16.06.14

La defensa no es (siempre) ataque

Defender no ncesariamente es atacar. Cuando alguien defiende algo que considera importante y valioso trata de conservarlo, de ampararlo, sosteniendo, frente a quienes impugnan o cuestionan ese bien o valor, las razones por las cuales nos sigue pareciendo, ese algo, bueno y valioso.

Esta diferencia entre defender y atacar no siempre es nítida, ni mucho menos se percibe, por parte del que mantiene opiniones contrarias, con claridad.

Pongamos algunos ejemplos. Si uno dice que la economía ha de estar al servicio del hombre y que, en consecuencia, los factores económicos no son los únicos que han de determinar enteramente las relaciones sociales, o que el lucro no puede ser la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica, puede parecer, a primera vista, que se está atacando una determinada concepción social, política y económica. Pero el criterio que guía esos juicios no es el ataque, es la defensa de algo bueno y valioso: el bien común, la justicia, la dignidad de la persona.

¿Cómo construir, cómo llegar a este bien común? Aquí, a la hora de decidir esto, creo, entra la libertad y la responsabilidad de los hombres, de cada hombre. Pero, sean cuales sean las preferencias de cada uno, es evidente que se ha de mantener una especie de imperativo ético, de exigencia moral, que nos recuerde qué bienes y valores no podemos perder de vista. Y esa exigencia moral ha de tener un valor normativo, que sirva a la vez de criterio diferenciador para decir, llegado el caso: “Esto no puede ser”, “esto es inaceptable”.

Otro ejemplo: La defensa de la vida humana. Cuando se defiende el valor de la vida humana de un inocente, no se protege solamente un “bien jurídico”; se defiende un bien absoluto. O, dicho de otro modo, se defiende que jamás es lícito privar de la vida a un inocente; ya nacido o aún no, joven o anciano, sano o enfermo. Cuando se defiende este principio no se ataca a nadie; a lo sumo se sostiene un argumento frente a quienes impugnan, relativizan o niegan el valor de la vida.

Lo mismo sucede, a mi modo de ver, cuando se defiende la singularidad y la originalidad del matrimonio, entendido como una unión humana, total, exclusiva, fiel y abierta a la fecundidad, que solo reviste esas características si se da entre el hombre y la mujer. No se ataca a nadie. Se defiende un bien que se estima, por buenas razones, que se ha de preservar.

Debemos, pienso yo, defender lo que sabemos razonable y bueno sin atacar a las personas que ven las cosas de otro modo. Y el objetivo que debemos perseguir, sigo pensando, consiste en mostrar esa racionabilidad y esa bondad; esa verdad, en suma, de lo que defendemos.

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14.06.14

Cada Persona es su amor

Homilía para la solemnidad de la Santísima Trinidad (Ciclo A)

“Bendito sea Dios Padre, y su Hijo Unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros”, proclama la liturgia. Celebrando la fe, reconocemos y adoramos al Padre como “la fuente y el fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación: en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo” (Catecismo 1082).

Dios se revela a Moisés como “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34, 6). En la misericordia “se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor”, enseña Benedicto XVI. Dios se manifiesta como misericordioso porque Él es, en sí mismo, Amor eterno e infinito. Por medio de su Iglesia hace posible la comunión entre los hombres porque Él es la comunión perfecta, “comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo”, explica también el papa.

La naturaleza divina es única. No hay tres dioses, sino un solo Dios. Cada una de las personas divinas es enteramente el único Dios: “El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza”, dice el XI Concilio de Toledo. Siendo por esencia lo mismo, Amor, cada persona divina se diferencia por la relación que la vincula a las otras personas; por un modo de amar propio, podríamos decir. Como afirmaba Ricardo de San Víctor, cada persona es lo mismo que su amor.

El Padre es la primera persona. Ama como Padre, dándose a sí mismo en un acto eterno y profundo de conocimiento y de amor. De este modo genera al Hijo y espira el Espíritu Santo. La segunda persona es el Hijo, que recibe del Padre la vida y, con el Padre, la comunica al Espíritu Santo. El Espíritu Santo es la tercera persona, que recibe y acepta el amor divino del Padre y del Hijo.

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13.06.14

¿Nos pasamos de “aconfesionales”?

No acabo de entender la aparente normalidad con la que, por parte de algunos representantes de la Iglesia en España, se da por buena la ausencia de cualquier celebración religiosa en la proclamación del nuevo Rey. Mi opinión es que, en este tema, se debe respetar la voluntad, y la conciencia, del futuro Rey. Pero el respeto no es, sin más, el aplauso.

Ser Rey es algo muy importante. Significa, entre otras cosas, ser la cabeza de una nación, el Jefe del Estado. Y la persona llamada a desempeñar esa relevante tarea no puede ser “obligada” a prescindir de invocar la ayuda de Dios cuando asume ese cargo. Si nos constase a todos que Felipe de Borbón fuese ateo o agnóstico, habría que aceptar que, en su proclamación, no hubiese ninguna referencia religiosa.

Pero no parece que sea así. Ha sido bautizado. Ha recibido la Confirmación. Se ha casado canónicamente. Se le ha visto, en muchas celebraciones, haciendo la señal de la cruz e incluso comulgando. No se presenta como un ateo, sino como un católico.

Aunque el Estado sea aconfesional – y eso significa que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” - , los servidores del Estado – entre ellos, el Rey – gozan de libertad religiosa, “sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”.

