El día primero
Homilía para el II Domingo de Pascua (ciclo B)
El Señor Resucitado se encuentra con los suyos “el día primero de la semana”. Son estos encuentros, estas apariciones, las que, bajo la acción de la gracia, hacen nacer la fe de los discípulos en la Resurrección.
La Resurrección de Jesucristo es un acontecimiento único, que no tiene parangón con los demás acontecimientos de este mundo. No se trata de un retorno a la vida terrena, como en el caso de las “resurrecciones” obradas milagrosamente por Jesús: la de la hija de Jairo, la del joven de Naím, o la de Lázaro. En la Resurrección de Cristo nos encontramos con la novedad absoluta del paso de su cuerpo del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio (cf Catecismo 646).
Como ha explicado el Papa Benedicto, usando una imagen tomada de la teoría de la evolución, nos encontramos con “la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo”. Su cuerpo se llena del poder del Espíritu Santo y participa, para siempre, de la gloria de Dios.
La Resurrección de Jesucristo es un acontecimiento trascendente que irrumpe en la historia. El Pregón Pascual dice que solo esa noche santa “conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos”. No hubo testigos oculares de ese acontecimiento. Nadie vio el hecho mismo de la Resurrección.
Los apóstoles y los discípulos cuentan con un signo importante: el sepulcro, donde habían depositado el cuerpo de Jesús, estaba vacío. No era una prueba directa, pero sí un signo, que ayudó a los discípulos a caminar hacia el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Al discípulo que Jesús amaba le bastó entrar en el sepulcro vacío, descubrir las vendas en el suelo, para ver y creer (cf Jn 20,8). Sin duda el amor despertó en él la fe con mayor prontitud.
Pero el verdadero signo que el Señor da a los suyos para que crean es su propia presencia, son sus apariciones. María Magdalena y las otras mujeres, que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús, son las primeras que se encuentran con Él. Luego el Señor se aparece a Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos, y a los Doce. Se aparece también a otros discípulos (cf 1 Cor 15,4-8).
Los apóstoles, después de encontrarse con Jesús, que se hizo ver, se convierten en testigos del Resucitado. Nuestra fe se edifica sobre este testimonio de los apóstoles; un testimonio creíble, rubricado incluso por el martirio.
La figura del apóstol Tomás personifica de algún modo la “prueba” de la fe: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo” (cf Jn 20,19-31). Pero el paso de incrédulo a creyente no es un paso exclusivo de Tomás. Es un paso que todos los apóstoles han de dar. La pasión y la muerte de Cristo habían constituido para todos ellos una prueba muy dura. Se sentían abatidos y asustados. Se resistieron a creer a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24,11).