La gloria de la Cruz
Los cristianos reconocemos y exaltamos la Santa Cruz. Como dice el apóstol San Pablo: “Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en Él está nuestra salvación, vida y resurrección; Él nos ha salvado y libertado” (Ga 6,14).
Dios ha querido realizar la salvación de los hombres por medio de Jesucristo, muerto en la Cruz. Contemplando al Crucificado, encontramos la curación, la sanación radical de nuestra lejanía de Dios, que es el pecado.
No podemos olvidar las acciones del Señor. “Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”, enseña el Concilio de Trento. La Cruz es “la escala del paraíso”, como decía Santa Rosa de Lima.
A Jesús, que “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo” y “se rebajó incluso a la muerte, y una muerte de cruz”, Dios lo levantó y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre” (cf Flp 2,6-11). Jesús es el Siervo doliente que “justifica a muchos cargando con las culpas de ellos” (cf Is 53). A Él se dirige la Iglesia diciéndole: “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu cruz has redimido al mundo”.
La iniciativa de nuestra salvación no procede de nosotros, sino de Dios. La Cruz es el reflejo del contraste existente entre la generosidad del amor divino y la cicatería del egoísmo humano. Dios nos amó “y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).

Dicen que la princesa Marta Luisa de Noruega posee cualidades que le permiten comunicarse con el más allá, con los ángeles – esperemos que con los buenos – y con los difuntos.
Homilía para el Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (Ciclo C)
La fe es libre, porque creer es una respuesta voluntaria a Dios. “Ninguna constricción en las cosas de fe”, afirmó en Ratisbona el Papa Benedicto XVI citando una sura del Corán. Nadie puede ser obligado, en contra de su voluntad, a abrazar la fe. La confianza no es el resultado de la presión externa. No podemos ser forzados a amar, a otorgar nuestra amistad o a reconocer algo, por imposición, como bueno o verdadero: “El acto de fe es voluntario por su propia naturaleza” (Dignitatis humanae, 10). Una conversión forzada sería, a lo sumo, una conversión aparente pero no real, como la historia, tristemente, ha puesto de manifiesto en alguna ocasión.












