grabadas en la Casa de María, en Nazaret, en la que parece ser la inscripción mariana más antigua, procedente del siglo II.

El Papa Pablo VI, en la exhortación apostólica Gaudete in Domino, escribió que “junto con Cristo, Ella recapitula todas las alegrías, vive la perfecta alegría prometida a la Iglesia: «Mater plena sanctae laetitiae» y, con toda razón, sus hijos de la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre de la gracia, la invocan como causa de su alegría: «Causa nostrae laetitiae»” (n. 34).

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Celebración de los sacramentos y encuentros interreligiosos

En el diálogo y en la relación del cristianismo con las otras religiones es muy importante tener presente la acción del Espíritu Santo. El Papa Juan Pablo II enseña en la encíclica Redemptoris missio que “el encuentro interreligioso de Asís, excluida toda interpretación equívoca, ha querido reafirmar mi convicción de que « toda auténtica plegaria está movida por el Espíritu Santo, que está presente misteriosamente en el corazón de cada persona»” (RM 29).

Sin cuestionar en absoluto esta enseñanza del Papa, relativamente novedosa, cabe preguntarse si la celebración de los sacramentos cristianos constituyen el marco adecuado para tener encuentros interreligiosos. Yo creo que no. Y por varias razones.

Los sacramentos son sacramentos de Cristo, instituidos por Él, que remiten a Él y que en Él tienen su fundamento. Quien no comparte la fe en Cristo no puede reconocer, en su verdadero sentido, qué acontece en un sacramento; porque este acontecer, que es el acontecer de la salvación, sólo se desvela a los ojos de la fe. Un sacramento no es, sin más, un genérico rito religioso.

Además, e inseparablemente, los sacramentos son sacramentos de la Iglesia, dispensadora de los misterios de Dios. Para poder celebrar la liturgia es preciso ser pueblo sacerdotal y esta condición se recibe por el Bautismo y la Confirmación. Quien no ha sido iniciado en los misterios de la fe no puede, en consecuencia, participar plenamente en ellos.

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Mayo virtual: La historia de Ester

Pensando pros y contras, he decidido continuar la serie. Quienes han tenido la paciencia de leer estos posts no merecen una interrupción brusca.

Día 18. Medianera de la gracia

“En aquellos días, Ester volvió a hablar al rey. Cayó a sus pies llorando y suplicándole que anulase los planes perversos que Amán había tramado contra los judíos” (Ester 8,3).

Ester era una mujer judía, de extraordinaria belleza, que llega a ser reina en la corte persa del rey Asuero. Con su intercesión ante el rey, logró cambiar un decreto que autorizaba el exterminio de los judíos: “¿cómo podré ver la desgracia que se echa sobre mi pueblo? ¿Cómo podré ver la destrucción de mi familia”, decía Ester.

La figura de Ester anticipa la de María. La Virgen no deja de interceder por sus hijos, por aquellos que son su familia en el orden de la gracia: “Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos”, rezaba Santa Catalina Labouré. No es exagerado afirmar que la Virgen es Madre y medianera de la gracia, ya que por sus manos maternales pasa, por así decir, la gracia que nos viene de Cristo.

El Concilio Vaticano II explica con precisión cuál es la mediación de María: su misión maternal “de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia”. Todo su influjo en la salvación de los hombres “brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia” (Lumen gentium 60).

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La economía y la teología

La solemnidad de la Santísima Trinidad es, en cierto sentido, una solemnidad peculiar. En el calendario litúrgico, las grandes fiestas vienen marcadas por acontecimientos de la historia de la salvación: la Navidad, la Pascua, Pentecostés. En la Liturgia, esos acontecimientos, que giran siempre en torno al Misterio Pascual, se hacen presentes, se actualizan, y Cristo nos comunica su salvación mediante la celebración “sacramental” de los mismos.

Es decir, el registro propio de la Liturgia es la “economía”. Con esta palabra, “economía”, no me refiero a la administración eficaz y razonable de los bienes materiales, sino a otro tipo de “administración” y a otro tipo de “bienes”. Me estoy refiriendo a la dispensación divina de la salvación. Dios se ha comunicado gradualmente, en un acontecer planificado que constituye un conjunto. Ese acontecer es la historia de la salvación, en la cual Dios ha ido distribuyendo los “bienes” de la revelación y de la gracia.
Así Dios se ha ido “acostumbrando” a los hombres y, pedagógicamente, ha ido acostumbrando a los hombres a comprenderle.

En la solemnidad de la Santísima Trinidad no celebramos, pues, primeramente lo que Dios ha hecho en nuestro favor, sino lo que Dios es en sí mismo. En esta fiesta se pasa, por decirlo así, de la economía a la teología; de las acciones salvíficas al que es en sí mismo la Salvación.

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