26.09.08

Una Inmaculada de Zurbarán

Cuando uno escribe un libro, sea grande o pequeño, no tiene apenas posibilidad de elegir su portada. Las editoriales se ocupan de eso. También del tipo de letra, de la maquetación, del diseño y de los complejos campos que afectan a la edición de un texto. Un libro no sólo debe ser interesante. Debe ser – o ha de procurar serlo – bello.

Hoy estoy muy contento. La editorial CCS, en su colección “Mesa y Palabra”, nº 19, anuncia la próxima publicación de un texto que he escrito con devoción; es decir, con amor, con fervor y con veneración. Se trata de una “Novena a la Inmaculada”. Ya sé que algunos al leer “Novena” se reirán. Pero yo no comparto esa risa, si lo que mueve a reír es un sentimiento de burla. Hay muchas cosas que escribir: textos académicos, artículos periodísticos, colaboraciones en revistas y también - ¿por qué no? – opúsculos que estimulen la piedad, sin olvidar por ello la necesidad de la formación.

He de confesar que, en esta ocasión, se me ocurrió una pequeña trampa. Al enviar el texto a los editores puse una portada. Se trataba de una Inmaculada de Zurbarán. En ese cuadro, la Virgen aparece con una túnica rosada y con un manto azul, coronada con las doce estrellas. No pensé que la “sugerencia” llegase a más. Me imaginaba otro diseño - bello, cuidado – pero “otro” al fin y al cabo. Y, en efecto, se trata de otro diseño. Pero no muy alejado de mi propuesta encubierta. Han optado por una Inmaculada del mismo artista.

En el precioso cuadro, que sirve finalmente de portada, María aparece con una túnica blanca – elemento no muy frecuente en esa época - . También porta un manto azul. La Virgen joven, con cabellos sueltos sobre sus hombros y coronada por las doce estrellas, apoya sus pies sobre un cuarto de luna. Me parece un icono de gran belleza. Los atributos de la Letanía se mezclan con escenas de un paisaje sevillano: un barco que fondea, y además – ya no estrictamente Sevilla - una fuente, un pozo, un cedro… Entre las nubes del cielo, diversos símbolos que tienen su base en la Escritura y en la Tradición.

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Stephen Hawking y Dios

El famoso científico Stephen Hawking, sucesor de Newton en la cátedra Lucasiana de Cambridge, tiene la virtualidad de plantear el problema de la relación entre Creador y creación o, dicho de otro modo, entre Dios y el mundo. No es poco, teniendo en cuenta el espeso ambiente de silencio que reina en nuestros pagos en lo que a Dios se refiere. En Inglaterra las cosas son de otro modo. Allí el debate entre ciencia y religión es un debate vivo y, generalmente, de gran altura intelectual.

“La ciencia no deja mucho espacio a Dios”, dicen que dijo. Y, si de ciencia hablamos, tiene razón. La ciencia practica lo que se suele denominar el “naturalismo metodológico” o, incluso, el “ateísmo metodológico”. En sentido estricto, Dios no es objeto de la ciencia, porque Dios no es un objeto más entre los objetos del mundo. Y ni siquiera es un objeto, sino un Sujeto libre, imposible de analizar en un laboratorio o de encajar en un perfilado modelo cosmológico.

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Carlos Dívar

No me gusta titular un post con el nombre de una persona. Y menos si de esa persona yo no sé nada. Y realmente no sé nada del jurista Carlos Dívar. Algo así como un instinto, un móvil que obedece a alguna razón oculta, me hace estar prevenido contra todo lo que se conoce como “Justicia”. No ciertamente contra la virtud cardinal, sino contra lo que comúnmente se conoce como “poder judicial”. Será desconfianza, quizá. En todo caso, vale más un mal acuerdo que un buen pleito.