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12.06.14

Retirar el crucifijo

Se ve que a algún partido político le preocupa en gran manera que la efigie o imagen de Cristo crucificado esté presente en las habitaciones de un hospital. Sin embargo, no parece que esta preocupación sea compartida por los pacientes de dicho hospital, ni por los médicos, ni por el resto del personal sanitario.

En cierto modo, Cristo en la cruz es un icono del sufrimiento humano. Los que sufren, los que están hospitalizados, los enfermos en general, son, en buena medida, personas con el cuerpo semidesnudo, famélicas y llenas de heridas. Esa es también la humanidad: “Ecce homo”.

El desagrado ante la imagen de Cristo quizá esté relacionado con la aversión que produce, en algunos, la debilidad humana. No todo, en el hombre, es vigor, juventud, salud y belleza. Igualmente humano es lo contrario de todo esto: las fuerzas fallan, la juventud se convierte en vejez, la salud da paso a la enfermedad y la belleza de un cuerpo sano deja paso, tantas veces, a la aparente no belleza, a la “fealdad”, de un cuerpo dolorido, privado hasta de “la apariencia”, que parece ser uno de los ídolos de nuestra época.

Cristo, en su pasión, ha asumido y redimido este lado oscuro del hombre. Los cristianos nos dejamos conmover el Viernes Santo con un texto del profeta Isaías: “Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros; despreciado y desestimado”.

Cristo se ha solidarizado tanto con los hombres que la exclusión – por decreto - de su imagen, la de Cristo, presagia la exclusión – también por decreto – de quienes, de algún modo, son “sacramento” suyo: los enfermos, los ancianos, los desahuciados, los pobres. Es decir, la otra cara de los ídolos imperantes, que son la juventud, la belleza, la riqueza y la fama.

Yo creo que los partidos políticos deben estar para otra cosa. Si a un paciente de un hospital le molestase el crucifijo, podría, simplemente, pedir que lo retirasen de su habitación. Pero yo no creo que a los pacientes les moleste un Dios que ha padecido, como nosotros y por nosotros. Más bien puede infundirles, esa efigie, consuelo y esperanza.

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10.06.14

Los santos y el conocimiento de Cristo

1. LOS COLORES DEL ESPECTRO EN RELACIÓN CON LA LUZ

El vocablo Cristología, que designa el tratado de lo referente a Cristo, no puede estar lejano, en el mapa de las palabras, del término espiritualidad, que alude a la vida del espíritu. Las palabras orientan en una dirección precisa: Cristo es el Ungido por el Espíritu Santo.

San Ireneo decía que en la humanidad de Jesús el Espíritu tenía que habituarse a estar entre los hombres . Y San Gregorio Magno comenta que por el Espíritu Santo “se nos da la confianza de invocar a Dios como Padre, la participación de la gracia de Cristo, el podernos llamar hijos de la luz, el compartir la gloria eterna”.

En la época patrística se comprendió la soteriología, la doctrina sobre la redención realizada por Cristo, como divinización del hombre. Uniendo la theologia y la oikonomia, los Padres de la Iglesia veían a Dios mismo como el sujeto soberano de la redención. Actúa por medio de Jesucristo, la Palabra encarnada. En Él, en Jesucristo, confluyen los movimientos que parten de Dios hacia el hombre – la autocomunicación, el Espíritu Santo, la gracia y el amor – y del hombre hacia Dios – la obediencia, el sacrificio y la representación vicaria - .

La meta de la Encarnación es hacer al hombre semejante a Dios, partícipe de la vida divina. En Cristo, el Verbo encarnado, el nuevo Adán, “se contiene la vida nueva para todos los que entran en la forma Christi mediante la obediencia de la fe, el seguimiento del Crucificado y la esperanza en la participación de la forma de Cristo resucitado” (G.L. MÜLLER).

San Atanasio sintetizaba la theosis, la deificatio, de la siguiente manera: “Se hizo hombre para divinizarnos. Se reveló en el cuerpo para que llegáramos al conocimiento del Padre invisible; cayó bajo la petulancia de los hombres para que heredáramos la inmortalidad”.

La divinización consiste, en definitiva, en participar, por la gracia – adoptivamente -, en la relación filial del Hijo de Dios hecho hombre. La gracia es comunión con la vida divina; con el Padre a través del Hijo y en el Espíritu Santo.

La única e indivisible Trinidad –enseña el Concilio Vaticano II – “en Cristo y por Cristo es la fuente y el origen de toda santidad” (LG 47). En Él, en el Verbo encarnado, está el modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí…” (Mt 11,29) . Pero es el Espíritu Santo quien nos hace conformes a Cristo . Como decía San Juan Pablo II:

“Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros".

Aprender de los santos, acercarnos a ellos, es como visitar una espléndida colección de retratos de Jesucristo. En cada uno de esos retratos podemos ver reflejados, en un tiempo y en un lugar concretos, los rasgos del Señor. Las obras de arte y los santos constituyen la mayor apología de nuestra fe, ya que Cristo, el Logos que es amor, se expresa en la belleza y en el bien.

En palabras de Jean Guitton, los santos son “como los colores del espectro en relación con la luz”, pues cada uno de ellos refleja, con tonalidades y acentos propios, la luz de la santidad de Cristo, de Dios. Y es el Espíritu el que plasma en los santos esta luz:

“Cada santo participa de la riqueza de Cristo tomada del Padre y comunicada en el tiempo oportuno. Es siempre la misma santidad de Jesús, es siempre Él, el Santo, a quien el Espíritu plasma en las almas santas, formando amigos de Jesús y testigos de su santidad” (Benedicto XVI).

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