La soberanía de Cristo
San Pablo, en la primera Carta a los Corintios (15, 24-28), expone que, según el designio divino, Cristo ha sido constituido soberano del universo. Esta soberanía sobre la creación se cumple ya en el tiempo y alcanzará su plenitud definitiva tras el Juicio Final. La autoridad suprema sobre todas las cosas le corresponde a Cristo, porque Cristo es Dios, sin dejar de ser verdadero hombre. Coronar el año litúrgico con la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo significa, pues, dirigir nuestra mirada a la meta última de toda la peregrinación de la historia humana: la restauración en Cristo de todas las cosas, las del cielo y las de la tierra (cf Ef 1,10).
Si Cristo es el Rey, el Señor, todos nosotros, los cristianos, estamos al servicio de su señorío; de un Reino eterno y universal cuyas notas distintivas son la verdad y la vida, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz. Servir al Reino de Cristo exige coordinar todas nuestras acciones para que estén dirigidas a un único fin común: la gloria de Dios; el reconocimiento de Dios como Dios. Nuestras obligaciones religiosas y nuestros deberes terrestres no pueden discurrir por vías paralelas, sino que han de estar unificados. El culto y la vida moral, las actividades profesionales y sociales, el trabajo y la vida familiar, la responsabilidad en la vida política y económica; todo lo que conforma nuestra existencia ha de orientarse al bien del prójimo y a la confesión de la majestad de Cristo.