14.04.12

El día primero

Homilía para el II Domingo de Pascua (ciclo B)

El Señor Resucitado se encuentra con los suyos “el día primero de la semana”. Son estos encuentros, estas apariciones, las que, bajo la acción de la gracia, hacen nacer la fe de los discípulos en la Resurrección.

La Resurrección de Jesucristo es un acontecimiento único, que no tiene parangón con los demás acontecimientos de este mundo. No se trata de un retorno a la vida terrena, como en el caso de las “resurrecciones” obradas milagrosamente por Jesús: la de la hija de Jairo, la del joven de Naím, o la de Lázaro. En la Resurrección de Cristo nos encontramos con la novedad absoluta del paso de su cuerpo del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio (cf Catecismo 646).

Como ha explicado el Papa Benedicto, usando una imagen tomada de la teoría de la evolución, nos encontramos con “la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo”. Su cuerpo se llena del poder del Espíritu Santo y participa, para siempre, de la gloria de Dios.

La Resurrección de Jesucristo es un acontecimiento trascendente que irrumpe en la historia. El Pregón Pascual dice que solo esa noche santa “conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos”. No hubo testigos oculares de ese acontecimiento. Nadie vio el hecho mismo de la Resurrección.

Los apóstoles y los discípulos cuentan con un signo importante: el sepulcro, donde habían depositado el cuerpo de Jesús, estaba vacío. No era una prueba directa, pero sí un signo, que ayudó a los discípulos a caminar hacia el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Al discípulo que Jesús amaba le bastó entrar en el sepulcro vacío, descubrir las vendas en el suelo, para ver y creer (cf Jn 20,8). Sin duda el amor despertó en él la fe con mayor prontitud.

Pero el verdadero signo que el Señor da a los suyos para que crean es su propia presencia, son sus apariciones. María Magdalena y las otras mujeres, que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús, son las primeras que se encuentran con Él. Luego el Señor se aparece a Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos, y a los Doce. Se aparece también a otros discípulos (cf 1 Cor 15,4-8).

Los apóstoles, después de encontrarse con Jesús, que se hizo ver, se convierten en testigos del Resucitado. Nuestra fe se edifica sobre este testimonio de los apóstoles; un testimonio creíble, rubricado incluso por el martirio.

La figura del apóstol Tomás personifica de algún modo la “prueba” de la fe: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo” (cf Jn 20,19-31). Pero el paso de incrédulo a creyente no es un paso exclusivo de Tomás. Es un paso que todos los apóstoles han de dar. La pasión y la muerte de Cristo habían constituido para todos ellos una prueba muy dura. Se sentían abatidos y asustados. Se resistieron a creer a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24,11).

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Pido, por caridad, una oración por el Obispo que me ha ordenado

No suelo traer al blog temas personales. Ni siquiera es frecuente que haga referencia a cuestiones de mi Diócesis. Hoy hago una excepción. El Obispo que me ha ordenado diácono y presbítero, Mons. José Cerviño Cerviño, Obispo emérito de Tui-Vigo, está gravemente enfermo.

Les pido que recen por él. Yo también lo hago.

Muchas gracias.

Guillermo Juan Morado.

13.04.12

Sobre la Resurrección del Señor

Releía esta tarde dos capítulos de un libro que publiqué en 2011. Como ambos capítulos tratan sobre la Resurrección de Jesucristo me parece oportuno traerlos de nuevo al blog. Quizá, en su día, estos textos hayan sido publicados en este blog, aunque tal vez no literalmente.

Los reproduzco sin más:

Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron

La Resurrección de Jesús es la “verdad culminante” de nuestra fe en Cristo, la verdad central y fundamental (cf Catecismo 638). San Lucas relata que las mujeres fueron las primeras que, de madrugada, acudieron al sepulcro (cf Lc 24,1). ¿Por qué esa premura? Beda comenta esa diligencia diciendo: “Si vinieron muy de mañana las mujeres al sepulcro, fue porque habían de enseñar a buscarlo y encontrarlo con el fervor de la caridad”. Es el amor el que mueve a buscar y a creer. Es el amor lo que conduce a Cristo.

Son las mujeres las últimas que lo dejan la tarde de su muerte. Habían seguido a José de Arimatea y habían visto el sepulcro y cómo había sido colocado allí el cuerpo de Jesús. Buscaban a Jesús muerto, para tributarle un último homenaje, llevando aromas y ungüentos. No era la primera vez que las mujeres ungían con perfume, en un gesto de generoso derroche, el cuerpo del Señor. Así, en Betania, María, la hermana de Lázaro, “tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos” (Jn 12,3).

Les mueve el amor, pero no el entusiasmo, la exaltación del ánimo. No esperan encontrar a Jesús vivo. En sus ojos había quedado grabada la escena terrible de la muerte del Señor en el Calvario y el impacto de ver su cuerpo muerto, envuelto en una sábana y depositado en un sepulcro nuevo. Al encontrar corrida la piedra del sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, su reacción es de desconcierto. Necesitan escuchar el anuncio de los ángeles para recordar las palabras de Jesús: “El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitará”. Es la palabra de Cristo, el recuerdo de su palabra, lo que les lleva a creer.

Esta fe pura, que no cuenta todavía con más indicios que el sepulcro vacío, es la que anuncian a los Apóstoles y a los demás, quienes “lo tomaron por un delirio y no las creyeron”. Sólo Pedro, que ama más a Jesús que los otros, se siente motivado a comprobar por sí mismo lo que decían las mujeres. Pero únicamente vio las vendas en el suelo, y se volvió admirado de lo sucedido, pero no aún creyendo.

