¿Hijos o infecciones?
Parece ser, según algunas informaciones, que una periodista le ha preguntado (retóricamente) a un obispo que hizo un comentario sobre la encíclica “Humanae vitae” del papa Pablo VI: “Señor obispo, ¿qué prefiere, un mundo lleno de hijos o lleno de personas infectadas por el VIH?”.
La pregunta me ha dejado estupefacto: ¿Qué tendrán que ver los hijos y las infecciones? Un hijo, si todo va bien, es, o debe ser, el fruto del amor de sus padres. Una infección es, por sistema, algo no deseado, algo que evitar sistemáticamente, algo de lo que defenderse. Yo no creo que los hijos deban ser considerados como algo a evitar sistemáticamente, como algo necesariamente no deseado, como algo de lo que defenderse
Pablo VI llamó la atención sobre las consecuencias no deseadas que podría acarrear para el mundo la aceptación pacífica de la convicción según la cual, en la práctica, uno puede evitar los hijos con los mismos, o parecidos medios (objetivos), con los que se protege de las infecciones,
Si lo que corresponde a la procreación queda sometido exclusivamente al libre arbitrio de los hombres, a su capricho, sin reconocer que en el propio cuerpo y en sus funciones pueden reconocerse indicios que, junto a otros, permiten discernir, distinguir, entre lo bueno y lo malo, entre lo permitido y lo prohibido, se dan pasos que pueden llevar, obviando el valor simbólico del cuerpo y de sus reclamos, a la explotación del débil por parte del fuerte.

Perfecto, lo que se dice “perfecto”, solo es Dios. Solo Él tiene el mayor grado de bondad. Solo Él es “Aquel mayor del cual nada puede ser pensado” y, a la vez, solo Él es “lo mayor, lo más grande, que puede ser pensado”.
Lo he escuchado, hace poco, en un programa de radio. Decía una profesora de Matemáticas que para prestigiar su asignatura había que hablar mucho de esa materia y hablar bien. Y ponía un ejemplo: Uno de sus hijos comía sin problemas verduras hasta que fue a la escuela. En el comedor escolar, el niño oyó que las verduras sabían mal y, en consecuencia, dejó de comerlas. No es que no le gustasen las verduras, sino que, a base de oír lo malas que eran, terminó haciendo propio ese diagnóstico generalizado.
La afirmación: “La clase de Religión no puede tener valor académico y contar para la nota media” se la atribuyen a una ministra del Gobierno. Si no ha proferido esa sentencia, le sobrarán medios para desmentirlo. Pero todo apunta a que resulta creíble que lo haya dicho.












