¿Cómo afrontar las persecuciones?
El Señor instruye a sus discípulos sobre la destrucción del Templo, sobre las persecuciones que acompañarían el nacimiento de la Iglesia y sobre el final de los tiempos. Sus palabras constituyen una llamada a la serenidad, al testimonio y a la perseverancia en medio de las pruebas.
No sólo en los comienzos de la Iglesia, sino a lo largo de su historia, también en el presente, nunca han faltado las persecuciones: Las persecuciones crueles y sangrientas, el acoso del mundo que busca la condescendencia de los cristianos con el pecado y con el mal, o el engaño de los falsos mesías que prometen una salvación que no pueden dar. Todo, de algún modo, está previsto y todo cumple un papel en los caminos admirables de la Providencia de Dios.
1) ¿Cómo comportarse en los momentos de prueba? La primera actitud que nos pide el Señor es la serenidad, que ha de excluir el pánico y que debe ir acompañada de la claridad de la mente para poder discernir lo verdadero de lo falso y lo bueno de lo malo. Sin dejarnos turbar por lo inmediato, debemos concentrar nuestra mirada en Jesucristo: El Señor es el templo definitivo, indestructible, edificado por Dios para morar entre nosotros y para hacernos posible el encuentro con Él. Mirando a Cristo descubriremos el criterio que nos permita separar lo que es conforme con el proyecto de Dios para nuestras vidas de lo que es disconforme y, en consecuencia, contrario a nuestro verdadero fin.
2) Con ánimo sereno debemos disponernos al martirio, al testimonio – ésta es la segunda actitud - , basados no en la elocuencia de nuestras palabras, sino en la asistencia del Señor: “yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro” (Lc 21,15). Comenta San Gregorio que es como si el Señor dijera a sus discípulos: “No os atemoricéis: Vosotros vais a la pelea, pero yo soy quien peleo. Vosotros sois los que pronunciáis palabras, pero yo soy el que hablo". Sin la certeza de esta compañía no tendríamos fuerzas para afrontar el juicio de los hombres, la traición de los amigos, el odio de los adversarios o, incluso, la amenaza de la muerte. Él no nos deja solos, permanece con nosotros todos los días y nos da el vigor que procede de su palabra y de sus sacramentos. El testimonio, el martirio, es el sostenido esfuerzo de vivir lo que creemos sin callar la razón de nuestra esperanza.
3) La tercera actitud es la perseverancia: “con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas” (Lc 21,19). La perseverancia nos pide ser constantes en el seguimiento del Señor. San Gregorio relaciona esta actitud perseverante con la paciencia: “la posesión del alma consiste en la virtud de la paciencia, porque ésta es la raíz y la defensa de todas las virtudes. La paciencia consiste en tolerar los males ajenos con ánimo tranquilo, y en no tener ningún resentimiento con el que nos lo causa”. A imagen de Cristo, que jamás pierde el dominio de sí mismo, debemos mantener la dignidad que nos confiere el ser hijos de Dios por la gracia.

En la Carta a los Efesios San Pablo parte de los planes eternos de Dios para ayudar a los creyentes a profundizar en el misterio de Cristo y, en conformidad con la lógica de la Encarnación, no se olvida de dar consejos concretos sobre el comportamiento de los cristianos. Nuestra vida viene de Dios, pero Dios no está lejos; es un Dios cercano, que nos sale al encuentro en la cotidianidad de nuestras vidas.
Los saduceos formaban un importante grupo religioso dentro del judaísmo. No creían ni en la inmortalidad del alma ni en la resurrección de los muertos y, en consecuencia, tampoco en la recompensa o castigo después de la vida presente. Se remitían a los cinco libros del Pentateuco, los únicos que ellos reconocían, en los que, de modo explícito, no se habla de la resurrección. La pregunta que aquellos saduceos dirigen a Jesús no busca aclarar una duda, sino que es una pregunta malintencionada, pretendiendo asechar al Señor.
El papa Francisco ha expresado su deseo de tener una Iglesia pobre y para los pobres. Yo, hasta la fecha, no he conocido otra cosa. En los niveles en los que me muevo, ese desiderátum no es un desiderátum sino una realidad.
La constitución dogmática “Dei Verbum” del Concilio Vaticano II enseña que en Jesucristo culmina la revelación divina: Dios “envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios […]. Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre” (cf DV 4).






