La Ley, el Templo, la Cruz
La Liturgia de la Iglesia, en el tercer domingo de Cuaresma, nos presenta tres lecturas bíblicas que podrían ser resumidas en tres palabras: la Ley, el Templo, la cruz.
La primera palabra es la Ley. El libro del Éxodo (20, 1-17) recoge el decálogo mosaico, las diez palabras dadas por Dios a Moisés. El Pueblo de la Alianza ha de guiarse en conformidad con ese código grabado en unas tablas de piedra; por esos mandamientos “verdaderos y enteramente justos” (Sal 18), que invitan a vivir orientados hacia Dios y hacia los demás.
Jesús se presenta, en el monte de las Bienaventuranzas, como el Nuevo Moisés. Sus bienaventuranzas no revocan la Ley, sino que la perfeccionan. Él es quien cumple perfectamente la Ley. Él es el pobre de espíritu, el que llora, el manso, el hambriento y sediento de la justicia, el misericordioso, el limpio de corazón, el pacífico, el perseguido por causa de la justicia, el injuriado por las mentiras. Si los diez mandamientos han de guiar al Pueblo de Israel, esos mismos mandamientos, perfeccionados por las bienaventuranzas, han de guiar al Nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia.
El Señor no añade preceptos exteriores nuevos, sino que apunta a reformar la raíz de los actos, el corazón, “donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro, donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes” (cf Catecismo 1968). En la inminencia de su Pascua, el Señor nos dejó como testamento un mandamiento nuevo: el mandamiento del amor; de su propio amor que se plasma gráficamente en la entrega de la Cruz.
La segunda palabra es el Templo. El Templo era para los israelitas, y también para Jesús, que era un israelita, el lugar santo donde Dios habita de una manera privilegiada. Jesús sube al Templo, al lugar de la oración, a la casa de su Padre. Se indigna porque el atrio exterior se había convertido en un mercado (cf Jn 2,13-25). Pero, en el umbral de su Pasión, el Señor se identifica Él mismo con el Templo, presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres (cf Jn 2,21; Catecismo 586).
El anuncio de la destrucción del Templo señala la entrada en una nueva era en la historia de la salvación y anticipa igualmente su propia muerte: “Él hablaba del templo de su cuerpo”, anota San Juan. El templo nuevo, el lugar de la morada de Dios, es el Cuerpo de Cristo, destruido en la Cruz y reconstruido en la Resurrección. Nosotros, seguidores suyos, estamos llamados a participar de su Pascua para convertirnos en miembros de su Cuerpo, en piedras vivas del edificio espiritual que es la Iglesia.