4.09.10

El seguimiento

Homilía para el XXIII Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C).

Creer en Jesús es seguirle con valentía y perseverancia por el camino de la cruz – que es, a la vez, el camino de la resurrección-. La fe es algo más que acompañar circunstancialmente a Jesús o que sentir admiración por Él. La fe exige la identificación del discípulo con el Maestro y comporta el dinamismo de caminar tras sus huellas. No se puede creer en Jesús sin vivir como Él, sin seguirle. Y este proceso de seguimiento supone estar dispuestos a un cambio continuo, a una verdadera conversión.

Jesús pide una entrega radical, que solamente puede pedir Dios. Explicando las condiciones que se requieren para seguirle, el Señor, indirectamente, revela su identidad divina. Él es más que un profeta. Siguiéndole a Él se hace concreta la observancia del primer mandamiento de la ley de Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Seguir a Jesús es responder, con la propia vida, al amor de Dios.

Esta primacía de Dios, esta renuncia a divinizar lo que no es divino, que Jesús pone como condición para ser discípulo suyo, la recoge San Benito al indicar la finalidad de su regla: “No anteponer absolutamente nada al amor de Cristo”. Ni los lazos familiares, ni los bienes, ni el amor a uno mismo pueden tener la precedencia. El primer lugar le corresponde a Dios, que ha salido a nuestro encuentro en la Persona de Cristo.

El Señor, caminando delante de nosotros, nos indica cómo hacer real este programa exigente. Pide renuncia aquel que se anonadó a sí mismo; pide pobreza el que por nosotros se hizo pobre; pide llevar tras Él la cruz aquel que se hizo obediente hasta la muerte. Conformando nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones con los del Señor responderemos a la primera vocación del cristiano, que no es otra que seguir a Jesús (cf Catecismo 2232).

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3.09.10

¿Es un peligro la certeza de la fe?

La palabra certeza no parece gozar, en nuestros días, de demasiada simpatía. La certeza se asocia con la rigidez, con la intolerancia. La perplejidad, la instalación en la duda, se vincula, en ocasiones, con la apertura de mente, con la sabia inseguridad de quien no se cree en posesión de la verdad.

Sin embargo, más allá de los tópicos de nuestra cultura, cuando algo nos atañe personalmente deseamos y buscamos la certeza, el conocimiento seguro y claro, la firme adhesión de la mente, sin temor a errar. Deseamos saber con certeza que nuestros padres nos aman, que nuestros amigos son amigos, que aquella enfermedad está curada… La ausencia de certeza, en estos casos, va unida a la angustia y, en lugar de disponernos a emprender grandes acciones, más bien nos inmoviliza.

No sólo podemos creer con certeza, sino que debemos hacerlo. Es más, sin certeza, no creemos; nos limitaríamos solamente a sostener una opinión en asuntos de fe, y opinar no es creer, en el sentido fuerte de la palabra creer.

La certeza de la fe tiene su fundamento en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir (cf Catecismo, 157). No tiene, pues, su origen esta certeza en la evidencia con la que, a la luz de la razón, percibimos la verdad de las cosas. Porque la vida íntima de Dios – el contenido de la revelación – no es asequible a la captación evidente de nuestra inteligencia. Pero la imposibilidad de una evidencia matemática no supone carecer de toda evidencia. Existe algo así como la “evidencia de la fe”, la certeza que proviene de una luz más potente que la luz que el hombre, por sí solo, puede proyectar. Existe la luz de la fe.

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1.09.10

¿Hay razones para creer?

Aunque la razón última por la que creemos es la autoridad de Dios revelante, necesitamos, para poder creer en conformidad con nuestra condición de seres racionales y libres, contar con algunos signos o “motivos”, en plural, que hagan posible que nuestra adhesión incondicional a Dios por la fe sea, desde la perspectiva humana, razonable.

La revelación es humanamente “creíble”, digna de ser creída, porque irrumpe en la historia de los hombres portando, incluso externamente, su propia credibilidad. Sin unos signos o indicios que nos permitiesen descubrir, con ayuda de la razón, la presencia de la revelación en el mundo, la opción de la fe resultaría imposible. Dios nos envía señales, pruebas, que despiertan nuestra atención y nos animan a mirar más allá de lo inmediato.

