Estar en la Iglesia con el corazón
El Día de la Iglesia Diocesana debe ayudarnos a meditar sobre nuestra pertenencia a la Iglesia y sobre nuestra corresponsabilidad en su labor pastoral y en su sostenimiento económico.
“Pertenecer” a la Iglesia significa ser parte integrante de ella; es decir, pasar a ser miembros del Cuerpo de Cristo. El Bautismo es el sacramento que nos incorpora a la Iglesia, que nos hace piedras vivas para la edificación de un edificio espiritual (cf 1 P 2,5). Los bautizados ya no se pertenecen a sí mismos, sino a Cristo y, siendo de Cristo, están unidos entre sí: “En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3,27-28). Uno no pertenece a la Iglesia como quien pertenece a una asociación humana cualquiera, simplemente “anotándose” a ella. Un cristiano pertenece a la Iglesia siendo la Iglesia; siendo el Cuerpo de Cristo, “el lugar de la presencia de su caridad en nuestro mundo y en nuestra historia” (Benedicto XVI, 15.10.2008). Por eso no basta con estar “externamente” en la Iglesia; hay que “estar con el corazón”, como decía San Agustín. ¿Y qué significa “estar con el corazón”? Significa permanecer en el amor, respondiendo a la gracia de Cristo con los pensamientos, las palabras y las obras (cf Lumen gentium, 14).

Cuando hablamos de las “iglesias de Oriente” pensamos, casi inmediatamente, en las iglesias precalcedonenses separadas de la antigua Iglesia unida – los armenio-gregorianos, los coptos, los etíopes y los siro-jacobitas – o bien en las iglesias ortodoxas, calcedonenses, ligadas a los patriarcados de Alejandría, de Antioquía, de Jerusalén y de Constantinopla que rompieron la comunión con la Iglesia de Roma. Hoy, al elenco de las iglesias ortodoxas, habría que añadir, al menos, el arzobispado del Monte Sinaí, la Iglesia de Rusia, de Georgia, de Serbia, de Rumanía, de Bulgaria, de Chipre, de Grecia, de Polonia y de Albania; a parte de las iglesias ortodoxas autónomas (Finlandia, Japón, China y Hungría).
La Basílica de Letrán, edificada por el emperador Constantino y dedicada en el año 324, es la catedral del Papa, la sede del Sucesor de Pedro, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Desde el siglo XI, la Iglesia Romana celebra la fiesta de la dedicación de la Basílica de Letrán el día 9 de noviembre. Esta Basílica es llamada “cabeza y madre de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe” y constituye un punto de referencia para todos nosotros porque nos recuerda nuestra unión con el Papa. Como enseña el Concilio Vaticano II, el Sumo Pontífice “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen gentium 23). Sin el Papa, y mucho menos contra el Papa, no podemos vivir plenamente el misterio de la unidad de la Iglesia.
¿Pueden comunicarse los difuntos con los vivos? ¿Son eficaces las diversas técnicas que se suelen considerar al respecto: la psicofonía, la escritura automática, los trances de los médiums…? ¿Se puede evocar a los espíritus de los muertos para conocer el futuro o alguna otra cosa desconocida?
La muerte, la cesación o término de la vida, se nos impone como una realidad que no podemos evitar; que se nos escapa de las manos. De algún modo, la repugnancia instintiva que experimentamos hacia la muerte constituye una proclama en favor de la vida. Lo deseable, nos parece, es la vida; la vida propia y también la vida de aquellos a quienes amamos. ¿Quién prefiere la muerte de un ser querido a su vida? Si dependiese de nosotros aquellos a quienes amamos no morirían nunca.






