El rostro de la Iglesia
Una de las más bellas definiciones de la Iglesia la dio, en su momento, el Papa Pablo VI. Decía que la Iglesia es “el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad”. Dios, que ama a los hombres y busca salvarlos, ha querido que existiese en el mundo ese reflejo, imperfecto y perfecto a la vez, de su caridad. Las imperfecciones suelen acompañar a todo lo que es humano, porque la perfección es propia sólo de Dios, pero, por una especie de desbordamiento que podemos llamar “participación”, esa perfección divina se difunde y empapa todo aquello que toca, todo aquello que se deja envolver por el manto de su gloria.
¿Cómo defender a la Iglesia? ¿Cuál sería el perfil de una apologética adecuada? ¿Cómo hacer que la belleza de su rostro resplandezca ante los hombres? Quizá aplicando la ley de la relatividad. Y no me refiero a la Física de Galileo o de Einstein, a la averiguación de cómo se transforman las leyes de la naturaleza cuando se cambia de sistema de referencia, sino a otra “relatividad” que enuncia también Pablo VI hablando de la Virgen: En María “todo es relativo a Cristo y todo depende de Él”. El “sistema de referencia” para María, y para la Iglesia, es siempre el mismo; es Jesucristo, el Señor.