Navidad y proximidad
La Navidad celebra lo que, en el lenguaje de la fe, se llama el misterio de la encarnación. El Niño que nace en Belén es el Logos, el Verbo de Dios, el Hijo de Dios hecho hombre. El cristianismo piensa a Dios en la paradoja, en la aparente contradicción, de una alteridad que no equivale a una distancia imposible de colmar. Dios es Otro, no una proyección del yo, pero no está lejos, sino que se da, se acerca y se aproxima al hombre. Como escribe Joseph Ratzinger la “fusión” de divinidad y humanidad “ha sido posible porque Dios ha descendido en Cristo, ha asumido él mismo los límites del ser humano, los ha padecido y, en el amor infinito del crucificado, ha abierto de par en par la puerta de lo infinito”.
La encarnación no es una idea filosófica, sino un acontecimiento histórico. Con Jesús, Dios irrumpe en la historia para que nosotros podamos establecer un contacto con él. La peculiaridad del cristianismo radica en que Dios se desvela como realidad que interpela al hombre, como misterio de amor que ofrece al hombre la posibilidad del encuentro con él para hacer florecer la propia vida: “Dios quiere ser amado, no sufrido”, comenta el teólogo Sequeri. Los signos de la proximidad de Dios que Jesús inaugura en Belén son signos de liberación del mal, de un amor que es inseparable de la justicia. La proximidad de Dios no exonera de la búsqueda de la justicia, sino que reclama la conversión del corazón.