InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Categoría: General

2.09.08

Por favor, no recen por mí

Recuerdo en una ocasión que una chica joven se dirigió a mi parroquia. Deseaba apostatar. La escuché. Intercambiamos algunas palabras. Vi que estaba muy convencida del paso que iba a dar y, al final, le dije: “Espero que no te ofendas, pero pienso rezar por ti”. Ella, muy educadamente, me contestó: “Haga lo que le parezca”. Y de eso se trata, de dejarme hacer lo que yo quiera. De respetar mi libertad de rezar por quien lo desee, al igual que yo respeté - como no podría ser de otro modo - su libertad para apostatar.

Pues esto que parece de sentido común no convence – si es verdad lo que se ha publicado en algunos medios – a ciertos hermanos evangélicos. Según se ha dicho, la viuda de uno de los fallecidos en Barajas – de religión evangélica - ha dirigido una carta al Cardenal Rouco Varela en la que manifiesta que consideraría “una humillación y una ofensa el que se celebrara un funeral común, o actos, que incluyan un ritual a favor del alma del fallecido”. Máxime cuando esa oración chocaría, según la carta, con los principios elementales de la fe evangélica. Por ello, “no desean ser incluidos ni por activa ni por pasiva entre los destinatarios de una Misa a favor de su alma".

He de confesar que no salgo de mi asombro. Los católicos podemos rezar por quienes queramos; hasta por nuestros perseguidores. Más aun, debemos rezar por todos. Es verdad que un funeral se ofrece por los católicos que han fallecido o para consuelo de las familias católicas que han perdido a uno de los suyos - sea el difunto católico o no, si lo pide su familia - . Pero si hay una catástrofe pública es inexcusable no pedir por todos los muertos y por el consuelo de todos los familiares de los muertos. Poner condiciones sobre qué y sobre quién debemos rezar en una iglesia católica es una clara intromisión en la libertad, no sólo religiosa, sino de culto. Baste con que no se mencione el nombre del difunto – ya que su familia no lo desea - . Pero de ahí a que el Cardenal salga a decir: “Vamos a rezar por todos, excepto por este señor” hay un abismo.

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31.08.08

Newman: Algunos textos de la “Apologia”

1. La importancia del “dogma”

“Cuando tenía quince años (en el otoño de 1816) se produjo en mí un gran cambio interior. Caí bajo la influencia de un credo definido y recibí en mi intelecto la marca de lo que es un dogma, que gracias a Dios nunca se ha borrado ni oscurecido”.

“Desde los quince años, el dogma ha sido el principio fundamental de mi religión. No conozco otra religión ni puedo hacerme a la idea de otro tipo de religión. La religión como mero sentimiento me parece algo ilusorio y una burla”.

2. La “lógica de la fe”

“Es el hombre concreto quien piensa; pasan unos cuantos años y me encuentro con que pienso de otra manera, ¿cómo es esto? Toda la persona ha cambiado, la lógica de papel no hace más que dar cuenta y tomar nota. Toda la lógica del mundo no hubiera logrado que yo fuera a Roma más de prisa de lo que lo hice”.

3. El Objeto de la fe: el Creador

“No haré consideraciones sobre mis sentimientos; ahora sé con toda claridad algo que entonces no sabía: que la Iglesia Católica no permite que ninguna imagen material o inmaterial, ningún credo o formulación dogmática, ningún rito, sacramento o santo, ni siquiera la Santísima Virgen, se interponga entre el alma y su Creador. Es por eso un cara a cara, ‘solus cum solo’, entre el hombre y su Dios. Sólo Él crea, sólo Él redime, ante su mirada imponente iremos a la muerte, en Presencia Suya discurrirá nuestra eterna felicidad”.

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¿Exención de los religiosos?

El “exento” es aquel que se libra, que se desembaraza de cargas, obligaciones, cuidados o culpas. La “exención”, en el vocabulario jurídico-eclesiológico, hace referencia a “un privilegio legal por el que un sujeto, o sujetos, son puestos fuera de la jurisdicción de un superior bajo el que normalmente estarían” (“Exención”, Diccionario de Eclesiología, dir. C. O’Donnell – S. Pié Ninot, Madrid 2001, 425-426, 425). Un “privilegio” es siempre una concesión, una merced, una gracia.

