26.05.11

La comunión con Cristo

Homilía para el Domingo sexto de Pascua (Ciclo A)

La fe es la adhesión personal de cada uno de nosotros a Jesucristo, el Señor. Creer supone conocer y amar, sin que podamos establecer una separación tajante entre ambas dimensiones. En la medida en que amemos más a Jesucristo, mejor lo conoceremos y, a su vez, cuanto más lo conozcamos más lo amaremos.

En este proceso de identificación con el Señor se hace concreta la vocación fundamental de todo hombre, que no es otra que participar en la plenitud de la vida divina: “Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada” (Catecismo 1).

La adhesión a Jesucristo comporta querer lo que Él quiere y hacer lo que Él hace. Como ha explicado Benedicto XVI: “Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común” (Deus caritas est 17). Este pensar y desear común se expresa, para el seguidor de Cristo, en el cumplimiento de los mandamientos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”, dice el Señor (Jn 14,15).

Esta observancia de los mandatos de Jesús no es una imposición externa, una carga pesada, sino que se trata de una exigencia que brota del amor. San Agustín decía que “el amor debe demostrarse con obras, para que su nombre no sea infructuoso”: “Quien los tiene presentes [los mandamientos] en la memoria y los guarda en la vida; quien los tiene en sus palabras, y los practica en sus obras; quien los tiene en sus oídos, y los practica haciendo; quien los tiene obrando y perseverando, ‘Ese es el que me ama’ ”.

La vivencia de la fe que se manifiesta en el amor prepara para recibir con fruto al Espíritu Santo: “el que ama tiene ya al Espíritu Santo, y teniéndolo merece tenerlo más, y teniéndole más merece amar más”, dice también San Agustín. Jesús promete enviar a los suyos “otro Defensor”, otro “Paráclito” (Jn 14,16). El “paráclito” es el “valedor”, el que ayuda a aquel a cuyo lado se encuentra. A través de Jesucristo, el Padre nos envía al Espíritu Santo, la tercera Persona de la Santísima Trinidad, para que esté a nuestro lado y nos ayude.

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24.05.11

Una purificación de la fe

La fe es una virtud sobrenatural por la que confiamos en Dios y, basados en esa confianza, aceptamos lo que Él ha revelado. Creer es una realidad nueva, que no la da ni la carne ni la sangre, sino que procede de la gracia divina acogida por el hombre de un modo libre y razonable.

Hoy los creyentes vivimos un poco a la intemperie. No podemos refugiarnos en una cultura dominante afín a nuestras creencias. Más bien todo lo contrario. No está mal visto discrepar en público de la fe cristiana, sino al revés. No está bien visto definirse católico, obediente al papa y dispuesto a aceptar lo que la Iglesia nos enseña. Todo lo contrario. Se tolera, a lo sumo, un catolicismo “liberal” que, antes que la adhesión, interpone la distancia. Incluso en ambientes teóricamente muy católicos el criticismo excesivo parece querer levantarse como una pantalla protectora que pretende salvaguardar la propia “independencia” de juicio. Unos y otros, liberales y anti-liberales, dejan claro que, ante todo, está “su” pensamiento, “su” criterio, “su” modo de ver las cosas y de interpretarlas.

Culturalmente, nos encontramos a veces con la oposición y, más veces aún, con la indiferencia. Con la persecución o con el relativismo igualador de todas las creencias. En definitiva, si todas las religiones valen lo mismo es que ninguna vale nada. Si todos salvan, nadie salva.

Debemos, en cierto modo, aprovechar las posibilidades que ofrece el tan cacareado “pluralismo”, a veces puramente teórico, pero que puede permitir que “también” nosotros digamos “algo”. Y debemos decirlo, aprovechando todas las ocasiones, a tiempo y a destiempo, proclamando la novedad del Evangelio.

La indiferencia es un serio obstáculo que hay que sortear. La fe parece no interesar, parece no decir nada. La única manera de salvar esta barrera es, creo, la propia convicción, serena y esperanzada, de que al menos a mí la fe sí me dice mucho y sí me interesa en gran manera. Y, en buena lógica, cabe pensar que si me interesa a mí puede también, en línea de principio, interesar a otros.

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23.05.11

Primeras comuniones

Recibir la primera comunión es, para un niño, un momento muy importante en su itinerario de iniciación cristiana. Un camino que comienza con el bautismo, que debería seguir con la confirmación y que tendría como cumbre la comunión. Lamentablemente, este proceso se ve alterado, ya que se suele posponer – sin que uno acabe de entender muy bien el motivo – la confirmación hasta los catorce años.

Pero no debo distraerme. Vayamos a lo que, de momento, tenemos. La primera comunión se prepara mediante una cuidadosa catequesis. Pero la catequesis ni empieza ni termina con la primera comunión. La catequesis es muy necesaria antes e, igualmente, después. Es muy fácil comprender que solo dos años de preparación para comulgar no proporcionan un armazón básico para adentrarse en el conocimiento y en la vivencia de la fe.

En lo que respecta a la celebración misma de la primera comunión, creo que debemos apostar por la sensatez. ¿Qué significa una “primera comunión”? Significa que, en el contexto de la celebración de la misa, normalmente el domingo o un día festivo, unos niños se acercan por vez primera a comulgar. Nada menos, pero tampoco nada más.