El gran signo de la revelación, la gran “prueba” de que Dios anda por medio y de que el Evangelio no es una construcción humana, es la misma figura de Jesús. Ante todo, por su perfecta coherencia. En Jesús lo que “aparece”, lo que se puede ver y oír, corresponde perfectamente a lo que “es”. No hay disfraces en Él, sino una plena armonía entre la forma y el fondo. Jesús es el Hijo de Dios, enviado al mundo para salvar a los hombres. Y se manifiesta en conformidad con su ser. En Él, el amor de Dios se hace visible en la existencia terrena del más puro y noble de los hombres: en su palabra llena de libertad; en la ternura de su cercanía a los pobres, a los enfermos, a los pecadores; en la enseñanza nueva de las Bienaventuranzas; en la mansa fortaleza de su pasión y de su Cruz.

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31.08.10

Había estado (III)

(Escrito por Norberto)

Cuando Ana, la hija de Isaac ben Simón, el carnicero de Antioquía, e Isabel, tuvo la confirmación de que, al fin, volvería a Jerusalén, sus ojos se llenaron de lágrimas, se dirigió al patio de la casa y, allí, bajo la higuera se recogió interiormente, se arrodilló, se golpeó, suavemente, por tres veces, el corazón, acto seguido se levantó, miro al cielo, alzó los brazos y dijo: Shemá Israel, Adonai Eloheinu, Adonai Ejad (Oye, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno).

Su vecino, y primo, Eliecer, le había dado la noticia y devuelto el dinero que sobró tras el pago del pasaje, mejor dicho de los pasajes, para ella y su hijo Eulogio – ella le llamaba Lev (corazón) – al que deseaba presentar a Yahvé, con tres años de retraso, aunque los judíos de la diáspora tenían dispensa, en su Templo sagrado de Yerushaláyim. Guardó las tablillas con la cabeza de toro grabada a fuego, así era la forma del mascarón de proa de la embarcación que habría de conducirles al puerto de Joppe, tras una escala en Tiro para estiba y desestiba; desde allí, una vez desembarcados, se agregarían a una de la caravanas que, formadas sobre la marcha, recorrían el trayecto entre Joppe y Jerusalén, excepto el Sabbath - si había alguna no era de judíos, por lo que, además de no cumplir la Ley, podría meterse en problemas – de ahí que hubiera escogido el día de llegada cuidadosamente: ante diem tertium nonas maii, pues ésta, 7 de mayo, era la fecha de celebración, ese año, del Shabuot (Pentecostés) 50 días después de Pésaj (Pascua).

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En el fondo, ¿por qué creemos?

Al hablar de “motivo de la fe”, en singular, nos referimos a la razón última por la que creemos, a su porqué más radical. Pueden existir muchas razones penúltimas – y cada uno de nosotros podríamos enumerar algunas de ellas-, pero sólo hay una razón última, un solo motivo de la fe: la autoridad de Dios revelante. Creemos lo que Dios nos dice porque le creemos a Él. No podemos buscar un fundamento más estable, más digno de fe, que el mismo Dios.

La revelación de Dios se caracteriza por la novedad. Dios nos comunica lo que, por nosotros mismos, no podríamos llegar a saber nunca. Y esta novedad en la comunicación exige una novedad proporcionada en la recepción. Realmente, es la manifestación de Dios la que pide y suscita la respuesta de la fe. El acto de creer recibe, así, su especificidad de su motivo, la revelación, que constituye a la vez su contenido y su fundamento. Creer, en sentido teológico, no es creer cualquier cosa; es específicamente creer la revelación divina.

La fe no es una proyección de la conciencia, no es una creación del sujeto ni un resultado de la fantasía, ya que está remitida al contenido objetivo de la revelación. Creemos lo que Dios nos ha comunicado, no lo que nosotros podríamos imaginar por nuestra cuenta. Tampoco la fe es asimilable, sin más, a cualquier otra creencia religiosa, pues se apoya, no en tradiciones religiosas de la humanidad, por venerables que sean en tanto que testimonios de la búsqueda de Dios, sino en la revelación, en la iniciativa divina; en lo que Dios ha querido hacernos saber. Es la misma revelación la que proporciona el medio – la fe - a través del cual resulta posible acceder a ella. Es Dios quien nos permite saber acerca de Dios.

La revelación es el fundamento de la fe porque el misterio de Dios se hace accesible al hombre en la historicidad de la Encarnación: en la figura de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre. Es Jesús la garantía definitiva en la que apoyarse para abrirse a la novedad divina. Por la Encarnación, Dios asume como lenguaje expresivo para llegar a nosotros la humanidad de Cristo, la globalidad de su presencia, de sus palabras y de sus obras (cf Dei Verbum, 4).

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