La praxis
Ya se sabe. Cuando se trata de desacreditar cualquier opinión se dice: “¿Y eso, en la práctica, qué?” Para algunos, la práctica, la “praxis”, es todo. Es una opción teórica como cualquier otra: la primacía de la “praxis”. La “praxis” sería el criterio de la verdad, el único criterio, la norma decisiva.
No estoy de acuerdo. El comportamiento del ser humano no es meramente instintivo. No vale apelar, como criterio explicativo de conjunto, al binomio “estímulo-respuesta”. Entre uno y otro media toda una comprensión del mundo, todo un trabajo de deliberación entre alternativas posibles o probables, toda una decisión. ¿La praxis? Sí, pero no únicamente.
A mí los teólogos de “la praxis” me estimulan y me atemorizan al mismo tiempo. Me estimulan, ciertamente, porque el seguimiento de Jesús no se puede reducir a profesar la recta doctrina, la ortodoxia. No todo el que dice: “Señor, Señor” entrará en el Reino de los cielos.
Pero también me atemorizan. Querer evaluar el Cristianismo por “nuestra” praxis es jugar a dos bandas. El Cristianismo es Cristo, es el compromiso de Dios con el hombre, es la posibilidad – y el límite – de la correspondencia humana a la gracia. La “praxis”, la respuesta a este compromiso, es, por definición, deficiente. Jamás estaremos a la altura. Jamás, salvo en el caso de la humanidad divina de Jesús, o de la humanidad humana de su Madre, será posible una armonía completa, una perfecta coherencia entre teoría y praxis. Pero esa posible deficiencia no empaña la grandeza de la gloria de Dios, la grandeza de su misericordia.
A mí, quizá medio luterano, sin saberlo, las exaltaciones de la “praxis” me gustan muy poco: “El Evangelio vale lo que vale tu vida, tu testimonio”. No es verdad. El Evangelio vale en sí mismo. En Jesús – Él es el Evangelio – resplandece la perfecta coherencia, la absoluta armonía entre fondo y forma; entre lo que es y lo que aparece.