24.08.08

La praxis

Ya se sabe. Cuando se trata de desacreditar cualquier opinión se dice: “¿Y eso, en la práctica, qué?” Para algunos, la práctica, la “praxis”, es todo. Es una opción teórica como cualquier otra: la primacía de la “praxis”. La “praxis” sería el criterio de la verdad, el único criterio, la norma decisiva.

No estoy de acuerdo. El comportamiento del ser humano no es meramente instintivo. No vale apelar, como criterio explicativo de conjunto, al binomio “estímulo-respuesta”. Entre uno y otro media toda una comprensión del mundo, todo un trabajo de deliberación entre alternativas posibles o probables, toda una decisión. ¿La praxis? Sí, pero no únicamente.

A mí los teólogos de “la praxis” me estimulan y me atemorizan al mismo tiempo. Me estimulan, ciertamente, porque el seguimiento de Jesús no se puede reducir a profesar la recta doctrina, la ortodoxia. No todo el que dice: “Señor, Señor” entrará en el Reino de los cielos.

Pero también me atemorizan. Querer evaluar el Cristianismo por “nuestra” praxis es jugar a dos bandas. El Cristianismo es Cristo, es el compromiso de Dios con el hombre, es la posibilidad – y el límite – de la correspondencia humana a la gracia. La “praxis”, la respuesta a este compromiso, es, por definición, deficiente. Jamás estaremos a la altura. Jamás, salvo en el caso de la humanidad divina de Jesús, o de la humanidad humana de su Madre, será posible una armonía completa, una perfecta coherencia entre teoría y praxis. Pero esa posible deficiencia no empaña la grandeza de la gloria de Dios, la grandeza de su misericordia.

A mí, quizá medio luterano, sin saberlo, las exaltaciones de la “praxis” me gustan muy poco: “El Evangelio vale lo que vale tu vida, tu testimonio”. No es verdad. El Evangelio vale en sí mismo. En Jesús – Él es el Evangelio – resplandece la perfecta coherencia, la absoluta armonía entre fondo y forma; entre lo que es y lo que aparece.

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Indulgencia Jubilar

La Iglesia celebra el bimilenario del nacimiento del Apóstol San Pablo. El Papa Benedicto XVI ha querido, con este motivo, dedicar “un año jubilar especial, del 28 de junio de 2008 al 29 de junio de 2009” al Apóstol de las Gentes (cf “Homilía en la Basílica de San Pablo extramuros”, 28 de junio de 2007). El Papa señalaba algunos objetivos de cara a este Año: las celebraciones litúrgicas en honor de San Pablo; las iniciativas culturales; los proyectos pastorales y sociales; el impulso ecuménico y las peregrinaciones.

El “jubileo” hace referencia directa a la indulgencia plenaria, solemne y universal, concedida en ciertos tiempos y en algunas ocasiones. Es decir, el bimilenario de San Pablo es ocasión de perdón, de remisión de las penas, de misericordia. La “indulgencia jubilar” tiene que ver con esta inclinación de la Iglesia, reflejo de la propensión divina, a la clemencia, a la compasión.

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22.08.08

La confesión y la promesa

¿Quién es Jesús? A lo largo de la historia, y también en el presente, esta pregunta se plantea muchas veces. Si acudimos a una librería encontraremos distintos libros sobre Jesús. Sobre él escriben historiadores, filósofos y novelistas. La respuesta a la pregunta sobre su identidad depende, en buena medida, de los presupuestos de los que parta quien se aproxima a su figura. Para unos, Jesús es un maestro religioso, un reformador moral, un hombre de Dios; un personaje, en todo caso, admirable y desconcertante.

El Evangelio deja constancia de una respuesta que no brota de la pura indagación humana, sino de la revelación de Dios: “eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”, dice Jesús a Simón (Mateo 16, 17). Es decir, la verdad última sobre Jesús, el conocimiento de su auténtica identidad sobrepasa las posibilidades meramente humanas. Hace falta un conocimiento más amplio: el conocimiento de la fe; un saber que se apoya en la revelación de Dios y que es fruto de su gracia.

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14.08.08

Felicitar a María

La antífona de entrada de la Misa vespertina de la solemnidad de la Asunción constituye una exclamación de gozo: “¡Qué pregón tan glorioso para ti, María! ¡Hoy has sido elevada por encima de los ángeles, y con Cristo triunfas para siempre!”. La Asunción de la Santísima Virgen en cuerpo y alma al cielo supone una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos (cf Catecismo 966).

La solemnidad de hoy nos invita, pues, a felicitar a María. Cumplimos así las palabras proféticas de la Virgen en el Magnificat: “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones”. Las alabanzas a María no brotan de un “exceso” de fervor por parte de los cristianos. Como ha explicado Benedicto XVI, “al alabar a María, la Iglesia no ha inventado algo ‘ajeno’ a la Escritura: ha respondido a esta profecía hecha por María en aquella hora de gracia” (Homilía, 15 de agosto de 2006). Una profecía inspirada por el Espíritu Santo y consignada en la Sagrada Escritura, en la palabra de Dios.

La bondad de Dios, su grandeza, su gloria, se refleja en los santos. Especialmente en la “Toda Santa”, en aquella a quien Dios escogió desde toda la eternidad para ser la Madre de su Hijo. Ella es la Inmaculada Concepción, la mujer redimida desde el primer instante de su existencia, enriquecida por una santidad del todo singular. Alabar a María es alabar a Dios; reconocer la grandeza de su designio de salvación.

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9.08.08

Jesús, descendiente de Israel

San Pablo reflexiona sobre los privilegios de Israel y sobre la fidelidad de Dios. El plan de salvación que en Cristo llega a su plenitud no está en contradicción con las promesas hechas por Dios a los hebreos. Ellos “fueron adoptados como hijos, tienen la presencia de Dios, la alianza, la ley, el culto y las promesas”.

La dignidad de Israel, el pueblo elegido por Dios, se pone de manifiesto en el misterio de la Encarnación: El Hijo de Dios quiso asumir una naturaleza humana con todo lo que era característico de los hebreos. El Papa Juan Pablo II, haciendo suya una expresión de los obispos alemanes, decía que “quien se encuentra con Jesucristo se encuentra con el judaísmo”. Jesucristo, como verdadero hombre, desciende de los israelitas “según la carne” y es a la vez verdadero Dios, “el que está por encima de todo: Dios bendito por los siglos” (Romanos 9, 5).

Jesús es el “hijo de David”, el Mesías de Israel. Pero no un mesías político, sino el Siervo sufriente que ha venido a “servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mateo 20, 28).

El Concilio Vaticano II, en la declaración Nostra aetate explica los vínculos que unen a la Iglesia con la raza de Abraham: “la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles. Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo” (Nostra aetate, 4).

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