InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Categoría: General

20.09.08

Trabajar en el trabajo de Dios

El plan de Dios supera las previsiones de los hombres: “Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos” (cf Is 55, 6-9). Con frecuencia, podemos tener la tentación de querer proyectar nosotros lo que ha de hacer Dios; de decirle cómo, cuándo y a quién debe salvar. Nos olvidamos de su omnipotencia; uno de los atributos divinos que es nombrado en el Credo. Su omnipotencia, nos recuerda el Catecismo (n. 268), es universal, porque Dios, que ha creado todo, rige todo y lo puede todo; es amorosa, porque Dios es nuestro Padre; es misteriosa, porque sólo la fe puede descrubrirla cuando “se manifiesta en la debilidad” (2 Co 12,9).

La omnipotencia de Dios es la omnipotencia de su misericordia, de su compasión, de su capacidad de perdonar. Su plan de salvación es un designio de misericordia conforme al cual quiere acercarse a nosotros para que podamos conocerle, amarle y participar de su vida y, de ese modo, darnos la posibilidad de ser auténticamente felices, de llevar a plenitud nuestro destino, de lograr una vida acabada y con sentido.

La misericordia de Dios cuestiona, a veces, los estrechos márgenes de la justicia humana. La justicia pide dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece. Pero Dios, que es sumamente justo, nos da mucho más de lo que, con categorías humanas, podríamos merecer. Nos llama a trabajar en su viña, a cooperar en su obra de salvación. Y nos llama cuando Él quiere y como Él quiere, hasta el punto de trastocar el orden que nosotros consideraríamos normal: “muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros” (Mt 19, 30). Es decir, no importa tanto el momento en el que se produzca la llamada, sino, sobre todo, la prontitud de la respuesta.

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18.09.08

Diseño Inteligente: ¿algo más que ciencia?

Recuerdo, cuando estudiaba Filosofía, el interés que despertó en mí el movimiento del Diseño Inteligente. Con argumentos que pretenden ser científicos – y no directamente religiosos – quienes sostienen esta visión defienden que es posible detectar en la naturaleza huellas de un “diseño inteligente”. El estudio de este diseño formaría parte de las ciencias naturales.

Conviene ser muy preciso y distinguir, desde el comienzo, dos niveles del discurso: el filosófico y el científico. Filosóficamente, y hasta podríamos decir que desde el punto de vista del sentido común, no es ningún disparate admitir un diseño; un plan superior que ha proyectado los vivientes. Desde la perspectiva teológica, así se admite al reconocer el papel creador y providente de Dios.

Pero otro nivel del discurso, diferente, aunque no necesariamente opuesto, es el de la ciencia natural. La ciencia no alcanza lo metafísico ni lo teológico. La ciencia es metodológicamente naturalista – aunque algunos científicos son, además, ideológicamente naturalistas - . La ciencia en sí misma no habla de Dios – ni para afirmarlo ni para negarlo - , ni habla de la espiritualidad del hombre, porque estas realidades escapan al experimento, no se dejan ver en un microscopio, no son manejables en un laboratorio.

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¿Creacionismo?

Hasta la Royal Society británica anda revuelta con el asunto del creacionismo. Uno de los miembros de esta institución, el biólogo Michael Reiss, se ha visto obligado a dimitir; no por ser creacionista, que no lo es, sino por defender que a la hora de enseñar la evolución en las escuelas no puede obviarse hablar del creacionismo, si es mencionado por los alumnos.

Se deben distinguir dos sentidos del “creacionismo”. Una cosa es el “creacionismo científico” que, en biología, se opone a la teoría de la evolución y defiende que cada una de las especies es el resultado de un acto particular de creación. Otra cosa, diferente, es el “creacionismo” como visión filosófica o teológica. En este segundo supuesto, nos estamos refiriendo a la teoría según la cual Dios creó el mundo de la nada e interviene directamente en la creación del alma humana en el momento de la concepción.

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17.09.08

¿Canonizar a Darwin?

El presidente del Pontificio Consejo para la Cultura, Gianfranco Ravasi, ha recordado una verdad conocida: La Iglesia nunca condenó a Darwin, ni tampoco el evolucionismo. La misma constatación la exponía, en 1997, el científico Michael Ruse, comentando, en una revista de Chicago, el posicionamiento del Papa Juan Pablo II al respecto de la evolución.

La teoría de la evolución es ciencia. Y la Iglesia no tiene, en cuanto tal, competencia directa en el ámbito de la ciencia. La Iglesia se remite a la revelación divina – cuyo testimonio principal es la Escritura unida a la Tradición - . La Iglesia nos habla de Dios y de la acción de Dios; de esa peculiar acción que se llama “creación” y “providencia”. En definitiva, la revelación nos dice que nada existe o sucede al margen de Dios. Él es el origen primero y el fin último de todo.

Si la teoría de la evolución se circunscribe a los ámbitos de la ciencia, nada, o poco, se puede decir a su favor o en su contra. Los científicos dirán, en base a las pruebas y a la capacidad explicativa de la teoría en cuestión. Claro que una cosa es la ciencia y otra la filosofía. La demarcación debería, en principio, ser todavía más nítida entre ciencia e ideología. Pero las fronteras no siempre son tan claras. Para algunos, traspasando estas fronteras, evolucionismo es lo mismo que materialismo y que ateísmo. Y ahí, basándose en la revelación, la Iglesia dice que no. Que Dios es la Causa Primera; lo cual no significa que sea la “única” causa. Dios puede actuar – y de hecho actúa – en y por las causas segundas.

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14.09.08

El Corazón de Ingrid Betancourt

En los momentos más difíciles de su cautividad, Ingrid Betancourt se encontró con un recurso cuya fuerza quizá no sospechaba: la fe, la confianza y el abandono en Dios. La fe - ha confesado - , junto con el amor a Jesús y a María, y la lectura de la Biblia, le ayudaron a no odiar a sus secuestradores.

No odiar. El odio, la antipatía, la aversión, el desearle mal a quien nos hace daño, es un sentimiento podríamos decir que natural. No hay derecho a que nos priven injustamente de la libertad, a que causen dolor a nuestra familia, a que pongan en peligro nuestra vida. No se puede reprochar al torturado que odie a sus torturadores.

La constante humillación del secuestro, la exposición a la arbitrariedad de los secuestradores, el hecho de poder palpar los extremos de vileza que puede alcanzar el ser humano… constituyen un desafío enorme. Sólo un mensaje que proviene de más allá de nosotros mismos, de la dulzura de Jesús, puede engrandecer nuestro corazón hasta el punto de hacernos rogar por quien nos hace daño.

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