La Pasión de Cristo: Getsemaní
“Todo lo que al Señor se refiere es infinito, y lo que observamos en una primera mirada es sólo la superficie de algo que comienza y termina en la eternidad”. La frase es del beato John H. Newman, de uno de sus “Discursos sobre la fe”. Contemplar a Cristo es un ejercicio que no tiene fin, que dilata los horizontes de nuestra vida abriéndola a la vida de Dios.
La Semana Santa nos invita a practicar este ejercicio, con un espíritu de adoración más que de investigación. En el estremecedor discurso de Newman la atención se dirige a los “padecimientos que nuestro Señor padeció en su alma inocente”, a los “sufrimientos mentales” y no solo a los físicos. Es más fácil percibir, en los otros, el dolor del cuerpo que el dolor del alma. El dolor físico suscita nuestra compasión. Las imágenes de un Cristo lacerado despiertan nuestra sensibilidad, como la despierta la visión de otro ser humano que experimenta el dolor. En cambio, el sufrimiento del alma, del alma del otro, resulta mucho más difícil de compartir. Solemos dejar solo al que se ve aquejado de este mal. Nos asusta tanto, nos incomoda hasta tal punto, que huimos instintivamente, porque tememos el contagio con mayor miedo que el contagio de la peste. El dolor del otro no es, automáticamente, mi dolor. Pero el sufrimiento del otro sí amenaza con convertirse en mi sufrimiento.
Jesús poseía un alma como la nuestra y “padeció su pasión redentora en el alma tanto como en su cuerpo”. Lo que hace más costoso el dolor, observa Newman, es que no podemos evitar pensar en él mientras sufrimos. Y, encima, también la memoria, y no solo el entendimiento, convierte el dolor en insufrible: “la memoria de los precedentes momentos dolorosos actúa sobre el dolor que sigue y lo va acercando a un límite”.
El dolor de Cristo es aun más singular que el nuestro. No es solo un dolor consciente, como el nuestro, ni solo un dolor con memoria, como el nuestro; es, a diferencia del nuestro, un dolor voluntario. Jesús, Dios y hombre, sufrió porque “quiso” sufrir, porque quiso, en su soberana voluntad, aceptar el sufrimiento: “No hizo nada a medias. No apartó su mente del dolor, como hacemos nosotros. No dijo una cosa, para retirarla luego. Habló y actuó en consecuencia”.
La Pasión de Cristo es, de este modo, una Pasión activa: “Su pasión fue en realidad una acción. Vivía intensísimamente mientras languidecía, desmayaba y moría. Murió por un acto de su voluntad, pues inclinó su cabeza en señal de mandato y de resignación al mismo tiempo, y exclamó: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’. Jesús entregó su vida, no la perdió”.
Nos falta, pienso, profundizar en el misterio de la Encarnación, tratando de adentrarnos, en esa mirada que se abre al infinito, en cómo el Hijo de Dios no sólo se hizo hombre, sino en que vivió como hombre en la tierra y en que como hombre vive para siempre en el cielo: “Dios era quien sufría. Dios sufría en su naturaleza humana”, dice, no sin audacia, Newman.