Comprender lo que recibimos
El eco de la Natividad del Señor resuena en este segundo domingo después de la Navidad. Jesucristo es la Sabiduría y la Palabra del Padre que “se hizo carne y acampó entre nosotros” (cf Jn 1,1-18). Dios ha querido compartir nuestro destino para iluminar nuestras vidas. Y esa Luz que proviene de Dios es Jesucristo, el Verbo encarnado, que nos da la posibilidad de ser hijos adoptivos de Dios por la gracia.
Es importante que comprendamos el don que hemos recibido. Sería insensato ser destinatarios de un gran beneficio y no pararnos a considerar su alcance y su significado. Puede sucedernos que, de tanto oír que Dios nos ha destinado a ser sus hijos, no nos percatemos de la maravillosa dignidad de esta condición, de su absoluta gratuidad, de la medida infinita en la que sobrepasa cualquier derecho o cualquier aspiración humana.
Nada hemos hecho para merecer ser elevados al estado de hijos de Dios. Como indica San Pablo en la Carta a los Efesios, las bendiciones que contiene el designio salvífico de Dios brotan de la iniciativa libre y gratuita del Padre. Él “nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya” (Ef 1,3-6).

No soy especialista en Historia y, por consiguiente, mi comentario ha de interpretarse como lo que es: una reseña hecha por alguien que, entre sus lecturas, suele incluir los libros de Historia y, de modo muy destacado, las biografías.
Uno puede resentirse del cuerpo o del alma. Un accidente, una caída, un golpe fuerte pueden dejar una herida duradera, un pesar, una molestia que se empeña en pervivir en el tiempo. Mi espalda puede resentirse de dolencias pasadas y, de vez en cuando, puede hacerme llegar el eco de esa sensación molesta y aflictiva.
Se ha convertido en un ejercicio habitual. Si la Iglesia, a través de sus maestros autorizados, dice algo sobre algún tema inmediatamente se aplica una implacable censura. Lo que dice la Iglesia es corregido, reprobado, señalado públicamente como malo.
Acabo de escribir su nombre y ya estoy arrepentido.