En la Iglesia, históricamente, los religiosos, los que han profesado en órdenes y congregaciones, han gozado – y gozan aún – de este privilegio. Aunque al principio los religiosos estaban sujetos al Obispo, poco a poco, por sucesivas concesiones de los Papas, se fueron “independizando” de este dominio. De este tema se ocuparon, por señalar algunos hitos significativos, los concilios de Letrán – el quinto – y de Trento.

Para el Vaticano II la razón de ser de la exención está en la utilidad común de toda la Iglesia. Sólo el Papa, como primado de la Iglesia universal, puede eximir a los religiosos de la sujeción a los Obispos diocesanos. Pero no por cualquier causa, o caprichosamente, sino en orden a la “utilidad común”; es decir, al bien de la Iglesia universal. Es comprensible que la atención a las misiones o la dedicación a obras específicas de apostolado exige una agilidad y una disponibilidad que, quizá, no sea fácilmente compatible con la inserción en el programa – necesariamente local – de una diócesis.

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30.08.08

El camino de la cruz

Si nos propusiésemos diseñar una campaña de propaganda para difundir una ideología o para vender un producto, jamás escogeríamos como eslogan las palabras de Jesús: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24). La propaganda y la publicidad ofrecen una vida más cómoda, más placentera y confortable. Jesús habla de cruz. Se da, pues, un contraste entre lo que el mundo nos propone y lo que nos propone el Evangelio.

La cruz es el resultado de este contraste, de este choque entre la Palabra de Dios y los valores del mundo. La fidelidad a la Palabra de Dios ocasiona irremediablemente la persecución. Lo vemos reflejado en la experiencia de todo auténtico profeta: “La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día”, dice Jeremías (cf Jr 20,7-9). El cristiano ha de estar preparado para la afrenta, para la deshonra, para la ignominia. Aquel que tiene la osadía de decir que Dios es el Señor y el Legislador; que no todo está a disposición de nuestro arbitrio; que la vida humana ha de ser respetada en todo momento; que los bienes de la tierra están destinados a todos; que el amor conyugal ha de ser total, fecundo y fiel… se arriesga al rechazo y a la burla.

Pero el Tentador no nos asedia únicamente desde afuera. También en nuestro interior se da una lucha continua; una necesidad de morir a nuestro pecado para renacer como hombres nuevos. No hay cristianismo sin cruz: “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas” (Catecismo, 2015). La renuncia que nos pide Cristo es una renuncia creativa: un dejar atrás unas cosas para alcanzar otras mejores. ¿A qué hay que renunciar? A todo aquello – la soberbia, la ira, la envidia, la pereza, la avaricia, la lujuria, la gula – que nos impide ser de Dios y que nos impide ser auténticamente nosotros mismos. El que se niega a sí mismo para vencer la avaricia y llegar a ser generoso, aunque aparentemente pierde, en realidad gana: “Si uno quiere salvar la vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará”, nos dice Jesús.

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28.08.08

¿Amor de hombres?

El “amor” se define, según el Diccionario, como el “sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”. El amor, así definido, revista múltiples matices. Necesitamos y buscamos el encuentro con otros: el amor de los padres, el de los hermanos, el de los amigos. También, si es el caso, el amor conyugal.

La amistad es una de las más nobles y humanas modulaciones del amor. Sentimos afecto personal por los amigos. Un afecto puro y desinteresado – al menos, en el ideal de amistad - ; un afecto compartido con otra persona; un afecto que nace y se fortalece con el trato.

La Escritura levanta acta de amistades profundas. Como la de David y Jonatán. En la elegía entonada por David por la muerte de Saúl y de Jonatán, dice, con respecto al segundo: “por ti lleno de angustia, Jonatán, hermano mío, en extremo querido, más delicioso para mí tu amor que el amor de las mujeres” (2 Samuel 1,26).

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