¿Es responsable creer?
¿El hombre actúa responsablemente cuando cree? ¿Resulta sensato ir más allá de lo que nuestros ojos ven, y confiar la propia vida a un horizonte de sentido, que se acepta en virtud de la fe?
Los actos humanos son aquellos que se realizan libremente, tras un juicio de conciencia. Creer es uno de estos actos. En realidad, si lo pensamos un poco a fondo, el creer siempre precede al saber. Para poder hacernos cargo de las cosas, para apropiarnos del lenguaje, para comprender aquello que vamos conociendo, necesitamos, primero, confiar. Confiamos en nuestra madre cuando nos enseña a pronunciar las palabras “casa” o “coche”. Confiamos en el profesor que nos enseña a sumar. Confiamos en el médico que nos diagnostica una enfermedad y nos receta unas medicinas.
Sin esta fe o confianza básica la vida humana resultaría imposible. No podemos verificarlo todo, sin dar algo por supuesto. El mismo desarrollo de la ciencia presupone, de un modo o de otro, una cierta confianza en la inteligibilidad de lo real y en las capacidades del ser humano para poder elaborar conceptos y teorías.
Una duda sistemática, una desconfianza persistente, una sospecha continua, haría imposible también las relaciones entre los seres humanos. No podemos, seguramente, creer a cualquiera, pero nos resulta imprescindible creer a alguien. Si acudimos a la peluquería, por ejemplo, confiamos, y parece que es razonable hacerlo, en que el peluquero, en lugar de agredirnos con cuchillas o tijeras, cumplirá su cometido de cortarnos el cabello.

Este verano he tenido una experiencia nueva: predicar los ejercicios espirituales a unas monjas contemplativas. Durante una semana, he intentado ayudarles en esa tarea de revisar ante Dios la propia vida, para tomar impulsos en orden a una entrega más generosa a la propia misión.
En la confesión de fe de Cesarea de Filipo, a la pregunta de Jesús: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”, “y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, Pedro da la respuesta exacta: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Pedro acierta plenamente y es capaz de formular, en una breve frase, el misterio de la misión y de la identidad de Jesús. Él es el Salvador, porque es más que un profeta; es el Hijo de Dios hecho hombre.
La fe es la respuesta del hombre a la revelación divina (cf Dei Verbum 5). Dios ha querido comunicarse a sí mismo, darse a conocer, para invitar a los hombres a participar de la vida divina. La revelación, que tiene su punto de partida en la misma creación y que se ha ido desplegando en la historia de la salvación, encuentra su centro y plenitud en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. A través de la mediación de la Iglesia, la revelación divina llega a nosotros.












