Jesús, descendiente de Israel
San Pablo reflexiona sobre los privilegios de Israel y sobre la fidelidad de Dios. El plan de salvación que en Cristo llega a su plenitud no está en contradicción con las promesas hechas por Dios a los hebreos. Ellos “fueron adoptados como hijos, tienen la presencia de Dios, la alianza, la ley, el culto y las promesas”.
La dignidad de Israel, el pueblo elegido por Dios, se pone de manifiesto en el misterio de la Encarnación: El Hijo de Dios quiso asumir una naturaleza humana con todo lo que era característico de los hebreos. El Papa Juan Pablo II, haciendo suya una expresión de los obispos alemanes, decía que “quien se encuentra con Jesucristo se encuentra con el judaísmo”. Jesucristo, como verdadero hombre, desciende de los israelitas “según la carne” y es a la vez verdadero Dios, “el que está por encima de todo: Dios bendito por los siglos” (Romanos 9, 5).
Jesús es el “hijo de David”, el Mesías de Israel. Pero no un mesías político, sino el Siervo sufriente que ha venido a “servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mateo 20, 28).
El Concilio Vaticano II, en la declaración Nostra aetate explica los vínculos que unen a la Iglesia con la raza de Abraham: “la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles. Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo” (Nostra aetate, 4).