No hay un ritual de la primera comunión. Sí está prevista una mención en el canon de la misa. Sí está bien que ellos, los niños o sus padres, presentes las ofrendas. Sí está bien que se les tenga presentes en la oración de los fieles y en la homilía. Pero nada más o muy poco más. La primera comunión no es una fiesta de graduación. Lo esencial no tiene lugar “fuera”, sino “dentro”. No en el escenario externo, sino en el misterio de sus almas. Dios viene a ellos y ellos acogen a Dios, recibiendo el sacramento de la eucaristía.

Sería contraproducente montar un “show” o inventar a saber qué añadidos, cuanto no hay que montar nada. Hay que ayudar a que comulguen por primera vez y a que, con la ayuda de Dios, sigan haciéndolo a lo largo de sus vidas. Todo lo externo debe contribuir a lo interno; a que reciban al Señor en gracia, habiendo guardado el ayuno eucarístico y, sobre todo, sabiendo a quien reciben.

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21.05.11

El camino, la verdad y la vida

Homilía para el V Domingo de Pascua (Ciclo A)

“Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Con estas palabras, el Señor se define a sí mismo como el camino único que conduce al Padre: “Aquel que es el camino, no puede llevarnos por lugares extraviados, ni engañarnos con falsas apariencias el que es la verdad, ni abandonarnos en el error de la muerte el que es la vida”, comenta San Hilario.

El Señor se hizo camino por su Encarnación: “el Verbo de Dios, que con el Padre es verdad y vida, se hizo el camino tomando la humanidad”, dice San Agustín. El sendero que conduce a la meta es la humanidad de nuestro Señor Jesucristo. Si no queremos que el itinerario de nuestra vida termine en el fracaso, en el sinsentido, debemos dirigir nuestra mirada a Jesucristo y caminar siguiendo sus pasos.

El beato Juan Pablo II, en su primera encíclica, indicaba la urgencia de esta mirada: “la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna»” (Redemptor hominis, 7).

Incluso para aquellos que todavía no han llegado a la fe, Cristo es, añadía el papa, un camino elocuente: “Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono”.

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20.05.11

Juan Pablo II: Permitid a Cristo que hable al hombre

1. Introducción. Cristo y el hombre

Entre Cristo y el hombre no existe oposición ni, mucho menos, contradicción. No temer a Cristo; es más, servir a Cristo y, con su potestad, servir al hombre y a la humanidad entera configuran un mismo proyecto, de total coherencia: “¡No tengáis miedo! Cristo conoce ‘lo que hay dentro del hombre’. ¡Solo Él lo conoce!”, decía el beato Juan Pablo II en la homilía del inicio de su pontificado . La respuesta a la duda, a la inseguridad con respecto al sentido de la propia vida y a la amenaza de la desesperación, es la persona de Jesucristo: “Permitid, pues – os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza – permitid que Cristo hable al hombre. ¡Solo Él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!”.

En síntesis, hallamos en estas frases de Juan Pablo II un programa de todo su ministerio petrino ; un programa que, como veremos, hunde sus raíces en la constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II, toma cuerpo en la primera encíclica del papa, Redemptor hominis, publicada el 4 de marzo de 1979, y se despliega en la totalidad de su pontificado .

2. La “Gaudium et spes”

La constitución pastoral “Gaudium et spes” sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo fue promulgada el 7 de diciembre de 1965. Basándose en unos principios doctrinales, la constitución pretende exponer la actitud de la Iglesia en relación con el mundo y con los hombres. No podemos olvidar la significativa participación del entonces obispo Wojtyła en las cuestiones tratadas en esta constitución, especialmente en lo que atañe al problema del ateísmo.

En su primera parte (n. 11-45), la Iglesia desarrolla la doctrina sobre el hombre, sobre el mundo y sobre la relación Iglesia-mundo. En la segunda parte (n. 46-90), toma en consideración diversos aspectos de la vida y de la sociedad humanas . Como expresó en su día el papa Pablo VI, “la Iglesia del concilio se ha ocupado mucho no solo de sí misma y de las relaciones que la unen con Dios, sino también del hombre, tal como se presenta realmente hoy” (7 de diciembre de 1965).

En una aproximación fenomenológica, la “Gaudium et spes” intenta “conocer y comprender el mundo en el que vivimos, sus expectativas, sus aspiraciones y su índole muchas veces dramática” a fin de “responder a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas” (GS 4). Pero esta fenomenología tiende a establecer una antropología inspirada en una versión del hombre en Jesucristo, el Hombre nuevo .

El concilio, a la luz de Cristo, Imagen de Dios invisible y primogénito de toda criatura, “pretende hablar a todos para iluminar el misterio del hombre y para cooperar en el descubrimiento de la solución de los principales problemas de nuestro tiempo” (GS 10). En términos que evocan los Pensamientos de Pascal, la “Gaudium et spes” expresa la paradoja miseria-grandeza constitutiva del hombre, que “se exalta a sí mismo como regla absoluta o se hunde hasta la desesperación” (GS 12).

En los números del 12 al 18, la constitución pastoral propone las líneas generales de la antropología cristiana: El hombre ha sido creado a imagen de Dios; se encuentra, de hecho, marcado por el pecado; y, uno en cuerpo y alma, está dotado de inteligencia, de conciencia moral y de libertad. En la muerte, “el enigma de la condición humana alcanza su cumbre” (GS 18).

Después de abordar la cuestión del ateísmo - aludiendo, entre otras cosas, al ateísmo de raíces humanistas de quienes “exaltan tanto al hombre, que la fe en Dios resulta debilitada, ya que les interesa más, según parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios” (GS 19) - , la “Gaudium et spes” presenta en el n. 22 a Cristo, el Hombre nuevo, como la verdadera respuesta al misterio del hombre: “Realmente, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado […]. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (GS 22).

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