Dios no retrocede ante nada
Estamos ya muy cerca de celebrar la Semana Santa, de contemplar, en la actualidad de la celebración litúrgica, la hondura, la universalidad y la coherencia del amor de Dios. Un amor que no retrocede ante nada, ni siquiera ante lo más contrario a sí mismo: el pecado y la muerte.
Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la expresión en forma humana del amor divino. Él “redimió” – es decir, sanó, restauró y elevó – lo que “asumió”, la naturaleza humana herida por el pecado, y cargó sobre sí las consecuencias que el pecado desencadenó en el mundo.
Todo el misterio de la Encarnación, que incluye la redención, quedaría privado de seriedad y de dramatismo si banalizásemos la distancia infinita que separa al hombre de Dios, a la creatura del Creador y, más aún, al pecador del Justo.
Los primeros discípulos, sorprendidos por la novedad de Cristo, maravillados por su vida, por su pasión, muerte y gloriosa resurrección, acudieron a las Escrituras para encontrar en ellas un horizonte de sentido que les permitiese comprender, hasta cierto punto, el designio de Dios que en Él, en Jesús, había alcanzado su plenitud.
El Nuevo Testamento surge así como una interpretación del misterio de Cristo a la luz de lo que hoy llamamos “Antiguo Testamento”. Inspirados por Dios, dotados por el Espíritu Santo del carisma de la transmisión fiel, los autores del Nuevo Testamento reflejaron por escrito las líneas esenciales y normativas acerca de la identidad y de la misión de Jesús.
Entre estas claves fundamentales está también, y no en un papel secundario, la idea de “expiación”. San Pablo habla de Jesús como “propiciatorio” (Rm 3,25), de Cristo mismo como instrumento de propiciación, como víctima de expiación por todos los pecados. Un motivo que, en la teología posterior, se desarrolló con ayuda de la categoría de “satisfacción”.
El Concilio de Trento, hablando de la justificación, enseña que Jesucristo “por la excesiva caridad con que nos amó, nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz y satisfizo por nosotros a Dios Padre”.
¿Qué significa todo esto? ¿Qué horizontes de comprensión puede resultarnos hoy útiles para que, sin negar ni la Escritura ni la Tradición, podamos entender un poco mejor lo que se contiene en la Escritura y en la Tradición?

He adquirido - y leído en parte - un libro de esos que creo que pasarán a ser “clásicos”. Porque libros se publican cada año a montones, pero “clásicos”, obras de referencia que van más allá de la ocasión del momento, son ya muchos menos. Me refiero a la publicación de Stefano de Fiores, “María, síntesis de valores. Historia cultural de la mariología”, San Pablo, Madrid 2011, 765 páginas, ISBN 978842853718-6, 34 euros.
Hace pocos días – el 25 de marzo, nueve meses antes de la Navidad -celebrábamos la solemnidad de la Anunciación del Señor. En la antigüedad cristiana se creía que el Verbo se encarnó en el equinoccio de primavera, el mismo día en que fue creado Adán.
Homilía para el Domingo III de Cuaresma (Ciclo A)