También los Apóstoles, como las mujeres, necesitan escuchar el anuncio y hacer memoria de las palabras del Señor. Necesitan que el Resucitado se haga presente y que, como a los discípulos que volvían entristecidos a Emaús, les hable y les explique las Escrituras. Ni las mujeres, ni los Apóstoles ni los discípulos estuvieron dispensados de creer. Tampoco nosotros.

A diferencia de ellos, nosotros no hemos visto el sepulcro vacío ni al Señor resucitado. Pero al igual que ellos, también nosotros, movidos por el amor, hemos de aceptar el anuncio que nos llega a través del testimonio de los apóstoles para confesar, en la fe: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24,34). El mismo hecho de que celebremos, casi dos mil años después, la solemne Vigilia Pascual constituye un signo evidente de la verdad de este testimonio.

Cristo está vivo y nos permite, mediante la fe y los sacramentos, hacer propia su Pascua. Por el bautismo – escribe San Pablo – fuimos incorporados a su muerte, fuimos sepultados con Él en la muerte para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos, así también nosotros andemos en una vida nueva (cf Rm 6,3-4), la vida de los hijos de Dios, de los hermanos de Cristo, de los herederos del cielo.

Dios nos lo hizo ver

El domingo de Pascua es el último día del Triduo Pascual. Resuena en ese día el “kerigma”, el solemne anuncio de la resurrección de Cristo hecho por Pedro el día de Pentecostés: “Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección” (Hch 10,40-41).

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7.04.12

Los bienes de allá arriba

Homilía para el Domingo de Pascua (Ciclo B)

San Pablo, en la Carta a los Colosenses (3,1-4), expone las consecuencias que tiene para nuestra vida la Resurrección de Jesús: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba”.

¿Qué significa buscar “los bienes de allá arriba”? Significa, primordialmente, buscar a Dios. No se trata de escapar de la realidad, ni de desentenderse del mundo, sino que se trata de no perder la orientación, el sentido del porqué y del para qué vivimos y actuamos.

A veces pensamos, equivocadamente, que todo lo que tiene que ver con Dios constituye una segunda dimensión, aparentemente superflua, en relación con la existencia cotidiana. Parece que lo esencial radica en otra cosa: en buscar la justicia, en asegurar el bienestar temporal para el mayor número de personas, en procurarnos una vida más digna y más próspera.

Todos estos afanes son legítimos. Pero lo secundario no debe hacernos olvidar lo principal. Y lo principal es solamente Dios: “Se podrían enumerar – comentaba el Papa Benedicto XVI – muchos problemas que existen en la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos solo se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de nuevo visible en el mundo, si llega a ser decisivo en nuestra vida y si entra también en el mundo de un modo decisivo a través de nosotros” (7.XI.2006).

Buscar “los bienes de allá arriba” equivale a vivir la vida nueva que Cristo, por su Pascua, nos ofrece; significa vivir en la fe, en unión con Cristo Resucitado, dilatando nuestra mirada para contemplar todas las cosas desde la perspectiva de Dios; significa vivir en la esperanza, sabiendo cuál es nuestra meta definitiva, sin detenernos en metas parciales; supone vivir en la caridad, aprendiendo a amar a Dios sobre todo y a los demás por amor a Dios.

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Ya no muere más

En la Carta a los Romanos, San Pablo considera el carácter definitivo de la Resurrección: “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más” (cf Rom 6,3-11). Su muerte fue un morir al pecado “de una vez para siempre” y su vivir “es un vivir para Dios”.

El anuncio luminoso de la Resurrección del Señor constituye el eje central, no sólo de la solemne Vigilia de Pascua, sino de toda la fe cristiana. Como a las mujeres que acuden al sepulcro para embalsamar a Jesús (cf Mc 16,1-7), también a nosotros nos sorprende la capacidad de Dios de obrar lo nuevo, de hacer que de un sepulcro brote la vida definitiva, el vivir para Dios que no acaba, la superación para siempre del dominio de la muerte.

Las mujeres van al sepulcro “muy temprano”, “al salir el sol”. Como dice el Sal 30, “al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo”. La mañana es el tiempo de Dios, el tiempo de la curación y del rescate, cuando las fuerzas de la oscuridad pierden terreno ante el ataque del reino de la luz. El gran obstáculo que se interponía entre ellas y el cuerpo de Jesús, la piedra de la entrada del sepulcro, ha sido removido por Dios, que ha resucitado a Jesús de entre los muertos.

La luz de la Pascua permite leer de un modo nuevo, e interpretar en su justo significado, la totalidad de las Escrituras. Jesús Vivo es el inicio de la nueva creación, prefigurada en la primera creación de Adán y de Eva. Jesús es el nuevo Isaac, que sigue vivo después del sacrificio de su muerte en la Cruz. Su Pascua es el verdadero paso del Mar Rojo, a través del poder destructor de las aguas. En la Resurrección, Dios recoge a su Hijo, abandonado en la muerte, para darle la vida nueva.

Pero celebrar la Resurrección de Cristo es celebrar el propter nos de la salvación: “Por nosotros los hombres, y por nuestra salvación”. Esta finalidad salvadora está impresa en todos los acontecimientos, en todos los misterios de la vida de Cristo: Su Encarnación en el seno purísimo de la Virgen María, su infancia y su vida oculta, los años de su vida pública anunciando el Reino de Dios, su pasión, su muerte y su gloriosa Resurrección.

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