Pero no quiero hablar del poder judicial como tal. No. Quiero hablar de algo que es previo a lo que decidan los jueces. Me refiero al respeto a la libertad religiosa; a la consideración que debe merecernos uno de los derechos humanos más importante. A mí me ha indignado, como ciudadano y como cristiano, que se intentase repudiar la candidatura de un magistrado a presidir el Tribunal Supremo por la única “culpa” de ser muy religioso. Incluso un político, líder de unas siglas herederas del más terrible totalitarismo que ha conocido la historia, se ha permitido la “gracia” de decir que, en adelante, en vez de gritar: “Viva la Constitución” habría que decir “Ave María Purísima”.

Se empieza así y se termina apartando de cualquier puesto público a quien manifieste públicamente ser cristiano. Otros lo hicieron antes. Alejaron, retiraron, marginaron a personas valiosas por el grave delito de ser “judíos”, de ser “contrarrevolucionarios” o, también, por ser cristianos. No digamos nada si se trata de un católico que, además, es devoto, pongamos por caso, de la Eucaristía.

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25.09.08

El rechazo de Dios

El fenómeno del rechazo, de la resistencia, de la contradicción, está presente en la vida y en el ministerio de Jesús y, en consecuencia, en la vida y en el ministerio de la Iglesia. La parábola que recoge el evangelista San Mateo (21,28-32) contrapone dos actitudes: la de aquellos que obedecen sólo de palabra y la de aquellos que, a pesar de la oposición inicial, terminan obedeciendo con las obras. El Señor describe con esta parábola una experiencia propia: la resistencia a creer en Él por parte de los fariseos, de los letrados y de los sacerdotes de Jerusalén; es decir, de aquellos que, al menos en teoría, dicen “sí” a Dios, porque afirman conocer la Ley y presumen de cumplirla, pero rechazan a los enviados de Dios, incluso al mismo Hijo de Dios.

Por el contrario, los considerados últimos desde el punto de vista religioso; los pecadores públicos, como los publicanos y las prostitutas, a pesar de su desobediencia inicial a Dios – ya que viven en pecado y al margen de la Ley – , al escuchar a Jesús y al ver sus obras creen y se convierten. Es precisamente la necesidad de la conversión lo que subraya Jesús al afirmar: “Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios”. No, obviamente, por ser pecadores públicos, sino porque han dado el paso necesario para entrar en el Reino de Dios: la conversión.

La fe es obediencia. El pecado es rechazo. Y la fuente de este rechazo es la desconfianza hacia Dios. El Catecismo explica en estos términos el primer pecado del hombre: “tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador” (n. 397). Esta muerte de la confianza en Dios subyace también, de un modo o de otro, en las diversas formas de ateísmo y de indiferencia religiosa.

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¿Manifestación? ¿Por qué no?

Manifestarse, en sí mismo, no está mal. Parece un recurso legítimo. Las personas pueden reunirse públicamente y reclamar algo, o expresar su protesta por algo. De ese “algo” que convoca la reunión dependerá que la manifestación merezca aplauso o vilipendio.

Uno puede manifestarse – al menos en democracia – en favor o en contra de muchas cosas. Salvado el legítimo derecho a hacerlo, siempre dentro de un orden, puede haber manifestaciones absurdas o pertinentes. Manifestarse en contra de la lluvia sería un ejemplo de manifestación absurda. Que llueva o no depende en escasa medida de lo que nosotros deseemos y, también en corta medida, de la expresión externa de nuestros deseos. Pertinente puede ser, por ejemplo, reclamar en las calles, o donde se tercie, el fin del terrorismo, una mayor solidaridad con los países empobrecidos o el fin de la violencia doméstica. Claro que del hecho de que una manifestación sea pertinente no se deduce, de modo inmediato, que sea eficaz.

Si una causa merece ser defendida, a voz en grito y en susurros, en las calles y en las casas, en público y en privado, es el derecho inalienable de todo ser humano inocente a la vida. Yo, de manifestarme, me manifestaría a favor de la vida. Incluso en el supuesto de que esa manifestación fuese ineficaz, porque hay ciertos estados de somnolencia, de pereza, de inactividad que ni siquiera los gritos consiguen conjurar. Los ataques a la vida son continuados, consentidos, habituales. Hasta tal punto cotidianos que apenas llaman la atención.

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