20.11.08

La soberanía de Cristo

San Pablo, en la primera Carta a los Corintios (15, 24-28), expone que, según el designio divino, Cristo ha sido constituido soberano del universo. Esta soberanía sobre la creación se cumple ya en el tiempo y alcanzará su plenitud definitiva tras el Juicio Final. La autoridad suprema sobre todas las cosas le corresponde a Cristo, porque Cristo es Dios, sin dejar de ser verdadero hombre. Coronar el año litúrgico con la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo significa, pues, dirigir nuestra mirada a la meta última de toda la peregrinación de la historia humana: la restauración en Cristo de todas las cosas, las del cielo y las de la tierra (cf Ef 1,10).

Si Cristo es el Rey, el Señor, todos nosotros, los cristianos, estamos al servicio de su señorío; de un Reino eterno y universal cuyas notas distintivas son la verdad y la vida, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz. Servir al Reino de Cristo exige coordinar todas nuestras acciones para que estén dirigidas a un único fin común: la gloria de Dios; el reconocimiento de Dios como Dios. Nuestras obligaciones religiosas y nuestros deberes terrestres no pueden discurrir por vías paralelas, sino que han de estar unificados. El culto y la vida moral, las actividades profesionales y sociales, el trabajo y la vida familiar, la responsabilidad en la vida política y económica; todo lo que conforma nuestra existencia ha de orientarse al bien del prójimo y a la confesión de la majestad de Cristo.

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19.11.08

Sola fides

Una catequesis del Papa sobre San Pablo, en la Audiencia General del miércoles, 19 de noviembre, ha causado sorpresa en la opinión pública debido a una referencia a Lutero; y no a cualquier aspecto de la teología luterana, sino al centro de la misma, la justificación por la fe, por la “sola fe”. No es la primera vez que Benedicto XVI menciona a Lutero en el curso de estas catequesis paulinas. Lo hizo también el 24 de septiembre, a propósito de la explicación de 2 Cor 5,21 y de 2 Cor 8,9, citando un pasaje del Comentario a los Salmos del entonces todavía católico Martín Lutero.

La doctrina de la justificación es la clave sobre la que gira la reforma teológica luterana. Como es sabido, el Concilio de Trento abordó la problemática de la justificación en la sesión sexta, del 13 de enero de 1547. En el decreto tridentino se rechazaron las doctrinas luteranas sobre la justificación y sobre la cooperación del hombre con la gracia. En el canon 9, por ejemplo, puede leerse: “Si alguno dijere que el impío se justifica por la sola fe, de modo que entienda no requerirse nada más que con que coopere a conseguir la gracia de la justificación y que por parte alguna es necesario que se prepare y disponga por el movimiento de su voluntad, sea anatema”.

El 31 de octubre de 1999 la Iglesia Católica y la Federación Luterana Mundial hacían pública una “Declaración conjunta sobre la Doctrina de la Justificación”, en la que, por ambas partes, se reconocía que era posible “articular una interpretación común de nuestra justificación por la gracia de Dios mediante la fe en Cristo”. Esta interpretación común “no engloba todo lo que una y otra iglesia enseñan acerca de la justificación, limitándose a recoger el consenso sobre las verdades básicas de dicha doctrina y demostrando que las diferencias subsistentes en cuanto a su explicación, ya no dan lugar a condenas doctrinales”. De esta “Declaración conjunta” no se deduce que, en su día, no hubiese motivo para la condena doctrinal, sino que esa condena, hoy, queda superada por una más profunda interpretación del proceso de justificación. Una cosa son las diferencias en la fe y otra, distinta, las diferencias en la explicación teológica de la fe. Es posible estar unidos en la fe y diverger en la Teología.

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16.11.08

La fe que llega... al bolsillo

Un cierto pudor nos impide, a veces, referirnos públicamente a todo lo que tenga que ver con el dinero. El dinero está muy bien visto, es un bien apetecido y apetecible, pero, en sociedad, no resulta de buena educación hablar sobre él. Mucho menos en la Iglesia. La palabra “Iglesia” se asocia, en el mapa semántico de la mente de muchos católicos, con otras palabras: “pobreza”, “gratuidad”, “limosna”, etc. Con menor frecuencia se vincula ese término a los conceptos de “corresponsabilidad”, “sostenimiento”, “contribución”.

Una herencia de siglos ha identificado el sostenimiento económico de la Iglesia con las “limosnitas”; es decir, con un dinerito que se da en las colectas hechas con fines religiosos. La pertenencia a la Iglesia no ha resultado, en general, gravosa para los fieles. Si acaso, pagar el estipendio de una Misa (para ayudar a que el sacerdote que la celebra llegue a fin de mes); ocasionalmente, entregar lo estipulado como arancel por la celebración de un funeral o de una boda y, los domingos, librarse de la calderilla, de las monedas de escaso valor, cuando pasan el cestito.

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13.11.08

Estar en la Iglesia con el corazón

El Día de la Iglesia Diocesana debe ayudarnos a meditar sobre nuestra pertenencia a la Iglesia y sobre nuestra corresponsabilidad en su labor pastoral y en su sostenimiento económico.

“Pertenecer” a la Iglesia significa ser parte integrante de ella; es decir, pasar a ser miembros del Cuerpo de Cristo. El Bautismo es el sacramento que nos incorpora a la Iglesia, que nos hace piedras vivas para la edificación de un edificio espiritual (cf 1 P 2,5). Los bautizados ya no se pertenecen a sí mismos, sino a Cristo y, siendo de Cristo, están unidos entre sí: “En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3,27-28). Uno no pertenece a la Iglesia como quien pertenece a una asociación humana cualquiera, simplemente “anotándose” a ella. Un cristiano pertenece a la Iglesia siendo la Iglesia; siendo el Cuerpo de Cristo, “el lugar de la presencia de su caridad en nuestro mundo y en nuestra historia” (Benedicto XVI, 15.10.2008). Por eso no basta con estar “externamente” en la Iglesia; hay que “estar con el corazón”, como decía San Agustín. ¿Y qué significa “estar con el corazón”? Significa permanecer en el amor, respondiendo a la gracia de Cristo con los pensamientos, las palabras y las obras (cf Lumen gentium, 14).

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9.11.08

Las Iglesias de Oriente

Cuando hablamos de las “iglesias de Oriente” pensamos, casi inmediatamente, en las iglesias precalcedonenses separadas de la antigua Iglesia unida – los armenio-gregorianos, los coptos, los etíopes y los siro-jacobitas – o bien en las iglesias ortodoxas, calcedonenses, ligadas a los patriarcados de Alejandría, de Antioquía, de Jerusalén y de Constantinopla que rompieron la comunión con la Iglesia de Roma. Hoy, al elenco de las iglesias ortodoxas, habría que añadir, al menos, el arzobispado del Monte Sinaí, la Iglesia de Rusia, de Georgia, de Serbia, de Rumanía, de Bulgaria, de Chipre, de Grecia, de Polonia y de Albania; a parte de las iglesias ortodoxas autónomas (Finlandia, Japón, China y Hungría).

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